viernes, 30 de septiembre de 2016

THE REBEL YELL (1ª parte)




I.

Viernes por la mañana.

«¡Oh, Padre Celestial!, creo en Ti y en nuestro general en jefe Robert E. Lee. Todos los hijos de Virginia somos valientes y sé que dentro de unas horas ganaremos esta batalla. Por eso te ruego —si es tu voluntad, claro— que no dejes que esos yanquis bastardos acaben conmigo. De acuerdo, Señor, Tú dirás que quién soy yo para pedirte las cosas en ese tono, que sólo soy un pobre granjero mitad oso, mitad tejón, y que los yanquis también pertenecen a tu rebaño; pero verás, Padre, aunque sé que disparando sus mosquetes no le acertarían a una vaca dentro de un granero… ¡Oh, Dios mío! La cosa cambia cuando nos cañonean con metralla… ¡Al hijo de perra que inventó la artillería deberían ahorcarlo! Bueno, recuerda lo que hemos hablado. Tú eres mi Creador, Tú mandas, haz lo que quieras. Amén».
—Muchacho, es la oración más extraña que he escuchado en mi vida —dice mi sargento—. ¿Puede saberse de qué recóndito agujero procedes tú? —me sonsaca mientras se traga la risa.
Abro los ojos y me levanto, porque siempre rezo arrodillado y muy, muy recogido. El sargento es un hombre agradable. Hablamos poco, pero sé que nos caemos bien. Ya peina alguna cana (no tenía cuando empezó la guerra hace dos años), fuma en pipa y mira de frente. Se ganó el respeto de toda la división en la victoria de Chancellorsville; hubo muchos incendios en la espesura y por eso tiene parte de la cara quemada: así lo llamamos. A pesar de ello nada le agria el carácter, siempre se hace entender sin andar gritando y enfadándose; recuerdo que, cuando le ordenaron fusilar a un desertor, en vez de sermonearle con mucho: “…te lo dije”, lo consoló, y el pobre desgraciado supo morir como un hombre.
—Soy de un pueblecito del valle de Shenandoah, mi sargento— respondo mientras me sacudo la tierra del pantalón.
—Por tu forma de rezar, hubiera jurado que eras irlandés. En fin, sígueme.
 El sargento me conoce y sabe que antes de pelear me aparto de los compañeros para rogarte por mi alma, Señor. De todas formas, ya sabes que procuro hablar Contigo a todas horas; es mi secreto. Si lo contase pensarían que estoy mal de la cabeza, cuando precisamente tenerla ocupada es el modo que encontré de no perderla. Cada uno encuentra su manera de soportar tanta matanza. Yo me niego a dejar pasar mi vida borracho o en el burdel; tengo a mi prometida en casa esperando que ganemos la guerra. A veces echo mucho de menos a los míos y también los hablo, pero prefiero hacerlo Contigo, Dios. Ya sabes: cuando pueden matarte es mejor estar en paz con el Jefe, por si acaso.
Sigo al sargento hasta la linde del pinar, donde se ha reunido el regimiento. Desde el margen se extienden dos millas de campo abierto y en una pequeña elevación ondean banderas de la Unión, bajo ellas se mueven puntitos azules, soldados yanquis. Una barricada de rocas blancas protege su posición.
Los cien hombres de mi compañía nos apretujamos frente a nuestro capitán. Parece contento. Con su sable dibuja una línea en la tierra, deja caer una piedra grande en un extremo, otra más pequeña en el otro y una piña en el centro, después coloca una rama paralela frente a la línea.
—Esta rama es Seminary Ridge, donde estamos —explica.
Aguarda nuestra reacción y, sabedor de que le entendemos, prosigue. Apunta a la piña del centro con el sable y dice:
—Nuestro objetivo: Cemetery Ridge; allí. —Se vuelve y señala los árboles donde vimos antes las dichosas banderas—. Es el centro de la línea del ejército de la Unión, y su punto más débil tras dividir sus fuerzas para proteger los flancos, que son: el pueblo a la izquierda… —Señala la piedra grande— …y las colinas a la derecha. —Pisa la piedra pequeña—. Nuestra artillería bombardeará las defensas yanquis y, una vez destruidas, cruzaremos este prado y tomaremos la posición. Después nos seguirá la caballería de Stuart con el resto del ejército y empujaremos al enemigo hasta Washington. Terminaremos hoy la campaña de Pensilvania destruyendo el ejército del Potomac… ¡y de paso ganaremos esta maldita guerra!
Nos gusta el plan. Aullamos, por todo el bosque resuena nuestro Rebel Yell, seguro que llega hasta los yanquis el sonido del grito de guerra.
¡El general Lee cabalga hasta nosotros! saludaba a otros regimientos y le atrajeron nuestros gritos. Se pasea entre la tropa montado en su precioso tordo gris. Con su barba cana y mirada intensa parece (perdona la blasfemia, Padre) el mismísimo Moisés. Todo el mundo quiere estrecharle la mano, tocarlo. Un camarada que ha ido a la escuela me grita en el oído que Lee es el mejor estratega desde un tal Alejandro, un tipo griego. También lanzamos hurras por la victoria segura del ataque, por la vieja Virginia y por nuestros generales: por Armistead, nuestro jefe de regimiento; por Pickett, que manda la división; y, sobre todo, por Robert E. Lee, invicto líder del ejército de los Estados Confederados de América.
Lee se despide de nosotros sabiéndonos invencibles y va a saludar a los chicos de la brigada de Kemper, formada a nuestro lado.
—Disculpe, capitán ¿Cómo se llama el pueblo del flanco de la izquierda? —pregunta alguien cuando flojean los gritos.
          —Gettysburg —Responde el oficial.

