miércoles, 23 de noviembre de 2016

EL TENGU. (2ª parte. Final)



天狗。(Karasu tengu).


“Este hombre parece cianótico, como un ahogado”, fue el primer pensamiento de Takeda al reanimarse y atisbar una borrosa cara azul que lo vigilaba. Mientras se frotaba los ojos para aclarar la visión, cayó en la cuenta de que debería estar muerto.
—¿Es usted médico?, ¿me administró un antídoto? —Preguntó—¿cómo supo que yo intentaba…?
—No soy médico —zanjó el aparecido.
Aquella voz tenía algo sobrenatural: agradable y eufónica, aunque a la vez chillona y rota como un graznido. Poseía cierta semejanza con la de un niño que imita burlón el habla de un anciano. El intrigado doctor se incorporó frente al visitante y frunció el ceño para enfocar mejor la vista. Lo primero que distinguió con claridad fueron unos chispeantes ojos ambarinos. El fulgor de aquella mirada lo cautivó de tal forma que tardó en percatarse de cierta rareza: un tercer párpado de movimiento horizontal. “¿Una membrana nictitante? ¡Parpadea como las aves!”, dedujo receloso cuando la lógica rompió la ensoñación.
—Takeda-san: he de presentarme. No te asustes —avisó el aparecido mientras se ponía en pie.
Ante el hombre arrodillado se alzó un ser antropomorfo de dos metros de alto, cubierto de iridiscentes plumas azul marino, con cabeza de cuervo, garras en vez de manos y un par de alas plegadas a su espalda. Lucía la indumentaria de los monjes guerreros de la montaña e iba armado con katana y wakizashi.
—¡Eres un tengu! ¡N-no puede ser! —balbuceó el doctor.
—Para ser exactos soy un karasu tengu, el cuervo; o, si lo prefieres, un koppa tengu, el mensajero. Vengo a transmitirte una proposición de mi amo, el gran tengu del monte Yamabushi… ¿te importaría atender mientras hablo?
Aunque era consciente de su presencia, Takeda hacía caso omiso y se palpaba el lateral del cuello en busca del pulso. “Estoy en coma o delirando. Los tengus son seres mitológicos, soy un científico y no creo en leyendas…” razonaba a modo de mantra.
El cuervo se aproximó al humano refunfuñando y lo levantó por las axilas, como a un bebé, hasta la altura en que pico y nariz se tocaron.
 —Estoy más que harto de trabajar con descreídos. Soy un espléndido ejemplar de karasu tengu y obviamente existo ¿Te parece que esto lo haría un producto de tu mente?
La subyugación resultó tranquilizadora para el hombre y terminó por calmarse pasados unos minutos. Su inicial recelo se tornó en curiosidad y fascinación.
—Disculpa mi incredulidad, tengu. Soy científico además de médico, y para mí la certeza es algo muy serio —argumentó Takeda—. Sentémonos, escucharé la propuesta de tu amo.
Se acomodaron y el aparecido explicó a Takeda que no lo había curado, pues no era su cometido; se había limitado a dejar el óbito en suspenso aletargando la ponzoña en el organismo hasta que hubiese terminado el asunto que venía a tratar con él. Si el doctor, ejerciendo su libre albedrío, había optado por la arraigada costumbre japonesa del suicidio, era asunto suyo y nadie le hurtaría su deseo de morir. Después reveló que el ofrecimiento del gran tengu del monte Yamabushi consistía en que mediante los poderes arcanos de su mensajero, el karasu tengu, cumpliría un deseo del humano.
—¿Estando ya casi muerto? Demasiado tarde —objetó el doctor—.  Lo veo fuera de lugar. No acierto a comprender mi merecimiento de semejante regalo. Es tan… extraño.
—¿Extraño? No más insólito que conversar conmigo: un ser sobrenatural nacido de un huevo.
—Cierto. Aún así ruego que respondas, tengu ¿Por qué yo?     

