jueves, 22 de febrero de 2018

BORRAR LA PIZARRA (effacer le tableau) 8/8


8.

INTIMBA (profundo pesar)


Léo, desorientado, camina durante días por el margen de la carretera. Cuando aparece la guerrilla tutsi, en dos zancadas se interna  en la selva y espera que se alejen. Sabe que se halla en territorio ocupado, porque no vuelve a encontrarse con militares ni con interahamgwe; todos escapan de la venganza del FPR.

Léonide trata de aclarar sus ideas: al Zaire no puede llegar sin vehículo; huir a Burundi es demasiado peligroso, también estalló una guerra civil; ¿Uganda? Son amigos de los tutsi y desde allí partió la invasión... ¡Tanzania! Se puede intentar: allí escapará todo el mundo según avancen los rebeldes.

Léo sobrevive las siguientes jornadas de registrar pertenencias de cadáveres y casas saqueadas. Una conserva caducada el mes anterior no es tóxica, y tampoco pasa sed, pues el cielo se derrama sobre el país.

En cierta ocasión, logra conectar la radio de un coche abandonado. Queda batería, aunque han acribillado el bloque del motor y no arranca. Sintoniza la BBC, e informan de la llamada “operación turquesa”. El ejército francés, por su cuenta, acotó una zona de seguridad al sur para que escapen los líderes hutus. A los peces gordos los evacuan a Francia en helicóptero, lejos del FPR. Léonide ya sabe dónde dirigirse.

Cambio de planes. Al salir del coche, Léo se encuentra rodeado de uniformados con un pañuelo rojo al cuello: guerrilleros tutsis del FPR. Calcula que la mitad son adolescentes de la edad de sus alumnos. Parecen bien alimentados. Algunos son muy altos y delgados con larga y afilada nariz, otros pasarían por hutus. Se arman con AK 47 y lanzagranadas rusos. Uno de ellos, con insignias de oficial, exige a Léo su tarjeta de identidad. La consulta y dictamina:
—Me parece que eres un interahamgwe.

—Escucha. —Se revela Léonide—. Te he enseñado mi tarjeta de identidad a sabiendas de que soy hutu: si tuviera algo que ocultar, me habría deshecho de ella. Soy un refugiado que lo ha perdido todo. Dispárame si me crees un asesino: de lo contrario, déjame ir. ¡Venga, héroe, decídete!

El joven oficial se cohíbe por instinto ante la bronca del antiguo profesor.

Tanzania, cataratas Rusumo.

Arriba, el puente que sirve de paso fronterizo bulle con la masa multicolor de los refugiados hutus que huyen de Ruanda. Abajo, en la desembocadura del río Ruvuvu en el Kagera, la corriente, bravísima, vuelve las aguas del color del barro y la espuma. Varios soldados tanzanos extienden una red; pescan los muertos que arrastra el río dentro de su país. Llevan así cerca de tres meses. Esa mañana, de momento, sólo recuperan un cadáver hinchado: el de Léonide.

Hablan de fútbol; aquel cuerpo es uno de tantos.
 Fin



BORRAR LA PIZARRA (effacer le tableau) 7/8


7.

IBYITSO (cómplice del enemigo)


Descarga una violenta tromba de agua durante toda la mañana. Papión se extravía en unos caminos mal señalizados entre montañas boscosas. Furioso, conduce hasta encontrar una encrucijada y aparca en la cuneta.

Papión decide explorar los alrededores para ubicarse y comprobar si la ruta es segura. No le agrada la perspectiva de acabar en manos de la guerrilla tutsi o un campo de refugiados. Se rumorea que el campo de Goma, en Zaire, es un lugar inmundo. Sólo se exiliará en caso de derrota. Si huye  mezclado con los refugiados, será difícil que los malos hutus lo identifiquen y lo entreguen al enemigo.