sábado, 24 de septiembre de 2016

AKDOV EN TARAWA




 Brooklyn, Nueva York, 1993. Sala de curas de un hospital. Una enfermera atiende a un hombre mayor sentado en una camilla. Le cuelgan los pies como a un niño; con la edad encogió.
—…y eso ocurrió en Betio, un islote más pequeño que Central Park. Murieron seis mil hombres en tres días, entre marines y japos… vaya.
El anciano enmudeció al reparar en la tarjeta de identidad de la enfermera asiática que le tomaba la tensión: “Takanawa, Mary”.
—Perdóneme, doctora —musitó avergonzado y se removió en la camilla.
—No se preocupe, Eldon —respondió ella cordial. El paciente se tranquilizó al oír su nombre de pila.
En ese momento irrumpió en la habitación una joven acompañada de un policía. Eldon se removió inquieto.
—¿Estás bien?, ¿sí? —Preguntó la chica al anciano—soy Janis Thompson, la nieta de este hombre— aclaró mirando a la doctora.
—Descuida, cariño. Sólo fue una crisis nerviosa —explicó Eldon.
La preocupación de la joven mudó a enfado.
—¿Te das cuenta del susto que nos has dado? ¡Este poli viene a buscarme a la facultad y me dice que te han encontrado histérico en la puerta de un cine porno! ¡Cuando le vi creí que te habían robado o algo peor!
—Escuche, Janis —intervino la doctora, que ya había terminado el chequeo —voy a darle el alta a su abuelo y necesita tranquilidad —avisó.
—Entiéndalo, doctora, no sabe el disgusto que tienen mis padres —se excusó la joven— están conduciendo desde New Jersey con el corazón en un puño. Menos mal que yo vivo aquí y saben que no está solo en el hospital.
—Os pido perdón a todos. Era necesario que estuviera hoy en Nueva York —dijo el hombre al incorporarse.
—¿Escapándote de noche como un ladrón? En casa pensaron que dormías hasta que les avisé: ¿imaginas cómo se puso mamá al ver que no dormiste en casa?
Eldon observaba de reojo mientras se ajustaba una descascarillada muleta.
—Disculpe, señorita —volvió a interponerse la enfermera —le ruego que se calme. Todo tiene su explicación.
Janis escrutó a la doctora y al policía; ambos asintieron con tal convicción que la intrigaron, más que serenarla.
—Recomiendo que escuche a su abuelo antes de abroncarlo, Janis: es toda una historia —añadió el policía. Después, se cuadró ante el hombre e hizo un saludo militar. —Semper fideles, Mr. Thompson. Un honor haberle conocido.
Se estrecharon la mano y el agente se retiró.
—No entiendo nada —musitó la chica—, y menos lo que acaba de hacer ese polizonte tan ceremonioso.
—Ustedes pueden hablar en la cafetería del hospital —indicó la doctora— Avisaré en admisión para que envíen allí a sus parientes cuando lleguen.
                   
