sábado, 3 de diciembre de 2016

BORRAR LA PIZARRA (effacer le tableau) 1/8






Esta ficción se basa en hechos reales ocurridos en Rwanda y advierto sobre su lectura poco agradable. La mayoría de las situaciones fueron relatadas en su día por supervivientes y verdugos encarcelados. Las transcripciones de noticiarios de la RTLM son literales. 

 Dedicado a la memoria del capitán Mbaye Diagne, del ejército de Senegal. Valiente entre valientes, salvador de muchos.



1.     

INYANGAMUGAYO (persona digna de confianza)


Noche ruandesa; finales de mayo de 1994. Crímenes en una aldea cerca de la frontera tanzana. El joven recoge su machete del suelo de la cabaña y se perfila en el quicio de la puerta. Al final del camino avizora una fogata y un grupo de milicianos interahangwe festejando. En ese trecho de carretera, casas bajas a ambos lados y perros que mordisquean los despojos de los tutsis que no pudieron huir de la purga. Uno de los verdugos entra en un camión militar y conecta la radio; después sale con botellas y las reparte. La brisa nocturna lleva hasta el chico un rumor de música zaireña: “Souci ya Likinga”, del gran Pépé Kallé. Los asesinos bailan ebrios agitando machetes, hachas e impiris, garrotes erizados de clavos. Sus líderes exhiben Kaláshnikovs y ametrallan el aire: es su brindis; las balas trazadoras, una de cada tres, rayan la oscuridad como meteoros. “¡Poder hutu!”, jalean los ejecutores, y vacían el cargador. Dos perros famélicos disputan por un brazo amputado —algunas víctimas tuvieron el reflejo de cubrirse la cabeza antes del machetazo—. Los perros se gruñen y muestran los dientes para amedrentarse; corcovan con cada salva, aunque no abandonan la carne. 

—Luego dirán los blancos que somos peores que las bestias, y con razón —murmura el joven. 

El chico, adolescente, viste una camisa roja, verde y azul, estampada con dos manos en saludo fraternal: colores y símbolos del poder hutu. Tras él, en la única estancia de la casa, una pila de cuerpos y, atado a una columna, el guiñapo desnudo de una joven. La han penetrado la vagina con una botella rota. Una llama de quinqué proyecta en la pared tremolantes siluetas y funde el perfil de la muerta con las sombras de los otros cadáveres; recién ejecutados, el aire hiede a una mezcla de queroseno y los primeros gases de la descomposición.

—Dese prisa, madame —ruega el chico tras un fugaz vistazo al interior. Parece que le habla a los muertos.

Al fondo, acurrucada, una mujer termina de vestirse con ropa masculina. Un rosetón oscuro en la camisa señala el disparo que mató a su dueño. La cara machacada de la mujer deja entrever que unas horas antes poseía la estilizada belleza amhárica de los tutsi. Se yergue sujetándose el vientre con una mano, recoge del suelo sus bragas manchadas de sangre, las mira y las deja caer con asco. Después se dirige a una ventana en la pared opuesta a la puerta y escruta fuera. Asoma medio cuerpo y vuelve a entrar.

—Ven conmigo, Juvénal. Si te quedas te matarán —ruega al muchacho. 

—Alguien detendrá esto… —responde sin dejar la vigilancia.

—¿Todavía no te has enterado, niño? Los legionarios sólo vinieron a evacuar a los blancos; hasta la ONU ha escapado de aquí. Nos han abandonado, Juvénal, ¿entiendes? los africanos no les importamos. 

El muchacho traga saliva y elude la mirada de la mujer.

—Necesito quedarme, madame. Que Dios nos ayude a los dos. Márchese.


sigue…


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