武田信玄
Takeda Shingen
          El ser desenvainó con ambas manos la catana y el wakizashi y, en lo que dura un parpadeo, realizó seis cortes en el suelo justo frente al humano; los tajos formaban la figura de un rombo con un aspa en su interior que lo dividía a su vez en otros cuatro rombos iguales: el símbolo heráldico del clan Takeda.
—Ahí tienes la respuesta: por tu linaje, doctor, por tu linaje —apostilló mientras enfundaba las espadas.
Takeda parecía ofuscado por la revelación, y el tengu dedujo con acierto que el silencio del hombre obedecía a un repaso mental de los ancestros que atinaba a recordar.
—Lo lamento, pero debe tratarse de un error —dictaminó el doctor—. Mi apellido es bastante común; sin olvidar que a lo largo de la historia eran frecuentes los cambios de nombre o adopciones.
—Te equivocas —refutó el tengu—. A pesar de que no te asemejas a tus belicosos antepasados, estás emparentado con el señor de la guerra Takeda Shingen, con los jefes del clan Minamoto que lucharon en las guerras Genpei, y así hasta remontarnos mil doscientos años al emperador Seiwa. Moribundo e ignorante hombrecito: por tus venas corre sangre regia. Y ahora deja de hacerme perder mi valioso tiempo y pide de una vez tu deseo.
El humano se sintió apremiado por las últimas palabras del tengu y reaccionó con inusual hosquedad:
—¡Entonces devuelve a Keiko a la vida, cuervo! Me da igual morir si ella sobrevive.
El tengu rio y dijo:
—No me obligues a mortificarte, saco de gusanos. ¿Tan importante te crees? Ni siquiera el dios Izanagi pudo rescatar a su esposa del infierno después de que ella probase el alimento del mundo de los muertos. Tu querida Keiko lo comió hace tiempo y ya es parte de la tierra de Yomi; pero no sufras por ella; cuando acabe mi cometido terminarás de morir, y allí os pudriréis juntos eternamente. Sugestiva estampa ¿verdad?
—Entonces esta desagradable conversación carece de sentido —concluyó Takeda—. No se me ocurre nada que pedirte. Rechazo tu regalo y te pido que te vayas y me dejes morir.
—Como quieras. No estás obligado a aceptar. Expirarás en cuando abanique de nuevo tu rostro con mi tessen. Sólo aclárame algo antes de hacerlo: eres el único humano con el que he tratado que no ha pedido nada. ¿Ni siquiera clamas venganza contra los que mataron a tu esposa o a tu hijo?
Takeda suspiró y señaló un arcón a la derecha del tengu.
—Ahí guardamos los efectos personales de Ichiro, mi hijo. Lo primero que encontrarás al abrirlo es la portada un periódico de mil novecientos treinta y siete donde se glosa otra gran victoria de nuestro invencible ejército. Léela.
El tengu obedeció y al poco tenía ante sí la primera plana de una gaceta de Tokio. La página mostraba la fotografía de una fila de prisioneros chinos arrodillados con la cabeza gacha y las manos atadas a la espalda. En pie, tras ellos, dos sonrientes oficiales japoneses con las katanas desenvainadas, prestos para ejecutarles. El titular y el pie de foto narraban con el estilo de una desenfadada crónica deportiva la amistosa competición de decapitaciones que enzarzaba a ambos jóvenes.
—Yanagawa, ciento trece; Takeda, ciento veinte —leyó el tengu—. El de la derecha es tu hijo ¿verdad?