Al rato, abuelo y nieta comparten barra en la cafetería; sorben dos gigantescos batidos. Codo con codo, sin mirarse, abstraídos con las charlas intrascendentes de banquetas y mesas vecinas. Ninguno se atreve al romper el silencio: ella, porque intuye que el asunto será espinoso; él, porque no tiene idea de cómo empezar. Cuando se acerca la camarera con la cuenta, Janis palpa la chaqueta del abuelo, extrae su cartera del bolsillo interior, la abre, saca unos dólares y paga.
—Invitas tú —dijo ella—, porque casi me da un infarto por tu culpa. Y ahora vas a aclararlo todo. Quizás pueda convencer a papá y mamá de que no te asesinen.
—¿Seguro que deseas saberlo? Quizás te resulte desagradable.
Janis gira la banqueta cruzándose de brazos, encarando al hombre.
—Tienes una hora hasta que lleguen.
—Está bien, querida. Antes de devolverme la cartera, ábrela y busca tras la foto de la familia.
La joven obedeció y encontró un ajado parche de tela: un rombo rojo bordado con una estrella blanca de cinco puntas y la cabeza de un indio en su interior.
—¿Qué es?, ¿una insignia?
—Primer batallón, sexto regimiento de la segunda división de marines —puntualizó el abuelo.
—¿Participaste en la Segunda Guerra Mundial? Nunca hablaste de ello; ni mamá, ni papá…
—Claro, me disgusta recordar y ellos lo saben. Tuve los nervios rotos durante años. Ahora lo llaman: “trastorno de estrés postnosequé”.
—Me dejas de piedra. Pensaba que tu cojera te libró del ejército.
—Cariño: mi pierna no me libró de la guerra: por la guerra la tengo así.
—¿Tiene que ver con tu crisis de hoy? —preguntó ella sopesando la tela en su mano.
—Claro.
—Pero en un cine porno de barrio no dan películas de guerra. Y ahí te encontró la policía.
—Me vas a disculpar, preciosa, mejor empiezo con algún apunte biográfico ¿me perdonas por contarte mi vida?
Janis sonrió y arropó la mano de él con las suyas.
—Bueno, mientras no empieces desde muy atrás…
—Ya sabes que me crie en Montana. Tras el ataque a Pearl Harbor me alisté en los marines; aparte de por defender a mi país, soñaba con ver el mar. Siempre creí que podría compararse la inmensa extensión de la pradera con el mar, sólo que en vez de hierba, vería agua; sólo me aproximé, porque el Pacífico es la enormidad absoluta. Todo, hasta la luz, era más intenso, apabullante. Nunca me sentí tan vivo e invencible; al menos, hasta que entramos en combate por primera vez. Hay algo que es preciso saber sobre nosotros: en las películas de Hollywood ves a actores adultos, hombres hechos y derechos representando a marines, y no es cierto; en realidad casi todos teníamos entre diecisiete y diecinueve años. Nuestro bautismo de fuego fue en la mañana del veinte de noviembre de mil novecientos cuarenta y tres, durante el asalto a la isla de Betio, en el atolón de Tarawa.
—¿Y eso está…? —preguntó Janis.
—Islas Gilbert, en el Pacífico central. Hacia el oeste. En medio de la nada.
—Ya ubico el lugar… más o menos. Continúa, por favor.
—Betio no era gran cosa: una milla de largo por media de ancho; terreno llano, arena y palmeras. Se abarca de un vistazo. El plan era sencillo: la armada bombardea hasta dejarla como la superficie de la luna, y luego nosotros desembarcamos para plantar la bandera y posar para la foto. Esa era la idea y fue un grave error. El bombardeo apenas hizo mella, porque los japos construyeron búnkeres por todas partes; y en ellos nos esperaban los cabrones del Tokubetsu Rikusentai.
—¿Qué cabrones dices, abuelo? —preguntó la joven.
—Perdona la palabrota, me refiero a la infantería de marina japonesa: éramos marines contra marines… a media milla de la costa había arrecifes cuya profundidad calcularon mal los de inteligencia. Teníamos unos cuantos tractores anfibios, parecidos a tanques, que con las cadenas podían pasar por encima; pero nuestras lanchas, donde íbamos la mayoría, no tenían calado suficiente para superarlos…
…nada más subir a los botes todo fue a peor: no hubo coordinación en el asalto a las distintas playas asignadas y, tan pronto cesó el bombardeo, los japos salieron de sus madrigueras y respondieron con sus cañones; entonces vimos los primeros transportes volar en pedazos. Semanas antes, nos despedía mamá en la estación y hoy compartes lancha con los restos de un amigo que acaba de ser decapitado por la metralla. Eso marca a cualquiera. No nos entrenaron para asumir que cada amigo que ves con las tripas fuera o cada vida que arrebatas se quedan contigo... …mejor lo dejo aquí, cielo —se excusó el hombre mirando a la muchacha —no tienes porqué escuchar esto.
—Descuida, soldado —dijo Janis sonriendo —recuerda que vivo en Queens: ¿crees que no he visto atrocidades?