Papión organiza una partida con sus hombres de confianza, y Ordena a Mwami y Léonide que vigilen el camión. Antes de partir, se aparta con Mwami y le confía al oído:
 —No me fío de Léonide. Si se comporta más raro de lo habitual, quiero ver su cabeza de adorno en el capó.

Después, se retira con Léo. Conseguida la privacidad, le ordena confidencial:
—Cuídate del mestizo: la gente de sangre sucia no es confiable. Si intenta escapar con el vehículo, le acribillas.

La muerte de Juvénal afectó a todos los milicianos. En el caso de Papión, había aumentado su desconfianza hasta la paranoia. Con el ejército tutsi en los talones, cree que Léo, por ser el segundo al mando, y Mwami, por mestizo, traman algo por si son capturados por el FPR; quizás venderlo como criminal de guerra a cambio de una leve pena de cárcel.

Papión considera probable que, gracias a la cizaña sembrada, aquellos dos se maten en su ausencia y, si son lo suficientemente listos como para guardar las distancias, a partir de entonces estarán más preocupados de vigilarse entre sí que de conspirar contra él.
Durante la guardia, Léo y Mwami apenas se dirigen la palabra; cuando necesitan comunicarse, resultan fríos y correctos. El fragor de la tormenta tropical oculta cualquier silencio molesto, y ambos se aferran a él para evitar discusiones.

Mwami siente que la muerte de Juvénal es un peldaño en su ascenso al estrellato. Punto. Se engaña sobre un posible reconocimiento del mismo régimen que desprecia su sangre impura. Por otra parte, el gobierno y el país entero se están viniendo abajo; los dirigentes de hoy, son los prófugos de mañana, incluido él. Cuando deja las ensoñaciones de tío importante en la nueva Rwanda, le asaltan ideas más realistas, como que pasará el resto de su vida en el exilio reclamado por la justicia. La cabeza no le da para tanto discurrir, y trata de centrarse en contar en voz baja el intervalo que transcurre entre los truenos del aguacero.

Léonide convive con sus monstruos particulares. Apenas soporta cuerdo que sus borracheras ya no le concedan la amnesia: lo recuerda todo. La primera vez que se involucró en la carnicería, cuando era profesor en el colegio de Sainte Marie, los maestros confeccionaron listas de niños según la etnia. Él entregó a los ejecutores su grupo de alumnas tutsis. Los militares iban a fusilarlas contra una pared del aula y, ante su asombro, las niñas hutus no quieren separarse de las tutsis aduciendo que son hermanas.

No hay tiempo para seleccionar, y las ametrallan juntas. Las pequeñas no ofrecieron el pecho a las balas con miradas beatíficas como en las estampas religiosas. Presuponer que eran santas predestinadas al martirio, encantadas de entregar su vida noblemente, hubiera ofrecido un mínimo resquicio donde agarrarse a la mala conciencia del profesor. La realidad fue justo la contraria: las niñas no querían morir, lloraban sin parar y rogaban por sus vidas, aunque se negaron a separarse.

            Léo escuchó a un matador arrepentido jurar que cometió sus crímenes poseído por Satán; justo lo que soltaría el palurdo de Mwami tratando de justificarse. En cambio a él, Monsieur Léonide, profesor de literatura, no le sirve esa excusa tan peregrina para evitar mirarse por dentro. Hizo lo que creyó su deber contra los enemigos de su raza a sabiendas de que en África estas situaciones tienden a descontrolarse. Léo siente repugnancia cuando Mwami demuestra su compromiso por la causa; como el día en que obligó a punta de machete a que un chico violara a su propia hermana y después les cortó brazos y cabezas. Mwami podía cumplir el deber de todo buen hutu con celo, mientras que él, Monsieur Léonide, profesor de literatura, era incapaz de enfrentarse al deber sin embotarse antes con drogas o alcohol. Sabe que, más pronto que tarde, alguien que piensa poco, igual que Mwami, un campesino analfabeto y brutal, será el que dicte las órdenes; y los que son como él, Léonide el culto, obedecerán.

