ひどいな火事だよ!大丈夫か? (Hidoi
kaji da yo! Daijōbu ka?)
¡Qué horrible incendio! ¿Estás bien?
Los
primeros meses del año 1945 fueron los más dolorosos de la vida del doctor
Takeda. En enero cayó en combate Ichiro, su único hijo, oficial de infantería destacado
en Manchuria, y en marzo perdió a Keiko, su esposa, en el bombardeo que
incineró un tercio de la ciudad de Tokio. Ambas muertes estaban siniestramente
entrelazadas, ya que el matrimonio acordó que la mejor manera de estar cerca
del hijo perdido sería mudarse desde Kokura, su ciudad natal, a Tokio, cerca
del templo de Yasukuni, lugar donde se albergan las almas de los soldados
caídos. Y así, mientras él en Kokura tramitaba el cambio de hospital, ella,
alojada con unos parientes tokiotas, preparaba el traslado al que sería su
nuevo hogar. Por ello no estaban juntos el día del ataque.
Cuando
Takeda consiguió arribar a la capital, hubo de sumergirse en lo inimaginable.
Primero la devastación: el alfombrado de bombas incendiarias provoca una
tormenta de fuego que sólo se extingue cuando no queda nada por quemar. Luego
la hediondez de la carne abrasada impregnándolo todo; jirones de cadáveres
mezclados con escombros aún humeantes, cuerpos de adultos expuestos a
temperaturas tan elevadas que habían encogido y parecían de niños, otras
víctimas flotando en el río Sumida camino de la bahía, la imagen surrealista de
lo que quedaba de tres personas en un cubo tras recogerlo con una pala; y así
hasta saturar los sentidos de estampas atroces. Aquello no era tarea para
alguien dedicado a sanar, sino de barrenderos. Cien mil muertos; no fue mal
balance para dos horas de incursión aérea.
El
doctor erró como un vagabundo. Al llegar al distrito donde se alojaban Keiko y
sus parientes sólo se adivinaba el trazado de las calles por los cuadrados de
suelo calcinado que, como fantasmas, testificaban el último aullido de terror
de los hogares que allí se erguían. Y como médico también sabía que los que
allí vivían se asfixiaron antes de abrasarse, porque los vórtices llameantes
que se forman en esos incendios gigantescos consumen todo el oxígeno, y los
pulmones se escaldan dentro del cuerpo, y llega la muerte intentando respirar
en un ígneo ataque de asma, entre estertores, boqueando como un pez fuera del
agua; contra eso no sirve el refugio antiaéreo. Los demás morirían por el
fuego; unos segundos de dolor indescriptible mientras se queman las
terminaciones nerviosas de las primeras capas de piel, luego la muerte sin
sentir nada, retorciéndose el cuerpo en un espasmo que llaman “la guardia del
boxeador”.
El
hombre creyó enloquecer mientras suplicaba a su mente la ansiada insensibilidad
ante la certeza de Keiko convertida en uno de tantos guiñapos ennegrecidos:
resulta demoledor para la cordura conocer con tanto detalle el funcionamiento
del cuerpo humano y los mecanismos que rigen el dolor cuando se buscan los
restos del ser querido asesinado en esas circunstancias.
Finalmente,
tras indagar en los hospitales que quedaban en pie y descubrir (¿por suerte?)
lo que quedaba de su familia, enterró los pedazos en una fosa común, allí
mismo, en el lugar del crimen, y regresó a Kokura muerto en vida.
ここで休みたい。(Koko
de yasumitai).
Quiero descansar aquí.
No
compartir el destino de Keiko hundió a Takeda en una tristeza tan lacerante que
consumió su alma con la certeza del tumor maligno. En cierto momento pensó
embotar el dolor anegándolo con sake o mediante drogas, pero lo descartó por
ética profesional: precisaba de una mente despejada y pulso firme para manejar
el bisturí en la mesa de operaciones. Desgraciadamente, tampoco era posible
aplicar en su persona las fórmulas reconfortantes utilizadas con los familiares
de un paciente fallecido, pues tras años de repetir las mismas palabras de
consuelo, éstas se tornan tópicos vacíos que no mitigan el dolor.