—En efecto. Servía en el décimo ejército y participó en la toma de Nanjing, y los que van a ser asesinados son civiles indefensos. Ichiro había vuelto a casa de permiso y durante la cena nos mostró esa repugnante publicación como si fuese una medalla. Keiko enmudeció mientras yo le decía: “Hijo mío ¿acaso no te he enseñado nada?, ¿compasión con los débiles? ¿No recuerdas cuando me asistías pasando consulta en el barrio de los burakumin, los parias del Japón?, ¿no aprendiste nada del contacto con personas humildes que una sociedad injusta margina hasta el extremo de considerarlas inferiores?”, y él respondió: “Por supuesto que sí, padre. ¿Cómo olvidar que los atendías gratis en tu tiempo libre a pesar de las murmuraciones de tus colegas? Me enseñaste que los buraku son gente como nosotros, que es inmoral segregar a nadie y que todas las personas somos iguales. Y también aprendí a ser valiente para hacer lo correcto… pero padre, un buraku, al fin y al cabo, siempre será japonés, mientras que los chinos no son seres humanos; son animales y se les puede sacrificar como a cerdos. Y has de saber que me inspiró tu valentía ante el cumplimiento del deber y, venciendo mi repugnancia ante esa sucia especie, autoricé a la tropa a desahogarse sexualmente con algunas hembras chinas. Todo sea para conservar intacta la moral de unos héroes que llevan muchos meses lejos de casa”.
Takeda ahogó un sollozo, observó con tristeza la foto de Ichiro junto al altar y prosiguió:
—La única frase que surgió de mi boca ante semejante aberración fue: “¿Violaciones? No hablarás en serio” y él, mi hijo, reposadamente, mientras cargaba su pipa de tabaco, replicó: “Es un sacrificio necesario para que mis soldados no extrañen sus hogares. Les ordeno distribuirse en grupos de cuarenta hombres por prisionera y que la maten al terminar. Algunas veces las mutilaban y las dejaban vivir, pero terminé con esa peligrosa costumbre y yo mismo ejecutaba a la hembra de cerdo; mejor evitar embarazos de mestizos que contaminen nuestra raza”.
Takeda le pidió al tengu la página, se acercó al altar y la quemó junto con unas varas de incienso. Se volvió hacia él y exclamó:
—¿Venganza? Jamás. Y no porque yo sea buena persona. Estoy tan lleno de odio como de tristeza. ¡Odio a los aviadores americanos que abrasaron a mi familia y odio a los políticos, militares y profesores japoneses que, según se hacía hombre, transformaron a mi niño en un monstruo! Lavaron el cerebro de mi hijo y sus padres no reparamos en ello. Ichiro se jactó ante mí de que el ejército japonés lleva casi diez años bombardeando civiles en las ciudades chinas ¡Utilizan bombas incendiarias e incluso gas venenoso! Un muchacho sensible y humanitario se transformó en un ser que encontraba normal esa conducta abominable: ¿en qué se ha convertido el pueblo japonés? ¡Nos hemos rebajado a la indigencia moral de los nazis o de los comunistas y sus malditos genocidios! Por esos execrables motivos me faltan el derecho o el deseo de clamar venganza, porque recogemos la cosecha de dolor que sembramos hace tiempo; desde el instante en que entregamos nuestros hijos al Estado para que los educase en el pensamiento único. ¿Cómo puedo albergar animadversión contra el partisano chino que mató a mi hijo… mi hijo… —el hombre sollozó unos instantes, se recompuso y continuó—… sabiendo que cuando nuestra gloriosa infantería asalta una aldea, cavan enormes hoyos y arrojan dentro a familias enteras para enterrarlas vivas? ¿Acaso nos merecemos una pizca de conmiseración por parte del enemigo? Las respectivas masacres no se justifican entre sí; me alegro de abandonar un mundo que ha caído en este sinsentido.
—Los tiempos han cambiado para mal, Takeda-san —añadió el tengu—. Si te sirve de consuelo, te explicaré algo: los tengus nunca luchamos en las batallas. Nuestra misión consiste en introducirnos en la mente de los guerreros y aconsejarlos por medio de corazonadas. Por desgracia, esta infortunada guerra es diferente a las anteriores y casi todos los soldados desoyen nuestra invisible inspiración. Son como aquellos samuráis poseídos por el espíritu de las espadas forjadas por Muramachi, que terminaban por enloquecer y les embargaba una irracional ansia de sangre. Ichiro fue otra víctima más de esa locura. Suelen acabar así aquellos que recurren al atajo mental del fanatismo: dejan de lado el sentido común y su humanidad.