Sigue la tormenta. Al cabo de una hora, vuelve el grupo con una madre y su bebé. Dos de ellos arrastran a la mujer del pelo, y el jefe agarra al bebé por los tobillos, cabeza abajo como a una gallina. Lo arroja a un badén de la carretera e indica a los hombres que suban a la mujer en la parte trasera del camión. “Seguid de guardia”, ordena a Léo y Mwami.

Mientras los demás violan y torturan a la mujer, Léo permanece indeciso por primera vez en mucho tiempo. La madre aúlla dentro.

La voz del jefe resuena sobre los gritos de la mujer y los truenos del aguacero:
—¡Mwami, comprueba si vive la pequeña cucaracha!, ¡Da igual cómo esté. Coge una piedra y aplástale la cabeza!

Mwami corre hasta la cuneta.

A los pocos segundos, Léo siente el impulso de seguirle. Cuando llega a su altura, ve al mestizo alzar su mano sobre la criatura: sostiene una piedra.

Léo, sin pensar, ataca a Mwami con el machete y casi le corta el brazo a la altura del codo. El mestizo mira su extremidad balancearse, apenas sujeta con un colgajo de carne. Da un par de pasos, tiembla y cae de rodillas, incapaz de gritar, con los ojos en blanco y una mueca desencajada en la cara. Guarda la pistola en la cintura, por dentro del pantalón, e intenta extraerla con la mano útil. La sangre que chorrea por el arma la vuelve resbaladiza y no es capaz de asirla.

Léo siente que ha gastado toda la fuerza con ese único ataque y, al no haber sido capaz de acabar con su enemigo, se paraliza. Finalmente, Mwami consigue empuñar la Browning y dispara. El tiro se confunde con los truenos.

Léo siente en su cara el cambio de presión del aire producido por la bala al pasar cerca de su mejilla. Mwami aprieta el gatillo por segunda vez y suena: “¡clic!”; la corredera del arma se ha encasquillado.

—Te dije que era más fiable un revólver —recuerda Léo, entre asustado y divertido. Logra reaccionar y golpea de nuevo a Mwami, esta vez en la cabeza; el mestizo cae al suelo y Léonide se ensaña hasta ver el cerebro asomar entre los huesos quebrados del cráneo.

Cuando se detiene, cae sentado junto al cadáver. Busca al bebé con la mirada y descubre que ha llegado tarde. Mwami ya había descargado un primer golpe sobre bebé. Léonide solloza y ríe alternativamente, igual que los locos. No entiende porqué se jugó el cuello por salvar a un bebé de cucaracha muerto.

“Da igual lo que les cuente: me van a despellejar” piensa. Se agacha en la cuneta y observa el camión. Nadie vio lo ocurrido, y hay que destruir las pruebas. Repta hasta colarse en la cabina del vehículo; atrás siguen muy animados. Busca la caja de minas y coloca sobre ella la de granadas de mano. Elige las bombas que parecen en mejor estado y las une con cinta aislante. Por último, introduje un largo destornillador por las anillas, tira y libera los seguros de todas las granadas a la vez. Se activan los iniciadores, Léo salta del camión y rueda hasta el arcén.

A los cinco segundos, sacude la jungla una tremenda explosión seguida por detonaciones más pequeñas. Junto a la lluvia, graniza una mezcla de chatarra y jirones de carne. Léo sale del parapeto y descubre que el vehículo ha desaparecido de la vista; sólo queda un humeante pedazo del chasis.


continuará

domingo, 2 de julio de 2017

BORRAR LA PIZARRA (effacer le tableau) 6/8

ITSEMBABWOKO (genocidio)


El grupo de asesinos recorren un distrito donde las plantaciones de té verdean en escalonadas terrazas. Llegan a la siguiente aldea cuando atardece y se topan con un piquete del ejército. Hay cadáveres a ambos lados de la cuneta y en la jungla, a pocos metros; provienen de un todoterreno con disparos en el parabrisas y chorreones de sangre en las puertas. El ejército no se emplea con la misma saña que los milicianos, y sólo hay agujeros de bala en las víctimas.

