domingo, 2 de julio de 2017

BORRAR LA PIZARRA (effacer le tableau) 6/8

ITSEMBABWOKO (genocidio)


El grupo de asesinos recorren un distrito donde las plantaciones de té verdean en escalonadas terrazas. Llegan a la siguiente aldea cuando atardece y se topan con un piquete del ejército. Hay cadáveres a ambos lados de la cuneta y en la jungla, a pocos metros; provienen de un todoterreno con disparos en el parabrisas y chorreones de sangre en las puertas. El ejército no se emplea con la misma saña que los milicianos, y sólo hay agujeros de bala en las víctimas.

Los saludos entre uniformados y milicianos son fraternales, y las botellas cambian de manos. Uno de los soldados exhibe un raro trofeo: una boina azul de la ONU acuchillada. Los políticos occidentales retiraron el contingente de cascos azules a causa de las bajadas en las encuestas que causa la mala prensa: si emiten los medios cómo matan soldados blancos y además salen imágenes, el gobierno pierde popularidad. Antes de embarcar en los aviones de transporte, los militares, algunos llorando, se quitaron las boinas y con sus bayonetas las desgarraron antes de tirarlas sobre la pista del aeropuerto. Los ingenuos debían pensar que, el asesinato de los cascos azules belgas que protegían a la ministra, el mundo entero iba a intervenir. Olvidaron que se trata de África. Ningún gobernante occidental quería otra batalla de Mogadiscio, ni más black hawks derribados ni cadáveres de blancos arrastrados por la calle: eso perjudica en las encuestas de opinión.

—Nosotros evacuamos, querido —informa a Papión el oficial al mando—. Si os quedáis a pasar la noche, en esa choza de ahí tenemos a una puta mujer cucaracha: podéis follárosla si sigue viva y no os da asco.

El grupo se agolpa en la puerta de la casa y, a la luz de un quinqué de petróleo, se distingue una mujer desnuda atada a una columna. Junto a ella se pudre una ordenada pila de cadáveres.

—Estupendo, dejaremos que Juvénal se estrene —malicia Papión—. Seguro que el chaval es tan serio, porque todavía es virgen.

Le presta un machete al chico, y este lo agarra como si estuviera al rojo vivo. Papión se da cuenta y concluye:

—Haz que esté orgulloso de ti, Juvénal. Mátala cuando termines y después quédate de guardia en la puerta. Mientras, nosotros vamos a hacer habitable la iglesia del final de la calle y acamparemos.

El grupo empuja a Juvénal dentro de la casucha y se van.

En cuanto se alejan, Juvénal se acerca a la mujer atada para liberarla. Descubre que ya está muerta. Casi a la vez, siente movimiento bajo la pila de cadáveres. Aparta unos cuerpos y encuentra a una mujer semidesnuda que también ha sido violada y disparada, pero está herida leve; la dieron por muerta. Al ver al muchacho, la mujer gatea hasta una esquina, aterrada.

—Tranquila, madame, no le haré nada. —El chico deposita el machete en el suelo y se arrodilla para estar a su altura—. Me llamo Juvénal Nzeyimana, de Kigali, y me han reclutado a la fuerza.

La mujer es incapaz de hablar, tiembla sin control.

—Créame, se lo suplico. Finjo que soy uno de ellos hasta que se me ocurra algo. Creo que varios de ese grupo mataron a mi familia y tengo que descubrir quiénes son…

Juvénal le acerca una cantimplora a la mujer, ella bebe sin perderlo de vista y se limpia la cara.

—¿Puede andar, madame?

La mujer asiente y se levanta.

El chico recoge su machete y se perfila en el quicio de la puerta. Al final del camino avizora una fogata frente a la iglesia y los paramilitares festejando. ¡Poder hutu!, jalean, y Papión y Léonide, únicos con rango de merecer un arma, disparan al aire.

—Dese prisa, madame —ruega Juvénal a la mujer.

Al fondo, acurrucada, ella termina de vestirse con ropa masculina. Después se dirige a una ventana en la pared opuesta a la entrada y escruta fuera. Asoma medio cuerpo y vuelve a entrar.

—Ven conmigo, Juvénal. Si te quedas te matarán —ruega la mujer al muchacho.

