天狗。(Karasu tengu).
“Este
hombre parece cianótico, como un ahogado”, fue el primer pensamiento de Takeda
al reanimarse y atisbar una borrosa cara azul que lo vigilaba. Mientras se
frotaba los ojos para aclarar la visión, cayó en la cuenta de que debería estar
muerto.
—¿Es
usted médico?, ¿me administró un antídoto? —Preguntó—¿cómo supo que yo
intentaba…?
—No
soy médico —zanjó el aparecido.
Aquella
voz tenía algo sobrenatural: agradable y eufónica, aunque a la vez chillona y
rota como un graznido. Poseía cierta semejanza con la de un niño que imita
burlón el habla de un anciano. El intrigado doctor se incorporó frente al
visitante y frunció el ceño para enfocar mejor la vista. Lo primero que
distinguió con claridad fueron unos chispeantes ojos ambarinos. El fulgor de
aquella mirada lo cautivó de tal forma que tardó en percatarse de cierta
rareza: un tercer párpado de movimiento horizontal. “¿Una membrana nictitante?
¡Parpadea como las aves!”, dedujo receloso cuando la lógica rompió la
ensoñación.
—Takeda-san:
he de presentarme. No te asustes —avisó el aparecido mientras se ponía en pie.
Ante
el hombre arrodillado se alzó un ser antropomorfo de dos metros de alto,
cubierto de iridiscentes plumas azul marino, con cabeza de cuervo, garras en
vez de manos y un par de alas plegadas a su espalda. Lucía la indumentaria de
los monjes guerreros de la montaña e iba armado con katana y wakizashi.
—¡Eres
un tengu! ¡N-no puede ser! —balbuceó el doctor.
—Para
ser exactos soy un karasu tengu, el cuervo; o, si lo prefieres, un koppa tengu,
el mensajero. Vengo a transmitirte una proposición de mi amo, el gran tengu del
monte Yamabushi… ¿te importaría atender mientras hablo?
Aunque
era consciente de su presencia, Takeda hacía caso omiso y se palpaba el lateral
del cuello en busca del pulso. “Estoy en coma o delirando. Los tengus son seres
mitológicos, soy un científico y no creo en leyendas…” razonaba a modo de
mantra.
El
cuervo se aproximó al humano refunfuñando y lo levantó por las axilas, como a
un bebé, hasta la altura en que pico y nariz se tocaron.
—Estoy más que harto de trabajar con
descreídos. Soy un espléndido ejemplar de karasu tengu y obviamente existo ¿Te
parece que esto lo haría un producto de tu mente?
La
subyugación resultó tranquilizadora para el hombre y terminó por calmarse pasados
unos minutos. Su inicial recelo se tornó en curiosidad y fascinación.
—Disculpa
mi incredulidad, tengu. Soy científico además de médico, y para mí la certeza
es algo muy serio —argumentó Takeda—. Sentémonos, escucharé la propuesta de tu
amo.
Se
acomodaron y el aparecido explicó a Takeda que no lo había curado, pues no era
su cometido; se había limitado a dejar el óbito en suspenso aletargando la
ponzoña en el organismo hasta que hubiese terminado el asunto que venía a
tratar con él. Si el doctor, ejerciendo su libre albedrío, había optado por la
arraigada costumbre japonesa del suicidio, era asunto suyo y nadie le hurtaría
su deseo de morir. Después reveló que el ofrecimiento del gran tengu del monte
Yamabushi consistía en que mediante los poderes arcanos de su mensajero, el
karasu tengu, cumpliría un deseo del humano.
—¿Estando
ya casi muerto? Demasiado tarde —objetó el doctor—. Lo veo fuera de lugar. No acierto a
comprender mi merecimiento de semejante regalo. Es tan… extraño.
—¿Extraño?
No más insólito que conversar conmigo: un ser sobrenatural nacido de un huevo.
—Cierto. Aún así ruego que respondas, tengu
¿Por qué yo?
武田信玄
Takeda Shingen
El
ser desenvainó con ambas manos la catana y el wakizashi y, en lo que dura un
parpadeo, realizó seis cortes en el suelo justo frente al humano; los tajos
formaban la figura de un rombo con un aspa en su interior que lo dividía a su
vez en otros cuatro rombos iguales: el símbolo heráldico del clan Takeda.