—Agradezco tus palabras, tengu; no me consuelan, aunque al menos he podido aliviarme contigo. Hasta ahora sólo le confiaba a Keiko cómo me sentía…
—Tengo una idea —interrumpió el tengu.
Se cubrió los ojos con una garra y posó la otra sobre el hombro de Takeda.
—Ya que los militares son insensibles a la percepción que aportamos quizás tú, médico, guerrero en la batalla perdida contra la muerte, seas más receptivo. Relájate.
Takeda obedeció y al momento cayó en un breve y clarividente trance en el que su criterio se centró en lo que era de verdad importante, en aquel pensamiento que subyacía en su mente soterrado por el dolor. Se vio sobrevolando una laboriosa ciudad de parques ornamentados por árboles ginkgo; enormes, preciosos, antiquísimos: sagrados. Es una época contemporánea, ve muchos soldados por la calle. Lo chocante es que no hay secuelas perceptibles de ataques americanos y la ciudad está intacta. El doctor remonta el vuelo y gana altura. Ahora vuela junto a un enorme avión plateado que abre las puertas de su bodega y lanza una sola bomba. El artefacto detona a medio quilómetro del suelo; una rara explosión muda. Su luz cegadora funde edificios y personas y una pavorosa onda expansiva arranca las casas de los cimientos; es la misma destrucción de Tokio, pero en una milmillonésima de segundo. La ciudad desaparece, absorbida por una nube de colores cambiantes en forma de hongo.
El doctor se reanimó con una cabezada.
—¡Hiroshima! —Agarra al tengu por el cinturón— ¡Era cierto el rumor! Ahora entiendo la razón por la que hasta hoy no bombardearon aquí, en Kokura, aunque tenemos un enorme arsenal. Están probando un arma devastadora y necesitan una población intocada para apreciar mejor los efectos, como en Hiroshima. Nuestra destrucción es un experimento; somos como las ratas de mi laboratorio.
—Bien inferido, humano —felicitó el tengu.
 En ese momento se percibió el lejano ronroneo de los motores de un avión que sobrevolaba la ciudad.
—Ya vienen, ¿verdad? —preguntó Takeda.
—Este primero es un aparato de reconocimiento. El que llegará tras él transporta una sola bomba con el poder de evaporar Kokura de la superficie de la tierra. Han aprendido a dominar la energía que hace lucir el sol, y la van a utilizar.
—También noté algo que no conseguí enfocar en mi mente, algo relacionado con un hombre gordo —añadió el doctor.
—¡Muy bien! Es el nombre con que bautizaron la bomba. Por tanto, humano, con tu recién adquirido conocimiento: ¿ deseas ahora que haga algo por ti?
—Protege la ciudad, tengu. Me es indiferente cómo, pero sálvala —rogó Takeda.
—Sea pues. He de apresurarme ¿Listo para irte, humano?
—Preparado —afirmó mientras se tumbaba—. Adiós, tengu. Gracias.
—Adiós, Takeda-sama. Buen viaje —respondió.
El tengu abanicó el rostro de Takeda y éste expiró. Parecía dormir en paz. Después colocó en el altar una varilla de incienso, la encendió con su mirada y la apagó con un delicado soplido. De la vara comenzó a brotar un humo dulzón, primero un hilo casi invisible, como de seda, luego cada vez más grueso, como una fumarola. Milagrosamente no se consumía y del mismo modo la emanación se hacía cada vez más violenta y densa. Pronto la humareda llenó la habitación y el tengu abrió puertas y ventanas para que saliera de la casa, hasta que se formó una enorme columna grisácea. La tupida niebla resultante se estabilizó a los pocos minutos y encapotó prodigiosamente el cielo sobre la ciudad.
—Ya está —concluyó el tengu.
Desplegó sus alas y desapareció.