—Claro, nena —afirmó él más relajado—. Durante aquel lío, mi lancha encalló en el arrecife y tuvimos que saltar por la borda. Para ganar la playa vadeamos una milla con el agua hasta el pecho. Nos ametrallaban y llovía fuego de mortero, obuses, todo lo que tenían; y nosotros, cargados con el equipo, apenas podíamos movernos caminando por el agua. Algunos se ahogaron sin necesidad de que los matase el enemigo. En tierra sólo se distinguían árboles en llamas y columnas de humo, y desde ese paisaje volaban hacia nosotros los fogonazos de las balas trazadoras. Parecía que caminábamos hacia un monstruo que nos tragaría. Cerca de la costa, el agua era rojiza y flotaban cuerpos y trozos de gente. Casi nadie logró llegar en la primera oleada. En mi vida pasé tanto miedo…
…en la playa sólo podíamos pegar la cara al suelo y arrastrarnos sin tener claro dónde estábamos ni dónde había que ir. Algunos chicos estaban paralizados, idos. Casi todos los oficiales habían muerto y las radios estaban inutilizadas por el agua salada, así que carecíamos de órdenes claras. Recuerdo esos momentos como una mezcla perfecta de terror y confusión. Y entonces apareció el marine Wood, un veterano.
—¿Y él es…?
—Quien vine a buscar aquí cincuenta años después.
—Sigue, por favor, empiezo a entender.
—En batalla te salva la vida alguien que tome decisiones y te haga seguirlo. Puede equivocarse, pero te ofrece una oportunidad. Los indecisos mueren. Wood se unió a nuestro grupo, se hizo responsable y nos sacó de la playa hasta un terraplén. Se mostraba centrado bajo el fuego, con la tensión justa y el miedo asumido, seguro de sí mismo a pesar de tener de nuestra edad. Su cara era muy agradable, simpática, con ojos traviesos. Se había dejado un bigotito como el de Errol Flynn, ese bigote afilado que al bueno le hace parecer simpático y al malo le da un toque de crueldad…
…tras resguardar a mi grupo, el tipo se aventuró entre los disparos para recoger a más gente. No pude preguntar su nombre ni darle las gracias. No es que la isla tuviera zonas seguras; podías estar al lado de un fortín camuflado y cualquier hijo de puta sólo tenía que asomar el fusil por la tronera y dispararte a quemarropa. No obstante, aquel chico alargó la vida de algunos, y otros hasta sobrevivimos…
…hacia el mediodía consolidamos la cabeza de playa y nos adentramos unas yardas tierra adentro. Un grupo y yo limpiamos un nido de ametralladoras y no atrincheramos en él cuando Wood saltó al agujero; traía cervezas guardadas en su camisa. Saludó a sus conocidos y se me presentó ofreciéndome una botella: “Hola, soy Edward Wood jr., toma un trago”. A pesar de que hacía un calor de mil demonios, reconozco que me quedé helado. Parecía que ese tipo estaba de picnic ¡y encima era cerveza japonesa! “Eldon Thompson, de Broadview, Montana” fue lo único que acerté a decir, sin dejar de mirar a la botella. Al ver mi cara de asombro me palmeó la espalda y dijo: “cerveza Kiri, vaquero, dulcecita, la guardaban ahí atrás, enterrada en la arena”.
—Curioso tipo, abuelo —dedujo Janis.
—Y eso fue el principio. Al abrirse la camisa para repartir las botellas vi su pecho rodeado por un vendaje rojo, como si viniera herido, hasta que me fijé bien y ¡era un sujetador!
—¿Cómo? —exclamó Janis con los ojos muy abiertos.
—Un sostén de encaje. Y cuando Wood se largó reptando distinguí más tela roja por un roto de sus pantalones, a la altura del trasero; supuse que tampoco sería una venda.
—¿Unas, unas bragas? —preguntó la joven sin contener la risa.
—Justo eso comenté a los chicos, y así era. “¿A ese tipo qué le pasa?, ¿se ha vuelto loco?” pregunté, y un compañero aclaró: “para nada, es un hombre estupendo y muy mujeriego, sólo que es fetichista”. “¿Fetichista?, nunca escuché esa palabra”, les dije, “¿lleva ropa interior de chica y decís que no es un rarito?”. Y comenzaron a narrar sus hazañas en Guadalcanal, cómo lo apreciaban todos y que los mandos hacían la vista gorda con esa costumbre. También contaron que peleaba como un bestia, pues le daba pánico que los japoneses lo apresaran y descubrieran su secretillo al registrarlo…
… me sentí como un idiota después de escuchar esas historias. A lo mejor eso era normal entre los yanquis del este, tan sofisticados, y yo sólo era un paleto criado entre caballos, que sabía diferenciar un mustang de un appaloosa, pero no un sarasa de un fetichista…