—Ahí
tienes la respuesta: por tu linaje, doctor, por tu linaje —apostilló mientras
enfundaba las espadas.
Takeda
parecía ofuscado por la revelación, y el tengu dedujo con acierto que el
silencio del hombre obedecía a un repaso mental de los ancestros que atinaba a
recordar.
—Lo
lamento, pero debe tratarse de un error —dictaminó el doctor—. Mi apellido es
bastante común; sin olvidar que a lo largo de la historia eran frecuentes los
cambios de nombre o adopciones.
—Te
equivocas —refutó el tengu—. A pesar de que no te asemejas a tus belicosos
antepasados, estás emparentado con el señor de la guerra Takeda Shingen, con
los jefes del clan Minamoto que lucharon en las guerras Genpei, y así hasta
remontarnos mil doscientos años al emperador Seiwa. Moribundo e ignorante
hombrecito: por tus venas corre sangre regia. Y ahora deja de hacerme perder mi
valioso tiempo y pide de una vez tu deseo.
El
humano se sintió apremiado por las últimas palabras del tengu y reaccionó con
inusual hosquedad:
—¡Entonces
devuelve a Keiko a la vida, cuervo! Me da igual morir si ella sobrevive.
El
tengu rio y dijo:
—No
me obligues a mortificarte, saco de gusanos. ¿Tan importante te crees? Ni
siquiera el dios Izanagi pudo rescatar a su esposa del infierno después de que
ella probase el alimento del mundo de los muertos. Tu querida Keiko lo comió
hace tiempo y ya es parte de la tierra de Yomi; pero no sufras por ella; cuando
acabe mi cometido terminarás de morir, y allí os pudriréis juntos eternamente.
Sugestiva estampa ¿verdad?
—Entonces
esta desagradable conversación carece de sentido —concluyó Takeda—. No se me
ocurre nada que pedirte. Rechazo tu regalo y te pido que te vayas y me dejes
morir.
—Como
quieras. No estás obligado a aceptar. Expirarás en cuando abanique de nuevo tu
rostro con mi tessen. Sólo aclárame algo antes de hacerlo: eres el único humano
con el que he tratado que no ha pedido nada. ¿Ni siquiera clamas venganza
contra los que mataron a tu esposa o a tu hijo?
Takeda
suspiró y señaló un arcón a la derecha del tengu.
—Ahí
guardamos los efectos personales de Ichiro, mi hijo. Lo primero que encontrarás
al abrirlo es la portada un periódico de mil novecientos treinta y siete donde
se glosa otra gran victoria de nuestro invencible ejército. Léela.
El
tengu obedeció y al poco tenía ante sí la primera plana de una gaceta de Tokio.
La página mostraba la fotografía de una fila de prisioneros chinos arrodillados
con la cabeza gacha y las manos atadas a la espalda. En pie, tras ellos, dos
sonrientes oficiales japoneses con las katanas desenvainadas, prestos para
ejecutarles. El titular y el pie de foto narraban con el estilo de una
desenfadada crónica deportiva la amistosa competición de decapitaciones que
enzarzaba a ambos jóvenes.
—Yanagawa,
ciento trece; Takeda, ciento veinte —leyó el tengu—. El de la derecha es tu
hijo ¿verdad?
—En
efecto. Servía en el décimo ejército y participó en la toma de Nanjing, y los
que van a ser asesinados son civiles indefensos. Ichiro había vuelto a casa de
permiso y durante la cena nos mostró esa repugnante publicación como si fuese
una medalla. Keiko enmudeció mientras yo le decía: “Hijo mío ¿acaso no te he
enseñado nada?, ¿compasión con los débiles? ¿No recuerdas cuando me asistías
pasando consulta en el barrio de los burakumin, los parias del Japón?, ¿no aprendiste
nada del contacto con personas humildes que una sociedad injusta margina hasta
el extremo de considerarlas inferiores?”, y él respondió: “Por supuesto que sí,
padre. ¿Cómo olvidar que los atendías gratis en tu tiempo libre a pesar de las
murmuraciones de tus colegas? Me enseñaste que los buraku son gente como
nosotros, que es inmoral segregar a nadie y que todas las personas somos
iguales. Y también aprendí a ser valiente para hacer lo correcto… pero padre,
un buraku, al fin y al cabo, siempre será japonés, mientras que los chinos no
son seres humanos; son animales y se les puede sacrificar como a cerdos. Y has
de saber que me inspiró tu valentía ante el cumplimiento del deber y, venciendo
mi repugnancia ante esa sucia especie, autoricé a la tropa a desahogarse
sexualmente con algunas hembras chinas. Todo sea para conservar intacta la
moral de unos héroes que llevan muchos meses lejos de casa”.