被爆者。(Hibakusha).

Persona bombardeada.


—Negativo. El blanco sigue oculto por las nubes.
La voz del artillero retumbó en los auriculares del mayor Charles Sweenie, piloto del bombardero B-29 bautizado como Bockscar. Las órdenes eran tajantes: sólo podían lanzar la bomba si tenían una visual clara de Kokura. Sweenie comenzaba a preocuparse. Tras un buen rato sobre la ciudad, no aparecía ningún hueco entre aquella condenada niebla surgida de la nada.
—Recibido, Kermit —respondió.
¡Era inaudito! El avión meteorológico que reconoció el blanco una hora antes no advirtió sobre nubosidad. La misión parecía gafada desde el despegue de la isla de Tinian. Así pues, el mayor Swennie decidió no seguir tentando a la suerte: tras sufrir todo tipo de contratiempos y ante la posible aparición de los cazas japoneses, mejor olvidarse de Kokura y atacar el objetivo secundario.
—Piloto a tripulación —avisó por megafonía—: viramos rumbo a Nagasaki.                           

Fin

viernes, 18 de noviembre de 2016

EL TENGU. 天狗 (1ª parte)





ひどいな火事だよ!大丈夫か? (Hidoi kaji da yo! Daijōbu ka?)

                  ¡Qué horrible incendio! ¿Estás bien?


Los primeros meses del año 1945 fueron los más dolorosos de la vida del doctor Takeda. En enero cayó en combate Ichiro, su único hijo, oficial de infantería destacado en Manchuria, y en marzo perdió a Keiko, su esposa, en el bombardeo que incineró un tercio de la ciudad de Tokio. Ambas muertes estaban siniestramente entrelazadas, ya que el matrimonio acordó que la mejor manera de estar cerca del hijo perdido sería mudarse desde Kokura, su ciudad natal, a Tokio, cerca del templo de Yasukuni, lugar donde se albergan las almas de los soldados caídos. Y así, mientras él en Kokura tramitaba el cambio de hospital, ella, alojada con unos parientes tokiotas, preparaba el traslado al que sería su nuevo hogar. Por ello no estaban juntos el día del ataque.

Cuando Takeda consiguió arribar a la capital, hubo de sumergirse en lo inimaginable. Primero la devastación: el alfombrado de bombas incendiarias provoca una tormenta de fuego que sólo se extingue cuando no queda nada por quemar. Luego la hediondez de la carne abrasada impregnándolo todo; jirones de cadáveres mezclados con escombros aún humeantes, cuerpos de adultos expuestos a temperaturas tan elevadas que habían encogido y parecían de niños, otras víctimas flotando en el río Sumida camino de la bahía, la imagen surrealista de lo que quedaba de tres personas en un cubo tras recogerlo con una pala; y así hasta saturar los sentidos de estampas atroces. Aquello no era tarea para alguien dedicado a sanar, sino de barrenderos. Cien mil muertos; no fue mal balance para dos horas de incursión aérea.

El doctor erró como un vagabundo. Al llegar al distrito donde se alojaban Keiko y sus parientes sólo se adivinaba el trazado de las calles por los cuadrados de suelo calcinado que, como fantasmas, testificaban el último aullido de terror de los hogares que allí se erguían. Y como médico también sabía que los que allí vivían se asfixiaron antes de abrasarse, porque los vórtices llameantes que se forman en esos incendios gigantescos consumen todo el oxígeno, y los pulmones se escaldan dentro del cuerpo, y llega la muerte intentando respirar en un ígneo ataque de asma, entre estertores, boqueando como un pez fuera del agua; contra eso no sirve el refugio antiaéreo. Los demás morirían por el fuego; unos segundos de dolor indescriptible mientras se queman las terminaciones nerviosas de las primeras capas de piel, luego la muerte sin sentir nada, retorciéndose el cuerpo en un espasmo que llaman “la guardia del boxeador”.

El hombre creyó enloquecer mientras suplicaba a su mente la ansiada insensibilidad ante la certeza de Keiko convertida en uno de tantos guiñapos ennegrecidos: resulta demoledor para la cordura conocer con tanto detalle el funcionamiento del cuerpo humano y los mecanismos que rigen el dolor cuando se buscan los restos del ser querido asesinado en esas circunstancias.

Finalmente, tras indagar en los hospitales que quedaban en pie y descubrir (¿por suerte?) lo que quedaba de su familia, enterró los pedazos en una fosa común, allí mismo, en el lugar del crimen, y regresó a Kokura muerto en vida.

ここで休みたい(Koko de yasumitai).

Quiero descansar aquí.