—Alguien detendrá esto… —responde él sin dejar de vigilar.

—¿Todavía no te has enterado? —Solloza ella—. Los legionarios franceses vinieron a evacuar sólo a occidentales; la ONU está huyendo de Ruanda y de Burundi. Nos han abandonado, Juvénal, ¿entiendes?: los africanos no les importamos.

El muchacho traga saliva y elude la mirada de la mujer.

—Necesito quedarme, madame. Que Dios nos ayude a los dos. Márchese.

Al rato se acercan Papión, Léonide y Mwami a relevar al chico de su vigilancia. Lo tratan como un héroe. Léo se queda de vigía en la cabaña mientras los otros dos se llevan a Juvénal camino de la fiesta con el resto del grupo.

—¿Sigue viva esa… cosa? —pregunta Papión.

—La puta ha muerto —presume Juvénal mientras se ciñe el cinturón. Tras su oculta victoria, por primera vez se siente cómodo en su papel.

Mwami le ofrece una cerveza. Ambos asesinos le felicitan y tratan de decidir algún apodo para él: se lo ha ganado.

—Un buen mote es el que tiene que ver con tu oficio o tu carrera —aduce Papión—. ¿Trabajas o estudias?

—Era dependiente en un puesto del mercado— responde Juvénal—. Ahorraré y abriré mi propia frutería cuando acabe todo esto.

—A ver si eres buen vendedor —retó Mwami—: ¿con qué bananas prepararías la mejor cerveza?

—Pues para cocinar sirven mejor las de Kibungo, riquísimas porque los cultivan en un suelo muy fértil; y luego las que vienen del Zaire, del banano ibota, tienen un sabor algo ácido, pero agradable; y para cerveza sirven perfectamente las cultivadas aquí, en la zona rural de Kigali…

Mwami se retrasa un paso y destroza la nuca Juvénal de un machetazo; cae inconsciente y lo remata con otro golpe. Acuden todos los hombres; los siete interahamgwe forman un círculo alrededor del cadáver del muchacho. Ha muerto, era un traidor, pero no mutilan su cuerpo. Al fin se le acabó la suerte, tantas veces puesta a prueba: un buen hutu de la anterior aldea le reconoció del mercado de Kigali y sabía a qué familia pertenecía, se extrañó al verlo con vida y lo delató a Mwami. El mestizo llamó por radio para confirmar la identidad mientras el joven estaba ocupado en la caseta. La respuesta radiada del funcionario de turno fue inequívoca: Juvénal había escapado de la purga, se encontraba en paradero desconocido y era el último superviviente de su linaje.

Los milicianos abandonan el cuerpo y vuelven al camión. Antes de subir, Papión desenfunda su pistola y se la lanza a Mwami.

—Toma, para ti: te la has ganado por tu celo. Si arreglas el cierre es una buena arma.

Mwami se queda tan sorprendido que casi se le cae el premio al barro.

—¡Oh! ¡Browning GP35, como la de los belgas! —atina a exclamar—. Gracias, Papi, no tengo palabras.

La exhibe ante los demás interahamgwe, que la observan fascinados como si fuera la primera vez que la veían. Todos excepto Léo, al que cogió de sorpresa la muerte del chico. No estaba en contra de su eliminación, pero deja un pésimo regusto de boca asesinar a un conocido. Si crías un animal y le otorgas nombre, se crea un vínculo que hace más difícil sacrificarlo; al fin y al cabo, Juvénal era hutu.

—Una pistola algo anticuada: yo prefiero un revólver —argumenta Léo por descontentar al mestizo—. Las armas con tambor no se encasquillan como las automáticas.

Reanudan su patrullaje. Papión enciende la radio y la tercera frase del locutor le hace dar un frenazo. Las noticias son terribles: el FPR tutsi invade el país y el ejército es incapaz de contenerlo. Ahora son ellos, los interahamgwe, quienes tendrán la etiqueta del precio pegada en sus cabezas. Papión hace salir a los hombres, les alinea y les dirige estas palabras:

—Si nos capturan, ya sabéis lo que nos espera. Mañana escapamos al Zaire. ¿Alguna pregunta?



sigue...

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