Los saludos entre uniformados y milicianos son fraternales, y las botellas cambian de manos. Uno de los soldados exhibe un raro trofeo: una boina azul de la ONU acuchillada. Los políticos occidentales retiraron el contingente de cascos azules a causa de las bajadas en las encuestas que causa la mala prensa: si emiten los medios cómo matan soldados blancos y además salen imágenes, el gobierno pierde popularidad. Antes de embarcar en los aviones de transporte, los militares, algunos llorando, se quitaron las boinas y con sus bayonetas las desgarraron antes de tirarlas sobre la pista del aeropuerto. Los ingenuos debían pensar que, el asesinato de los cascos azules belgas que protegían a la ministra, el mundo entero iba a intervenir. Olvidaron que se trata de África. Ningún gobernante occidental quería otra batalla de Mogadiscio, ni más black hawks derribados ni cadáveres de blancos arrastrados por la calle: eso perjudica en las encuestas de opinión.

—Nosotros evacuamos, querido —informa a Papión el oficial al mando—. Si os quedáis a pasar la noche, en esa choza de ahí tenemos a una puta mujer cucaracha: podéis follárosla si sigue viva y no os da asco.

El grupo se agolpa en la puerta de la casa y, a la luz de un quinqué de petróleo, se distingue una mujer desnuda atada a una columna. Junto a ella se pudre una ordenada pila de cadáveres.

—Estupendo, dejaremos que Juvénal se estrene —malicia Papión—. Seguro que el chaval es tan serio, porque todavía es virgen.

Le presta un machete al chico, y este lo agarra como si estuviera al rojo vivo. Papión se da cuenta y concluye:

—Haz que esté orgulloso de ti, Juvénal. Mátala cuando termines y después quédate de guardia en la puerta. Mientras, nosotros vamos a hacer habitable la iglesia del final de la calle y acamparemos.

El grupo empuja a Juvénal dentro de la casucha y se van.

En cuanto se alejan, Juvénal se acerca a la mujer atada para liberarla. Descubre que ya está muerta. Casi a la vez, siente movimiento bajo la pila de cadáveres. Aparta unos cuerpos y encuentra a una mujer semidesnuda que también ha sido violada y disparada, pero está herida leve; la dieron por muerta. Al ver al muchacho, la mujer gatea hasta una esquina, aterrada.

—Tranquila, madame, no le haré nada. —El chico deposita el machete en el suelo y se arrodilla para estar a su altura—. Me llamo Juvénal Nzeyimana, de Kigali, y me han reclutado a la fuerza.

La mujer es incapaz de hablar, tiembla sin control.

—Créame, se lo suplico. Finjo que soy uno de ellos hasta que se me ocurra algo. Creo que varios de ese grupo mataron a mi familia y tengo que descubrir quiénes son…

Juvénal le acerca una cantimplora a la mujer, ella bebe sin perderlo de vista y se limpia la cara.

—¿Puede andar, madame?

La mujer asiente y se levanta.

El chico recoge su machete y se perfila en el quicio de la puerta. Al final del camino avizora una fogata frente a la iglesia y los paramilitares festejando. ¡Poder hutu!, jalean, y Papión y Léonide, únicos con rango de merecer un arma, disparan al aire.

—Dese prisa, madame —ruega Juvénal a la mujer.

Al fondo, acurrucada, ella termina de vestirse con ropa masculina. Después se dirige a una ventana en la pared opuesta a la entrada y escruta fuera. Asoma medio cuerpo y vuelve a entrar.

—Ven conmigo, Juvénal. Si te quedas te matarán —ruega la mujer al muchacho.

—Alguien detendrá esto… —responde él sin dejar de vigilar.