…al atardecer ya habíamos conquistado la mitad de la isla y disfrutamos de un rato de calma. Me ordenaron buscar una camilla y embarcar heridos en los transportes. Con el calor y la humedad los cuerpos se descomponían muy rápido y tuve que partir en dos un cigarrillo para meterme los trozos en la nariz. Me tocó de compañero un tipo que se había colocado la máscara de gas. Al verme, se la apartó un momento de la cara y me saludó: se trataba de Wood. Era reconfortante verlo bromeando con los heridos mientras los cargábamos. Nos tomamos un descanso en un espigón que habían construido los japos y que ofrecía relativa cobertura. Fumamos y charlamos...
…”Supongo, Montana, que te gustarán las películas del oeste”, afirmó. “Claro, ¿a quién no?”, respondí. Y comenzamos a charlar sobre cine. Parece ser que le regalaron una cámara de niño y desde entonces su sueño era ser el segundo mejor director de la historia. “El primero es Orson Welles”, admitía. Y luego alabó durante un rato “Ciudadano Kane” y aseguró que al terminar la guerra dirigiría una película casi tan buena y que podrían verla gratis todos los marines. Y que dudaba si usar como nombre artístico el suyo propio o “Akdov”, vodka al revés. Le prometí que iría a verla; y siempre cumplo mis promesas…
…La mañana siguiente nos encontramos por última vez. Él volvía a ejercer de camillero, y el marine que transportaba con esquirlas de proyectil en la pierna era yo. Me dolía horrores y él sonrió para animarme, mostrándome su boca destrozada. “¿En qué lío te has metido, Eddie? ¿Y tus dientes?”, pregunté. “Me los voló un japo de un culatazo antes de que lo despachara. Consuélate: tú sigues teniendo una bonita sonrisa”, fue su respuesta…
…desde el barco hospital me repatriaron y perdí el contacto con Wood. En alguna reunión de veteranos, años después, me enteré que había ganado una estrella de plata y otra de bronce al valor en combate, que fue herido de gravedad y terminó la guerra de oficinista; y luego se lo tragó la tierra…
…como New Jersey está aquí al lado, me pasé cuarenta años buscando su nombre en las carteleras cinematográficas de la prensa neoyorkina, y nada. Me extrañaba: alguien con su encanto personal y agallas tenía que lograr su sueño de una forma u otra. Más que por rendir visita en su gran estreno, deseaba volver a verlo para estrechar su mano, darle las gracias por la ayuda que prestó a este marine inexperto y mostrarle las fotos de mi familia, que quizás no hubiera existido de no haber sido por él…
…en los años setenta alguien me llamó para decirme que Wood había fallecido y perdí la esperanza de cumplir mi promesa. Seguía ojeando los estrenos en el periódico más por hábito que por otra cosa, hasta que hace dos días descubrí que en un cine de mala muerte reestrenaban una película dirigida por un tal “Akdov”. No me lo pensé y salí disparado a Nueva York…
…temí lo peor al llegar a esa la zona de la ciudad y contemplar el miserable aspecto del cine. Se trataba de un reestreno de películas verdes. La sala estaba casi vacía, parecía una proyección privada, sólo para mí. La película, patética, la dirigía él y también actuaba. Aparecía avejentado, gordo, grotesco, acabado, en el papel de un putero que persigue en calzoncillos a unas mujeres repugnantes. Se me partió el corazón al descubrir a qué se había reducido su hermoso sueño. Supongo que también me asaltaron los recuerdos de Betio que aún andaban emboscados y perdí el control. Lo demás ya lo sabes.
 —Abuelo, eres grande —Janis lo abrazó conmovida —y no te entristezcas, porque sí consiguió ser alguien recordado.
Eldon entrecerró los ojos, escéptico.
—Querida, te recuerdo que soy bastante inteligente. Si me vas a consolar con poesía o metafísica ahórratelo, por favor.
—Yo conozco a tu amigo y alcanzó la fama. Hace poco publicaron un bestseller sobre cine y él fue elegido como el peor director de la historia.
—¿Bromeas?
—No. Sus obras sin pies ni cabeza y plagadas de fallos se ven en las filmotecas. Es un personaje muy querido. Rescató a Bela Lugosi del olvido para rodar unas películas de ciencia ficción tan malísimas como encantadoras. Incluso en Hollywood preparan un film sobre su vida. Así que tranquilo, abuelo: tu amigo Ed Wood logró la fama y será siempre recordado. Es un director de culto.
—Bueno —dijo Eldon estirándose —quizás no es exactamente la manera en la que él deseaba pasar a la posteridad; aunque, conociéndole, seguro que existe un cielo de lencería de encaje y desde allí lo estará disfrutando.
Un carraspeo amenazante desvió la atención de abuelo y nieta. Ante ellos, un matrimonio maduro con los brazos en jarra y caras de pocos amigos.
—Padre, ya estamos aquí —gruñó el hombre —¿Acaso te has vuelto…?
—Silencio, por favor —interrumpió Janis —os recomiendo que escuchéis al abuelo antes de abroncarlo: es toda una historia.


