Dedicado a la memoria del capitán Mbaye Diagne, del ejército de Senegal. Valiente entre valientes, salvador de muchos.
1.
INYANGAMUGAYO (persona digna de confianza)
Noche
ruandesa; finales de mayo de 1994. Crímenes en una aldea cerca de la frontera
tanzana. El joven recoge su machete del suelo de la cabaña y se perfila en el
quicio de la puerta. Al final del camino avizora una fogata y un grupo de
milicianos interahangwe festejando. En ese trecho de carretera, casas bajas a
ambos lados y perros que mordisquean los despojos de los tutsis que no pudieron
huir de la purga. Uno de los verdugos entra en un camión militar y conecta la
radio; después sale con botellas y las reparte. La brisa nocturna lleva hasta
el chico un rumor de música zaireña: “Souci
ya Likinga”, del gran Pépé Kallé. Los asesinos bailan ebrios agitando
machetes, hachas e impiris, garrotes erizados de clavos. Sus líderes exhiben
Kaláshnikovs y ametrallan el aire: es su brindis; las balas trazadoras, una de
cada tres, rayan la oscuridad como meteoros. “¡Poder hutu!”, jalean los
ejecutores, y vacían el cargador. Dos perros famélicos disputan por un brazo amputado
—algunas víctimas tuvieron el reflejo de cubrirse la cabeza antes del
machetazo—. Los perros se gruñen y muestran los dientes para amedrentarse;
corcovan con cada salva, aunque no abandonan la carne.
—Luego
dirán los blancos que somos peores que las bestias, y con razón —murmura el
joven.
El
chico, adolescente, viste una camisa roja, verde y azul, estampada con dos
manos en saludo fraternal: colores y símbolos del poder hutu. Tras él, en la
única estancia de la casa, una pila de cuerpos y, atado a una columna, el
guiñapo desnudo de una joven. La han penetrado la vagina con una botella rota.
Una llama de quinqué proyecta en la pared tremolantes siluetas y funde el
perfil de la muerta con las sombras de los otros cadáveres; recién ejecutados,
el aire hiede a una mezcla de queroseno y los primeros gases de la
descomposición.
—Dese
prisa, madame —ruega el chico tras un fugaz vistazo al interior. Parece que le
habla a los muertos.
Al
fondo, acurrucada, una mujer termina de vestirse con ropa masculina. Un rosetón
oscuro en la camisa señala el disparo que mató a su dueño. La cara machacada de
la mujer deja entrever que unas horas antes poseía la estilizada belleza
amhárica de los tutsi. Se yergue sujetándose el vientre con una mano, recoge
del suelo sus bragas manchadas de sangre, las mira y las deja caer con asco.
Después se dirige a una ventana en la pared opuesta a la puerta y escruta
fuera. Asoma medio cuerpo y vuelve a entrar.
—Ven
conmigo, Juvénal. Si te quedas te matarán —ruega al muchacho.
—Alguien
detendrá esto… —responde sin dejar la vigilancia.
—¿Todavía
no te has enterado, niño? Los legionarios sólo vinieron a evacuar a los
blancos; hasta la ONU ha escapado de aquí. Nos han abandonado, Juvénal,
¿entiendes? los africanos no les importamos.
El
muchacho traga saliva y elude la mirada de la mujer.
—Necesito
quedarme, madame. Que Dios nos ayude a los dos. Márchese.
sigue…
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