—¿Todavía no te has enterado? —Solloza ella—. Los legionarios franceses vinieron a evacuar sólo a occidentales; la ONU está huyendo de Ruanda y de Burundi. Nos han abandonado, Juvénal, ¿entiendes?: los africanos no les importamos.

El muchacho traga saliva y elude la mirada de la mujer.

—Necesito quedarme, madame. Que Dios nos ayude a los dos. Márchese.

Al rato se acercan Papión, Léonide y Mwami a relevar al chico de su vigilancia. Lo tratan como un héroe. Léo se queda de vigía en la cabaña mientras los otros dos se llevan a Juvénal camino de la fiesta con el resto del grupo.

—¿Sigue viva esa… cosa? —pregunta Papión.

—La puta ha muerto —presume Juvénal mientras se ciñe el cinturón. Tras su oculta victoria, por primera vez se siente cómodo en su papel.

Mwami le ofrece una cerveza. Ambos asesinos le felicitan y tratan de decidir algún apodo para él: se lo ha ganado.

—Un buen mote es el que tiene que ver con tu oficio o tu carrera —aduce Papión—. ¿Trabajas o estudias?

—Era dependiente en un puesto del mercado— responde Juvénal—. Ahorraré y abriré mi propia frutería cuando acabe todo esto.

—A ver si eres buen vendedor —retó Mwami—: ¿con qué bananas prepararías la mejor cerveza?

—Pues para cocinar sirven mejor las de Kibungo, riquísimas porque los cultivan en un suelo muy fértil; y luego las que vienen del Zaire, del banano ibota, tienen un sabor algo ácido, pero agradable; y para cerveza sirven perfectamente las cultivadas aquí, en la zona rural de Kigali…

Mwami se retrasa un paso y destroza la nuca Juvénal de un machetazo; cae inconsciente y lo remata con otro golpe. Acuden todos los hombres; los siete interahamgwe forman un círculo alrededor del cadáver del muchacho. Ha muerto, era un traidor, pero no mutilan su cuerpo. Al fin se le acabó la suerte, tantas veces puesta a prueba: un buen hutu de la anterior aldea le reconoció del mercado de Kigali y sabía a qué familia pertenecía, se extrañó al verlo con vida y lo delató a Mwami. El mestizo llamó por radio para confirmar la identidad mientras el joven estaba ocupado en la caseta. La respuesta radiada del funcionario de turno fue inequívoca: Juvénal había escapado de la purga, se encontraba en paradero desconocido y era el último superviviente de su linaje.

Los milicianos abandonan el cuerpo y vuelven al camión. Antes de subir, Papión desenfunda su pistola y se la lanza a Mwami.

—Toma, para ti: te la has ganado por tu celo. Si arreglas el cierre es una buena arma.

Mwami se queda tan sorprendido que casi se le cae el premio al barro.

—¡Oh! ¡Browning GP35, como la de los belgas! —atina a exclamar—. Gracias, Papi, no tengo palabras.

La exhibe ante los demás interahamgwe, que la observan fascinados como si fuera la primera vez que la veían. Todos excepto Léo, al que cogió de sorpresa la muerte del chico. No estaba en contra de su eliminación, pero deja un pésimo regusto de boca asesinar a un conocido. Si crías un animal y le otorgas nombre, se crea un vínculo que hace más difícil sacrificarlo; al fin y al cabo, Juvénal era hutu.

—Una pistola algo anticuada: yo prefiero un revólver —argumenta Léo por descontentar al mestizo—. Las armas con tambor no se encasquillan como las automáticas.

Reanudan su patrullaje. Papión enciende la radio y la tercera frase del locutor le hace dar un frenazo. Las noticias son terribles: el FPR tutsi invade el país y el ejército es incapaz de contenerlo. Ahora son ellos, los interahamgwe, quienes tendrán la etiqueta del precio pegada en sus cabezas. Papión hace salir a los hombres, les alinea y les dirige estas palabras:

—Si nos capturan, ya sabéis lo que nos espera. Mañana escapamos al Zaire. ¿Alguna pregunta?



sigue...

miércoles, 14 de diciembre de 2016

BORRAR LA PIZARRA (effacer le tableau) 5/8




5.