viernes, 16 de septiembre de 2016

Мясо. (Myaso). CARNE

¡Ahí va otro relato!






Мясо. (Myaso).
Carne

I.
En mil seiscientos uno, siendo zar Boris Fiódorovich Godunov, la Parca hizo de Rusia su hogar. Era la época que luego se llamó “pequeña edad del hielo”, cuando gélidos estíos tornaron yermos los campos antaño feraces. Para agravar los efectos de la hambruna, las epidemias y las continuas guerras, los siervos permanecían atados por ley al territorio de su señor y no podían emigrar, por lo que algunos cayeron en el canibalismo allí donde la escasez de alimento era más atroz.
El jinete no se extrañó al encontrar a un famélico grupo de mujiks troceando un cadáver junto a la vereda. Se acercó a ellos sin temor, con lástima; no eran depredadores, sino carroñeros a su pesar. Los vasallos retrocedieron avergonzados. Sus miradas opacas llenaron al hombre de tristeza. Sin desmontar les lanzó la cecina y el pan que le quedaban y preguntó cómo llegar a la casa de su señor para solicitar hospitalidad, pues se acercaba el ocaso y no eran seguros los caminos. Los siervos, agradecidos por tales manjares, señalaron al viajero la dirección en que se levantaba la isba del amo, Vladimir Chertkov, y a la vez le advirtieron sobre su tenebroso pasado; había servido en la guardia de Iván IV el Terrible, los oprichnickis, participando en cientos de matanzas hasta su postrera caída en desgracia, cuando la vesania del zar le mostraba traidores allá donde mirase. A pesar de ello, Chertkov renovaba cada noche sus votos de fidelidad encendiendo velas ante un icono del soberano:
“Juro ser fiel al zar y a su imperio, al zarévich y a la zarina, y revelar todo lo que sé o pueda saber sobre cualquier maquinación urdida contra ellos.
Juro renegar de mi linaje y olvidar a mi padre y a mi madre.
Juro asimismo no comer ni beber con la gente de la ziemschina ni tener contacto con ellos.
En fe de lo cual beso la cruz”.