Takeda
ahogó un sollozo, observó con tristeza la foto de Ichiro junto al altar y
prosiguió:
—La
única frase que surgió de mi boca ante semejante aberración fue: “¿Violaciones?
No hablarás en serio” y él, mi hijo, reposadamente, mientras cargaba su pipa de
tabaco, replicó: “Es un sacrificio necesario para que mis soldados no extrañen
sus hogares. Les ordeno distribuirse en grupos de cuarenta hombres por
prisionera y que la maten al terminar. Algunas veces las mutilaban y las
dejaban vivir, pero terminé con esa peligrosa costumbre y yo mismo ejecutaba a
la hembra de cerdo; mejor evitar embarazos de mestizos que contaminen nuestra
raza”.
Takeda
le pidió al tengu la página, se acercó al altar y la quemó junto con unas varas
de incienso. Se volvió hacia él y exclamó:
—¿Venganza?
Jamás. Y no porque yo sea buena persona. Estoy tan lleno de odio como de
tristeza. ¡Odio a los aviadores americanos que abrasaron a mi familia y odio a
los políticos, militares y profesores japoneses que, según se hacía hombre,
transformaron a mi niño en un monstruo! Lavaron el cerebro de mi hijo y sus
padres no reparamos en ello. Ichiro se jactó ante mí de que el ejército japonés
lleva casi diez años bombardeando civiles en las ciudades chinas ¡Utilizan
bombas incendiarias e incluso gas venenoso! Un muchacho sensible y humanitario
se transformó en un ser que encontraba normal esa conducta abominable: ¿en qué
se ha convertido el pueblo japonés? ¡Nos hemos rebajado a la indigencia moral
de los nazis o de los comunistas y sus malditos genocidios! Por esos execrables
motivos me faltan el derecho o el deseo de clamar venganza, porque recogemos la
cosecha de dolor que sembramos hace tiempo; desde el instante en que entregamos
nuestros hijos al Estado para que los educase en el pensamiento único. ¿Cómo
puedo albergar animadversión contra el partisano chino que mató a mi hijo… mi
hijo… —el hombre sollozó unos instantes, se recompuso y continuó—… sabiendo que
cuando nuestra gloriosa infantería asalta una aldea, cavan enormes hoyos y
arrojan dentro a familias enteras para enterrarlas vivas? ¿Acaso nos merecemos
una pizca de conmiseración por parte del enemigo? Las respectivas masacres no
se justifican entre sí; me alegro de abandonar un mundo que ha caído en este
sinsentido.
—Los
tiempos han cambiado para mal, Takeda-san —añadió el tengu—. Si te sirve de
consuelo, te explicaré algo: los tengus nunca luchamos en las batallas. Nuestra
misión consiste en introducirnos en la mente de los guerreros y aconsejarlos
por medio de corazonadas. Por desgracia, esta infortunada guerra es diferente a
las anteriores y casi todos los soldados desoyen nuestra invisible inspiración.
Son como aquellos samuráis poseídos por el espíritu de las espadas forjadas por
Muramachi, que terminaban por enloquecer y les embargaba una irracional ansia
de sangre. Ichiro fue otra víctima más de esa locura. Suelen acabar así
aquellos que recurren al atajo mental del fanatismo: dejan de lado el sentido
común y su humanidad.
—Agradezco
tus palabras, tengu; no me consuelan, aunque al menos he podido aliviarme
contigo. Hasta ahora sólo le confiaba a Keiko cómo me sentía…
—Tengo
una idea —interrumpió el tengu.
Se
cubrió los ojos con una garra y posó la otra sobre el hombro de Takeda.
—Ya
que los militares son insensibles a la percepción que aportamos quizás tú,
médico, guerrero en la batalla perdida contra la muerte, seas más receptivo.
Relájate.