GUKUBURA (barrido)


“En esta prefectura no nos dejaron ni una cucaracha que matar”, es la frase más repetida por Papión. Cuando llegan a los pueblos, los milicianos encuentran que las autoridades locales ya perpetraron su holocausto particular. Los buenos vecinos tienen avidez de sangre y no esperan a los interahamgwe. 

En ocasiones, el camión se topa con patrullas de militares que informan del curso de la masacre. Alguien cuenta cómo el gobernador de Nyarubuye obligó a siete mil tutsis a refugiarse en la iglesia y allí los exterminaron entre vecinos, militares, gendarmes e interahamgwe; otro ciudadano comenta que en otra iglesia, en Nyamata, acabaron con dos mil más: “los buenos hutus estamparon los niños contra las paredes blancas, que ahora son rojas”…

Juvénal procura no centrar su cabeza en imágenes y se obstina en memorizar todos los nombres de criminales que pueda: Sylvestre Gacumbizi, Silas Ngendahimana, Gitera Rwamuhuzi, Mikaeli Muhimana, Kabuga, Bizimungu, Bagosora… ¿Acaso no utilizan listados los asesinos?, pues Juvénal decide crear el suyo y, si Dios lo permite, será un testigo ante el tribunal que los ahorque. Con todo, a veces siente que su razón va a quebrarse como el tronco de un árbol reseco y la perderá. 

Papión intuye algo raro en él, aunque ese muchacho tan callado le resulta simpático; siempre quiere tenerlo cerca y no le autoriza a viajar con los demás en la trasera del camión hasta que tenga claro si es de fiar. 

Patrullan durante días de pueblo en pueblo, según les ordenan o les apetece en ausencia de instrucciones. Los muertos que abarrotan las cunetas dejan de ser una novedad. Su estado varía según el tiempo que llevan a la intemperie y la acción del clima y los animales: unos cadáveres se ven hinchados por los gases de la putrefacción, otros se tornan grasientos y jabonosos, otros quedaron como momias acecinadas y otros sólo son esqueletos que conservan girones de ropa. 

Hasta Juvénal embotó la sensibilidad y se habitúa a conversaciones como esta:

—Si pasamos cerca del lago Kivu, pescaré una tilapia —dice Mwami.

—Si tú la pescas, yo la limpio y la preparo —añade Léonide. 

—Miradlo: el gran chef —ríe Mwami—. Como el pez suelta mucho jugo, no necesitas aceite: sólo sal y pimienta.

—Creo que el lago está lleno de cadáveres, así que ya sabes de lo que se alimentan los peces —informa un miliciano joven que se hace llamar “Feroz”.

—Entonces, olvidamos ese menú —rectifica Mwami.

—¿Por qué? —pregunta Papión.

—Bueno, Papi, si comieron carne humana… —dice Mwami.

—Las cucarachas no son seres humanos —dice Papión—; y, aunque lo fueran, si comes el corazón de un enemigo, te llenas de su valor. 

Léo añade:

—Lo que hay que hacer si matas a un enemigo valiente es abrirle el pecho y comer su corazón, pero sólo a los valientes.

—Dicen que la carne humana sabe a cerdo —interviene al fin Juvénal.

—Ni idea de a qué sabría —admite Mwami—: yo soy musulmán y no como cerdo.

—Sí. Sabe a cerdo— confirma Papión.

Todos callan ante el descubrimiento. Unos por aprensión, otros por respeto ante el poder que emana de esa suprema, definitiva forma de dominación. La radio emite un aviso sobre habitantes tutsis en una localidad cercana. Papión garabatea en una libreta la sentencia de muerte (la dirección de la casa), y emprenden el camino.