II.
El extranjero repasó su plan mientras cabalgaba las pocas verstas que lo separaban de la cabaña del hombre al que pensaba asesinar. Los miembros de la pequeña nobleza provinciana, de natural desconfiado, siempre se tornaban hospitalarios con él si se hacía pasar por un gentilhombre originario de alguna provincia de la oprichnina, ya que así despejaba cualquier sospecha sobre un origen boyardo o livonio.
Hasta el momento siempre había encontrado la ocasión perfecta para hundir el cuchillo en la garganta de su víctima y huir. Normalmente atacaba tras una buena cena, cuando todo el mundo dormía excepto el anfitrión y él, y ambos se relajaban al amor de la chimenea contándose historias frente a una botella de licor. En otras incursiones menos afortunadas (muy a su pesar) también se vio forzado a llevarse por delante algún familiar o sirviente; pero la deuda de sangre contraída treinta años atrás, cuando él era niño, constituía la estrella polar de su vida, más allá de cualquier conmiseración con los inocentes que se interponían en su camino.
Al fin encontró al viejo Chertkov dormitando en una mecedora en la puerta de la isba. El extranjero desmontó, entregó las riendas a un siervo y se presentó con la identidad que pensó apropiada para la ocasión. El amo se desperezó ante el recién llegado e hizo lo propio. Se conservaba muy bien para rozar los sesenta años. Sonreía; no obstante sus ojos almendrados denotaban un origen tártaro y carácter sanguíneo e intemperante, quizás propenso a la brutalidad. Lucía perfectamente rasurado y su ropa negra de montar, semejante al uniforme oprichnick, mostraba sin disimulo su pasado; no como otras víctimas del visitante que lo disimulaban con la indumentaria boyarda: largas barbas, altos gorros de marta y abrigos de brocado hasta los tobillos.
Tras desearse parabienes, el amo empujó al extranjero hacia un grupo de lacayos.
—Prendedle y traedlo dentro— ordenó.
Los siervos arrastraron al viajero dentro de la casa. Eran débiles y esqueléticos, pero demasiados para resistirse. Después lo ataron a un taburete. No disfrutaban con ello y al salir le dirigieron una mirada a modo de disculpa. A Chertkov se le desdibujó la sonrisa cuando notó la compasión de sus siervos.
—¿Pretendías devorar a un oso con tus fauces de ratón? —Tronó al prisionero— Reconocí el caballo, necio. Cambiaste los arreos y la silla, pero no el animal. Fue un regalo mío a su dueño, que era mi amigo. La casualidad ha sido tu perdición. No eres el primero que viene a matarme. Podrías ser mi hijo, así que deduzco que siendo tú niño quizás hice empalar a tu sediciosa familia o decapité a algún ascendiente tuyo en combate. ¿Cierto?
—No permitiré que te envanezcas con mi respuesta. Sólo has de recordar mi nombre: Konstantin Pozharski—repuso altivo el prisionero mientras le escupía.
—¿Pozharski? — El oprichnick se limpió la cara con la manga de la camisa y rio—. Ese apellido significa “incendio”. Seguro que te lo cambiaste porque los tuyos acabaron quemados. —Señaló a la pared sobre la chimenea. Un knut de seis colas colgaba junto al retrato iluminado del zar. Las tiras finalizaban en unos pequeños ganchos metálicos que refulgían con la luz de las velas del icono—. A mis siervos los azoto con esa belleza; puedo flagelarte hasta desollar la carne sobre tus costillas y me dirás lo que quiero saber.
—Mi espalda ya conoce el mordisco del látigo. —Konstantin sonrió relajado—. Acepto mi destino. Eliminé a tantos oprichnikis como Dios me permitió. Yo sabía que era imposible mataros a todos: la sal esparcida en el suelo evita que cuaje la nieve en la entrada de casa, pero sería ingenuo aspirar a cubrir la inabarcable estepa. Presentía que un detalle insignificante como el de ese maldito caballo precipitaría mi final. Dejo este mundo en paz. Haz lo que tengas que hacer, que yo ya cumplí mi destino.
—Eres valiente, Kostia. Veo en tus ojos que soportarías el knut y has demostrado que no mereces irte de este mundo como un mujik —Se sentó frente a él. De no estar atado hubiera parecido una conversación cualquiera—¿Crees en los milagros, en el poder de los santos? ¿Eres un buen cristiano ortodoxo? ¿Un perro judío? ¿O acaso eres de esos católicos que se santiguan al revés? Nuestro padre el zar Iván Basilievich era muy religioso y quizás por ello perdiese la razón y disolvió la oprichnina. Yo le perdoné, pobre enfermo amargado, pero Dios vio con malos ojos las acciones de los oprichnikis y nos maldijo. El día de mi regreso al hogar salieron a recibirme mis padres, mi mujer y mis hijos. Abracé y cubrí de besos a mi familia y casi al momento comenzaron a marchitarse y a caer muertos a mis pies. Escucha: he firmado un libelo de repudio contra la humanidad y contra Dios. Yo creo en el averno; soy uno de sus oscuros santos y te mostraré mis estigmas.
Se quitó los guantes y le mostró los tatuajes de sus palmas. Primero la izquierda, con un perro fiel para proteger al zar y morder los tobillos de sus enemigos. Después la derecha, con una escoba para barrerlos. Posó sus manos en las sienes de Konstantin, suavemente, como un pope bendiciendo. El prisionero no se resistió. Primero sintió unos lacerantes pinchazos en la cabeza, como si hubiera comido nieve, luego se desmayó y expiró. La maldición de uno terminó y la del otro siguió alimentándose.
El amo pidió a un sirviente que trajera las pertenencias del fallecido. Cuando tuvo ante sí todo su equipaje metió la mano en una bolsa y se arañó con una uña corva. “Una zarpa de oso; será un recuerdo”, pensó, la dejó caer al suelo. Sintió que el siervo tras él estiraba el cuello tratando ver y le ordenó:
—Vuelve en una hora, cuando haya registrado todo esto. Avisa a los tuyos y os lleváis el cuerpo, me da igual si lo enterráis u os alimentáis con él, harapientos muertos de hambre.
Cuando salió el lacayo, el asesino volcó el contenido de las alforjas sobre una mesa. Cayeron un pergamino sellado, unos raros pétalos azules y varias piezas de plata que alentaron su codicia. Contó el dinero: dos grivnias. “Hombre de fortuna”, dedujo, “eso hacen ocho rublos, cuatrocientos gramos de plata. Una pequeña fortuna que me hará un gran servicio”. Sonrió al cadáver, se sirvió una copa y brindó hacia él de viva voz:
—Gracias, idiota.
Terminó de beber y registró el cuerpo. Ningún indicio u objeto que revelase su identidad.
—¿Y si ese papelote fuera su testamento? —susurró. —Con un poco de suerte podré averiguar su origen y devolver la visita a su gente.
Se acomodó frente al fuego con el documento, rompió el lacre y lo desenrolló. En él se exponía lo siguiente:

III.

A quien lo lea:
Yo, Konstantin, un alma condenada, he jurado ante Dios Todopoderoso consagrar vida y fortuna a la búsqueda y destrucción de los responsables de la tortura y asesinato de mi familia durante la expedición punitiva a Nóvgorod, mi hogar. Llevando a cabo tamaña venganza ultrajé mis manos con sangre inocente, y por tanto me he transformado en aquello que odio, en un execrable y despiadado asesino, como otro oprichnick entregado ciegamente a una sangrienta cruzada; ya he asumido que jamás veré el Cielo, triunfe o no en mi empresa.
En pocas jornadas arribaré a los dominios de Vladimir Chertkov, uno de los líderes de los perros del zar, la infame tropa satánica; y narraré en estas líneas el extraño peregrinaje que me llevó conocer su paradero, pues me ayudará a conservar la cordura que me queda.
Durante ocho estaciones lo busqué en vano, desde los Urales hasta el lugar donde la aurora boreal arropa con su manto la bóveda celeste, parecía que Chertkov se hubiese ocultado en el erebo y llegué a temer su exilio o fallecimiento antes de recibir su castigo. Cierto día descubrí en el istmo de Carelia un extraño parterre de rosas azules. Nunca fui supersticioso (ni siquiera mojaba con agua las esquinas de la casa recién habitada para satisfacer al espíritu domovoi); no obstante, era tal mi empeño por encontrar al asesino que pedí ayuda a la señora del inframundo, la vieja Baba Yagá Pata Huesuda, pues es sabido que rejuvenece cuando bebe la infusión de los pétalos azules y concede favores a quien se los proporciona.
Para forzar un encuentro con la bruja probé a acechar a sus servidores. Primero al caballero blanco, el que trae el alba, y al sentirse hostigado intentó matarme. Después al jinete negro que trae la noche y, refugiado en ella, me eludió. Finalmente fue el caballero rojo del atardecer quien me abordó, curioso, para saber por qué seguía a sus hermanos. Tras mostrarle las rosas que transportaba en mis alforjas, se comprometió a informar a su ama Baba Yagá sobre un posible trueque. Al poco tenía ante mí a la vieja, suspendida en el aire dentro de su gran almirez. Intercambiamos las flores por la información que precisaba sobre Vladimir Chertkov. Y quedó tan contenta con su adquisición que me regaló una de sus ponzoñosas garras de obsidiana, y cantó mientras se alejaba que basta un pequeño arañazo para que la víctima se suma en un trance de muerte aparente, pero conservando la mente lúcida y consciente del tormento al ser enterrado vivo. Y repitió su repulsiva canción hasta que su almirez volador se desdibujó en la línea del horizonte. Que Dios me perdone por lo que voy a hacer una vez más.

K.

El oprichnick dejó caer el documento, reparó en el rasguño de su mano, flaquearon sus piernas y se derrumbó en el suelo incapaz de moverse. Vio entrar a los mujiks con hachas y cuchillos para el despiece de las reses y escuchó su regocijo por hallar el doble de carne de la prometida.


Y Vladimir Visarionovich Chertkov, por vez primera en su vida, sintió miedo.