Relato presentado al concurso #historiasdemiedo de Zendalibros e Iberdrola.
“Tú también fuiste niño, Alois. ¿Cuándo te
transformaste en animal? ¿Buscabas parejas jóvenes para pisotearlas sin oír
réplica? ¿Te aterraba tu propia pequeñez y necesitabas su indefensión? Te
encontré muy formal en los viejos daguerrotipos. Casi marcial, con tu uniforme
de funcionario. Luego, al llegar a casa tambaleándote y con la entrepierna
mojada tras mearte encima, golpeabas a Klara y a los pequeños; a quien tocase.
Todo un valiente. Todo un hombre. Presume en la taberna, Alois, presume; cabeza
de familia, saca pecho ante otros borrachos. Mil chupitos de Schnapps. ¿Cuál
era tu favorito, Alois? ¿Solo o con cerveza? ¿Quizás lo prefiere el señor con
una pizca de sangre coagulada de la hebilla de su cinturón? Cómo deseo que no
descanses en paz, borracho. Qué asco me das, Alois Hitler.”
Escritas esas palabras, necesité
parar: ¿Trato de vender al lector una exhibición de: “¡qué profundo soy y qué
bien me enfado!”? Podría salir un relato aseado, pero al no sentirlo en las
entrañas, elegí despedirme de tan molesto personaje. Duerme en paz, Alois.
Levanté las manos del teclado y las
dejé caer sobre las rodillas, exhalé aire como fumando un cigarro invisible y
ojeé el texto de la pantalla, decepcionado. Según repasaba, varié mi postura,
de laxa a tensa, y me sorprendí ceñudo. No era mi noche: sólo tenía medio
empezado un berrinche sobre un tipo que me cae mal.
Me mojé la cara en el lavabo y salí a
la terraza sin secar, para que el frescor nocturno limpiase el embotamiento
mental. Respiré hondo y, desde fuera, observé el raro bodegón que componían el
portátil sobre el escritorio, y la silla vacía de la que acababa de escapar. Un
último vistazo al cielo y volví al interior. Al cerrar la puerta acristalada,
vi al hombre reflejado.
Es asombroso el efecto óptico
producido en el vidrio cuando el exterior está oscuro y el interior iluminado,
ya que pierde su transparencia y se comporta como un espejo. Me volví
sobresaltado y no había nadie en la sala, pero cuando miraba el cristal ahí seguía
el visitante, sentado ante el reflejo de mi portátil; leía la pantalla y cada
poco me escrutaba confuso. Deduje que al aparecido sólo podía verle reflejado. Asumida
la situación, emplacé una banqueta con el ángulo de visión óptimo para
controlar a la vez el escritorio y, en el reflejo, al hombre, y me senté.
—Tú dirás, Alois —dije. Lo había
reconocido. Sexagenario, cabeza cúbica en la que languidecía escaso pelo,
similar a las cerdas de un cepillo; mofletudo, con la boca oculta tras un
mostacho exageradamente largo, cuyas puntas huían de su cara en ángulo
inverosímil; nariz chata y quebrada; y ojos pequeños, apagados y juntos,
ventanas a su interior primitivo y brutal. Lucía uniforme de funcionario de
aduanas: como una especie de húsar venido a menos.
—Respetado señor, espero no haberle
asustado con nuestra visita —dijo—. Quisiera mostrarle algo, caballero.
En el reflejo del cristal, el espectro
se giró en la silla para mostrar el regazo. En la habitación real todo
permanecía inmutado. Cargaba con un bebé envuelto en una toquilla.
—Este es mi hijo Adolf, la luz de mi
hogar.
Me quedé helado.
—Como puede apreciar, —siguió— no
tiene cuernos ni rabo, ni es satanás. Observe su bracito, señor, ¿acaso ve
usted alguna esvástica? Venimos a presentarle nuestros respetos, porque eligió
hace un instante dejar de mancillar mi memoria y la de esta criatura...
—Vuestra memoria no hay quien la
limpie —respondí— No agradezcas mi silencio. Deduzco que en el lugar donde os
encontráis podéis llegar a sufrir por las emociones de los vivos.
—No exactamente, señor, —corrigió el
ente— nos llega un cierto malestar con las emociones intensas y sinceras. Igual
que nos deleita que los descendientes nos recuerdan con agrado.
—¿Tratas de enternecerme con un bebé
para que escriba humanizándoos? —afirmé, porque no era una pregunta.
El rostro del aparecido se endureció.
—Le recuerdo, señor escritor, que
usted no es inmortal y, Dios quiera que dentro de muchos años, usted estará en
mi estado.
Depositó
al bebé en el asiento, se irguió y abrió los brazos.
—Fíjese en mí: —siguió— soy una
sombra. Parece que hace un minuto paseaba hacia el Gasthaus Stiefler para tomar
mi vino y mi salchicha de todas las mañanas... me dio un colapso... morí... era
mil novecientos tres ¡qué rápido pasa la vida!
—¿Intentas manipularme? —Me encaré con
la ventana— No me veo compartiendo dimensión contigo. Soy un saco de defectos, pero
casi siempre sé reconocer mis errores y perdonar cuando odio; aunque sólo sea
por cuidar de mi salud mental.
—Respetado señor: —la sombra juntó las
manos como si rezara— sepa usted que yo en vida fui una víctima de mis circunstancias.
Decidí dedicarle algo más de tiempo
antes de echarle.
—Tuviste oportunidades de obrar como
un ser humano —dije—. ¿Necesitas una lista? Amantes y esposas: Thelka, Anna,
Franzisca, Klara… Jovencitas, ideales para un jubilado, fáciles de tiranizar.
Hijos reconocidos: Alois, Angela, Gustav, Ida, Otto, Adolf...
—Sí, señor —respondía mirando al
techo, como llevando la cuenta —y luego vinieron Edmund y Paula. ¡Qué vida tan
dura padecí! ¡Desde la granja, abandonado, cuánto luché por salir adelante!
—Oye, Alois: infinidad de nacidos en
entornos miserables salieron adelante.
—Pero, señor: yo era hombre de mi
época...
—Alois y Adolf: es tentador saber que os
puedo dañar con mis palabras, pero no es mi estilo escribir por venganza. Confórmate
con eso.
El espectro desapareció sin dar las
gracias.
Me embargó la ansiedad reprimida; un
pequeño ataque, nada grave, soy enfermo crónico: te haces un ovillo, sueltas
unas lágrimas y lo dejas ir como un acceso de hipo; el miedo siempre termina. Ya
sereno, deduje que, si escribía sobre monstruos, me tocaría conocerlos y sus
fantasmas buscarían mi comprensión. Me esperan unos días de trabajo cojonudos.
“Una
frase más y apago el portátil”. Pensé. Escribí lo siguiente:
A
partir de ahora, elegiré con sumo cuidado mis fantasmas.
Fin
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