En el pueblo les reciben el alcalde y un tropel de gozosos habitantes. Complementan las delaciones con sus propias listas de enemigos: Ntaganda, Fidèle; Kankera, Ephipanie; Akimana, Faustin… los llaman renegados, y entre vecinos y funcionarios han censado los eliminables de cada distrito: “creo que sé dónde ocultan a cucarachas”, traiciona un crío con pantalón de deporte; “hay un sacerdote que esconde en su casa a varias cucarachas”, informa una mujer, “apunte los nombres”...

Papión felicita a los buenos hutus y desde la trasera del camión les premia con aparatos de radio y paquetes de pilas. No da abasto repartiendo, aunque no se deja engañar por el éxito: infiere que esos paisanos, a diferencia de otras villas, esperan que la milicia mate a sus tutsis por ellos; es preciso aleccionarlos para que manchen sus propias manos de sangre. Si primer paso consiste en que actúen de confidentes, ahora han de aprender a eliminar la plaga por sí mismos. Urge motivarlos.

—Léonide, ya sabes— ordena Papión en el instante adecuado. 

Léonide entra en la cabina del camión, huronea en la guantera y vuelve con un ejemplar de la revista Kangura: el número de diciembre del año noventa.

Papión aplasta un altavoz contra el pecho de Léo y gruñe en voz baja:

—Ya deberías sabértelo a estas alturas.

—Papi, prefiero asegurarme de decir bien cada palabra —justifica Léo.

          Papión desenfunda su pistola y dispara al aire. Pide silencio. Léonide sube al capó del camión, hojea la revista y comienza a leer:

“Los diez mandamientos hutu:
Primero: todo hutu debería saber que una mujer tutsi, quienquiera que sea, trabaja para el interés de su grupo étnico. Consecuentemente, consideraremos un traidor a cualquier hutu que: se case, sea amigo, emplee o tenga de concubina a una mujer tutsi.
Segundo: Cada hutu debe saber que nuestras hijas son más convenientes y concienzudas en su papel de mujer, esposa y madre de familia.
Tercero: Las mujeres del hutu, sean vigilantes e intentan traer sus maridos, hermanos e hijos de nuevo a razón.
Cuarto: todo hutu debe saber que cada tutsi es deshonesto en los negocios. Sólo su única meta es la supremacía de su etnia. Consecuentemente, es un traidor cualquier hutu que haga lo siguiente: asociarse con un tutsi, invertir su dinero en la empresa de un tutsi, invertir su dinero o dinero del gobierno en la empresa de un tutsi, prestar o pedir prestado dinero a un tutsi...
Quinto: todos los puestos estratégicos en la política, administración, economía ejército y seguridad deben confiarse solamente a los hutu.
Sexto: la mayoría hutu debe prevalecer en el sistema educativo. Profesores, alumnos…
Séptimo: las fuerzas armadas de arma ruandesas deben ser exclusivamente hutu. La experiencia de la guerra del octubre de 1990 nos ha enseñado a una lección. Ningún miembro de los militares casará a un tutsi.
Octavo: los hutu deben dejar de tener misericordia con los tutsi”.

Papión alza la mano y, sabedor del significado del gesto, Léonide cesa la lectura.

—¡Ése es el mandamiento más importante! —Grita Papión—. ¿Comprendéis, hermanos? Entre vosotros viven traidores que esconden a cucarachas, y los acabaremos encontrando. Continúa, hermano Léonide.

“Noveno: el hutu, dondequiera esté, debe ser solidario con sus hermanos. Debe buscar amigos para nuestra causa dentro y fuera de Ruanda, comenzando por nuestros hermanos bantúes. También deben luchar constantemente contra la propaganda de nuestro enemigo común tutsi.
Décimo: la revolución social de 1959, el referéndum de 1961, y la ideología hutu deben ser enseñados a los hutu de todas las edades. Cada hutu debe divulgar esta ideología dondequiera que vaya. Cualquier hutu que persiga a un hermano por enseñar esta ideología es un traidor”.