No compartir el destino de Keiko hundió a Takeda en una tristeza tan lacerante que consumió su alma con la certeza del tumor maligno. En cierto momento pensó embotar el dolor anegándolo con sake o mediante drogas, pero lo descartó por ética profesional: precisaba de una mente despejada y pulso firme para manejar el bisturí en la mesa de operaciones. Desgraciadamente, tampoco era posible aplicar en su persona las fórmulas reconfortantes utilizadas con los familiares de un paciente fallecido, pues tras años de repetir las mismas palabras de consuelo, éstas se tornan tópicos vacíos que no mitigan el dolor. 

Takeda se rindió en la primera semana de agosto y, tras medio año de soledad, decidió quitarse la vida. Ni siquiera se veía como un ser humano, sino como un gusano alanceado con alfileres por un metódico, cruel y todopoderoso entomólogo. Demasiada pena, demasiado silencio en un hogar vacío de seres queridos. La quietud nocturna le llegó a resultar tan estruendosa que permanecía en vigilia al extrañar el acompasado sonido de la respiración de Keiko dormida a su lado, o al tomar repentina conciencia de los familiares crujidos de la madera o del reverberante tic-tac del reloj; miedo al sueño. Los escasos días en que se adormilaba por puro agotamiento, sobrevenían horrendas visiones, flamígeras alucinaciones en las que veía arder a su familia mientras él se asfixiaba con la infinita apnea que sólo conceden los sueños. 

Elaboró el veneno en el laboratorio del hospital y volvió a casa paseando con olvidada placidez. La jornada laboral había sido óptima, aunque a última hora tuvo que administrar un sedante a un celador presa de un ataque de ansiedad: circulaba un espantoso rumor sobre la ciudad natal de aquel hombre, Hiroshima, incomunicada desde hacía dos días. Takeda desechó ese mal recuerdo para no enturbiar un día perfecto y prefirió disfrutar de su último atardecer, de las caras de la gente, del inminente final de su congoja por las alucinaciones que depararía la noche… e intentó sonreír por primera vez desde hacía meses. Imposible; ya no sabía cómo hacerlo y se sintió más acabado que nunca. 

Anocheció. Preparó su muerte en el dormitorio, ante el pequeño altar sintoísta orlado con las fotografías de Keiko e Ichiro. Al ser hombre de ciencia nunca había sido muy religioso, no obstante prefirió despedirse allí, relajado en la medida de lo posible y acompañado por los recuerdos de su familia. 

Extrajo de un bolsillo una jeringuilla y un frasquito, suspiró y se remangó; “está bien, vamos allá” susurró para sí, desenroscó el tapón, cargó la jeringuilla con el líquido del interior, punzó la vena adecuada y empujó el émbolo con firmeza. “En dos minutos terminará todo”, diagnosticó, y se concentró en la sosegada mirada que Keiko le devolvía desde la fotografía. Necesitaba que esa imagen tan querida fuese la postrera visión de este mundo para así partir en paz, con la impronta del inmarchitable amor que se profesaron.
No sintió que caía, sino que el suelo de tatami lo abofeteaba. Se agazapó en posición fetal y, según el veneno anegaba su torrente sanguíneo, un estertor grabó en su cara un rictus sardónico y apareció la somnolencia previa a la muerte. Después la nada. Ni viaje catártico por un túnel luminoso, ni evanescentes ensoñaciones de la vida pasada. Sólo la nada.

El visitante se materializó en la habitación justo a tiempo de atrapar mágicamente con su abanico de guerra el último hálito de vida del doctor. La expiración adoptó la forma de una sinuosa voluta de humo opalino y danzó en gracioso equilibrio sobre el papel laqueado del tessen. “Hermoso espíritu. Morabas en una buena persona”, pensó el recién llegado, y lo abanicó hacia la boca de Takeda para introducir de nuevo la vida en su cuerpo. “Aún no puedes marchar, Takeda-san” musitó. Y el finado poco a poco volvió a respirar. 
“Despertará pronto”, conjeturó la aparición. Se arrodilló junto a él, inspiró profundamente y comenzó a meditar. De haber tenido boca en vez de pico, hubiese sonreído.