Takeda
obedeció y al momento cayó en un breve y clarividente trance en el que su
criterio se centró en lo que era de verdad importante, en aquel pensamiento que
subyacía en su mente soterrado por el dolor. Se vio sobrevolando una laboriosa
ciudad de parques ornamentados por árboles ginkgo; enormes, preciosos,
antiquísimos: sagrados. Es una época contemporánea, ve muchos soldados por la
calle. Lo chocante es que no hay secuelas perceptibles de ataques americanos y
la ciudad está intacta. El doctor remonta el vuelo y gana altura. Ahora vuela
junto a un enorme avión plateado que abre las puertas de su bodega y lanza una
sola bomba. El artefacto detona a medio quilómetro del suelo; una rara
explosión muda. Su luz cegadora funde edificios y personas y una pavorosa onda
expansiva arranca las casas de los cimientos; es la misma destrucción de Tokio,
pero en una milmillonésima de segundo. La ciudad desaparece, absorbida por una
nube de colores cambiantes en forma de hongo.
El
doctor se reanimó con una cabezada.
—¡Hiroshima!
—Agarra al tengu por el cinturón— ¡Era cierto el rumor! Ahora entiendo la razón
por la que hasta hoy no bombardearon aquí, en Kokura, aunque tenemos un enorme
arsenal. Están probando un arma devastadora y necesitan una población intocada
para apreciar mejor los efectos, como en Hiroshima. Nuestra destrucción es un
experimento; somos como las ratas de mi laboratorio.
—Bien
inferido, humano —felicitó el tengu.
En ese momento se percibió el lejano ronroneo
de los motores de un avión que sobrevolaba la ciudad.
—Ya
vienen, ¿verdad? —preguntó Takeda.
—Este
primero es un aparato de reconocimiento. El que llegará tras él transporta una
sola bomba con el poder de evaporar Kokura de la superficie de la tierra. Han
aprendido a dominar la energía que hace lucir el sol, y la van a utilizar.
—También
noté algo que no conseguí enfocar en mi mente, algo relacionado con un hombre
gordo —añadió el doctor.
—¡Muy
bien! Es el nombre con que bautizaron la bomba. Por tanto, humano, con tu recién
adquirido conocimiento: ¿ deseas ahora que haga algo por ti?
—Protege
la ciudad, tengu. Me es indiferente cómo, pero sálvala —rogó Takeda.
—Sea
pues. He de apresurarme ¿Listo para irte, humano?
—Preparado
—afirmó mientras se tumbaba—. Adiós, tengu. Gracias.
—Adiós,
Takeda-sama. Buen viaje —respondió.
El
tengu abanicó el rostro de Takeda y éste expiró. Parecía dormir en paz. Después
colocó en el altar una varilla de incienso, la encendió con su mirada y la
apagó con un delicado soplido. De la vara comenzó a brotar un humo dulzón,
primero un hilo casi invisible, como de seda, luego cada vez más grueso, como
una fumarola. Milagrosamente no se consumía y del mismo modo la emanación se
hacía cada vez más violenta y densa. Pronto la humareda llenó la habitación y
el tengu abrió puertas y ventanas para que saliera de la casa, hasta que se
formó una enorme columna grisácea. La tupida niebla resultante se estabilizó a
los pocos minutos y encapotó prodigiosamente el cielo sobre la ciudad.
—Ya
está —concluyó el tengu.
Desplegó
sus alas y desapareció.
被爆者。(Hibakusha).
Persona bombardeada.
—Negativo.
El blanco sigue oculto por las nubes.
La
voz del artillero retumbó en los auriculares del mayor Charles Sweenie, piloto
del bombardero B-29 bautizado como Bockscar. Las órdenes eran tajantes: sólo
podían lanzar la bomba si tenían una visual clara de Kokura. Sweenie comenzaba
a preocuparse. Tras un buen rato sobre la ciudad, no aparecía ningún hueco
entre aquella condenada niebla surgida de la nada.
—Recibido,
Kermit —respondió.
¡Era
inaudito! El avión meteorológico que reconoció el blanco una hora antes no
advirtió sobre nubosidad. La misión parecía gafada desde el despegue de la isla
de Tinian. Así pues, el mayor Swennie decidió no seguir tentando a la suerte:
tras sufrir todo tipo de contratiempos y ante la posible aparición de los cazas
japoneses, mejor olvidarse de Kokura y atacar el objetivo secundario.
—Piloto
a tripulación —avisó por megafonía—: viramos rumbo a Nagasaki.
Fin
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