Aplausos.

La mayoría de condenados huyeron al llegar los paramilitares, excepto cierta familia de las afueras de la villa, ignorante de la circunstancia. Unos buenos hutus enviaron a su granja el camión de los interahamgwe.

En la entrada de la casa, un hombre les recibe con la tarjeta de identidad por delante: es hutu; después les ofrece comida y unas cervezas. Los milicianos beben y comen distendidos; se asoman dos niños pequeños a curiosear y el padre les conmina a entrar en casa.

Papión le pasa el brazo sobre el hombro, casi amistoso.

—Venimos por tu animal —le informa.

—¿Cómo? 

—Tu hembra, la cucaracha batutsi —insiste con suavidad—. No te preocupes por tu pellejo, ni por tus mestizos; sólo la buscamos a ella: ¿dónde está esa cosa?, ¿tu animal?

—Le repito, señor, que ella no es batutsi y no está aquí…

El jefe lo abofetea con su libreta de delaciones y luego se la restriega por la cara:

—¡Estás en la lista, pedazo de mierda! —le grita—. Los concejales llevan meses censando a las cucarachas, todas están localizadas con nombres, apellidos y direcciones, ¿te enteras? 

—Le repito, señor, que ella no es batutsi y no está aquí… por favor, soy un buen hutu, como mi esposa, y ella no está aquí, déjeme explicarle… —el hombre farfulla cada vez más nervioso.

—No puedes engañarme, traidor —interrumpe Papión—: o la cucaracha ha escapado, o la has escondido. 

Uno de los niños, que había vuelto a asomarse, rompe a llorar. El jefe golpea al padre en el estómago, y queda a gatas sin resuello. 

—Oye, traidor… —advierte al padre—, ¡y esto va también para ti, cucaracha, sabemos que andas cerca! —Grita en todas direcciones—: ¿me oyes, cucaracha? Si no sales, lanzaremos una granada dentro de tu casa y tus hijos morirán, y luego le cortaremos a tu marido los brazos y las piernas.

Pasan unos segundos de silencio, tiemblan unos arbustos cercanos y aparece una mujer cabizbaja. Su etnia sólo se evidenciaría al leer su documento de identidad. Pasa entre los hombres, que la hacen pasillo, y se sienta en el suelo junto a su marido. El jefe arroja un machete entre ambos.

—Ahora, buen hutu, córtale la cabeza al animal.

El esposo no responde, solloza y niega, apretando muy fuerte los ojos. La mujer recoge el machete y lo deposita en sus manos.

—No me mataste tú, lo hicieron ellos —le consuela.

Los Interahamgwe observan divertidos la escena, excepto Léonide que se enciende un pitillo y consulta su reloj, y Juvénal, que sopesa si olvidar su impostura y huir al bosque. El marido, tembloroso, se yergue y alza el machete.

—Perdóname —susurra.

Ella no responde, agacha la cabeza. El hombre descarga un primer golpe con un alarido. El machete está romo y no la decapita, aunque ella pierde la consciencia. Los siguientes tajos los da con saña para acabar lo antes posible. Los jadeos que emite ya no son humanos, sino gañidos de perro. Los buenos hutu ríen y jalean los golpes como en el fútbol.

Al terminar, papión arrebata el machete al hombre y le dice:

—Trae acá, renegado. Así aprenderás. Como has hecho lo correcto, perdono la vida de tus mestizos.

Mwami nota que Juvénal está descompuesto. Le masajea la nuca mientras lo dirige al camión. 

—Hay que romperlos por dentro —le explica—. Que quien se salve no piense en vengarse por el terror que producimos, y que se sienta culpable por vivir mientras los suyos murieron. Tranquilo, chaval, te acostumbrarás en unos días; ya lo verás.


sigue...