Takeda
se rindió en la primera semana de agosto y, tras medio año de soledad, decidió
quitarse la vida. Ni siquiera se veía como un ser humano, sino como un gusano
alanceado con alfileres por un metódico, cruel y todopoderoso entomólogo. Demasiada
pena, demasiado silencio en un hogar vacío de seres queridos. La quietud
nocturna le llegó a resultar tan estruendosa que permanecía en vigilia al
extrañar el acompasado sonido de la respiración de Keiko dormida a su lado, o
al tomar repentina conciencia de los familiares crujidos de la madera o del
reverberante tic-tac del reloj; miedo al sueño. Los escasos días en que se
adormilaba por puro agotamiento, sobrevenían horrendas visiones, flamígeras
alucinaciones en las que veía arder a su familia mientras él se asfixiaba con
la infinita apnea que sólo conceden los sueños.
Elaboró
el veneno en el laboratorio del hospital y volvió a casa paseando con olvidada
placidez. La jornada laboral había sido óptima, aunque a última hora tuvo que
administrar un sedante a un celador presa de un ataque de ansiedad: circulaba
un espantoso rumor sobre la ciudad natal de aquel hombre, Hiroshima,
incomunicada desde hacía dos días. Takeda desechó ese mal recuerdo para no
enturbiar un día perfecto y prefirió disfrutar de su último atardecer, de las
caras de la gente, del inminente final de su congoja por las alucinaciones que
depararía la noche… e intentó sonreír por primera vez desde hacía meses.
Imposible; ya no sabía cómo hacerlo y se sintió más acabado que nunca.
Anocheció.
Preparó su muerte en el dormitorio, ante el pequeño altar sintoísta orlado con
las fotografías de Keiko e Ichiro. Al ser hombre de ciencia nunca había sido
muy religioso, no obstante prefirió despedirse allí, relajado en la medida de
lo posible y acompañado por los recuerdos de su familia.
Extrajo
de un bolsillo una jeringuilla y un frasquito, suspiró y se remangó; “está
bien, vamos allá” susurró para sí, desenroscó el tapón, cargó la jeringuilla
con el líquido del interior, punzó la vena adecuada y empujó el émbolo con
firmeza. “En dos minutos terminará todo”, diagnosticó, y se concentró en la
sosegada mirada que Keiko le devolvía desde la fotografía. Necesitaba que esa
imagen tan querida fuese la postrera visión de este mundo para así partir en paz,
con la impronta del inmarchitable amor que se profesaron.
No
sintió que caía, sino que el suelo de tatami lo abofeteaba. Se agazapó en
posición fetal y, según el veneno anegaba su torrente sanguíneo, un estertor
grabó en su cara un rictus sardónico y apareció la somnolencia previa a la
muerte. Después la nada. Ni viaje catártico por un túnel luminoso, ni
evanescentes ensoñaciones de la vida pasada. Sólo la nada.
El
visitante se materializó en la habitación justo a tiempo de atrapar mágicamente
con su abanico de guerra el último hálito de vida del doctor. La expiración
adoptó la forma de una sinuosa voluta de humo opalino y danzó en gracioso
equilibrio sobre el papel laqueado del tessen. “Hermoso espíritu. Morabas en
una buena persona”, pensó el recién llegado, y lo abanicó hacia la boca de
Takeda para introducir de nuevo la vida en su cuerpo. “Aún no puedes marchar,
Takeda-san” musitó. Y el finado poco a poco volvió a respirar.
“Despertará
pronto”, conjeturó la aparición. Se arrodilló junto a él, inspiró profundamente
y comenzó a meditar. De haber tenido boca en vez de pico, hubiese sonreído.
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