ITSEMBABWOKO (genocidio)
El
grupo de asesinos recorren un distrito donde las plantaciones de té verdean en
escalonadas terrazas. Llegan a la siguiente aldea cuando atardece y se topan
con un piquete del ejército. Hay cadáveres a ambos lados de la cuneta y en la
jungla, a pocos metros; provienen de un todoterreno con disparos en el
parabrisas y chorreones de sangre en las puertas. El ejército no se emplea con
la misma saña que los milicianos, y sólo hay agujeros de bala en las víctimas.
Los
saludos entre uniformados y milicianos son fraternales, y las botellas cambian
de manos. Uno de los soldados exhibe un raro trofeo: una boina azul de la ONU
acuchillada. Los políticos occidentales retiraron el contingente de cascos
azules a causa de las bajadas en las encuestas que causa la mala prensa: si emiten los medios cómo matan soldados blancos y además salen imágenes, el gobierno pierde
popularidad. Antes de embarcar en los aviones de transporte, los militares,
algunos llorando, se quitaron las boinas y con sus bayonetas las desgarraron
antes de tirarlas sobre la pista del aeropuerto. Los ingenuos debían pensar
que, el asesinato de los cascos azules belgas que protegían a la ministra, el
mundo entero iba a intervenir. Olvidaron que se trata de África. Ningún
gobernante occidental quería otra batalla de Mogadiscio, ni más black hawks
derribados ni cadáveres de blancos arrastrados por la calle: eso perjudica en
las encuestas de opinión.
—Nosotros evacuamos, querido —informa a Papión el oficial al mando—. Si os quedáis a
pasar la noche, en esa choza de ahí tenemos a una puta mujer cucaracha: podéis
follárosla si sigue viva y no os da asco.
El
grupo se agolpa en la puerta de la casa y, a la luz de un quinqué de petróleo,
se distingue una mujer desnuda atada a una columna. Junto a ella se pudre una
ordenada pila de cadáveres.
—Estupendo,
dejaremos que Juvénal se estrene —malicia Papión—. Seguro que el chaval es tan
serio, porque todavía es virgen.
Le
presta un machete al chico, y este lo agarra como si estuviera al rojo vivo.
Papión se da cuenta y concluye:
—Haz
que esté orgulloso de ti, Juvénal. Mátala cuando termines y después quédate de
guardia en la puerta. Mientras, nosotros vamos a hacer habitable la iglesia del
final de la calle y acamparemos.
El
grupo empuja a Juvénal dentro de la casucha y se van.
En
cuanto se alejan, Juvénal se acerca a la mujer atada para liberarla. Descubre
que ya está muerta. Casi a la vez, siente movimiento bajo la pila de cadáveres.
Aparta unos cuerpos y encuentra a una mujer semidesnuda que también ha sido
violada y disparada, pero está herida leve; la dieron por muerta. Al ver al
muchacho, la mujer gatea hasta una esquina, aterrada.
—Tranquila,
madame, no le haré nada. —El chico deposita el machete en el suelo y se
arrodilla para estar a su altura—. Me llamo Juvénal Nzeyimana, de Kigali, y me
han reclutado a la fuerza.
La
mujer es incapaz de hablar, tiembla sin control.
—Créame,
se lo suplico. Finjo que soy uno de ellos hasta que se me ocurra algo. Creo que
varios de ese grupo mataron a mi familia y tengo que descubrir quiénes son…
Juvénal
le acerca una cantimplora a la mujer, ella bebe sin perderlo de vista y se
limpia la cara.
—¿Puede
andar, madame?
La
mujer asiente y se levanta.
El
chico recoge su machete y se perfila en el quicio de la puerta. Al final del
camino avizora una fogata frente a la iglesia y los paramilitares festejando.
¡Poder hutu!, jalean, y Papión y Léonide, únicos con rango de merecer un arma,
disparan al aire.
—Dese
prisa, madame —ruega Juvénal a la mujer.
Al
fondo, acurrucada, ella termina de vestirse con ropa masculina. Después se
dirige a una ventana en la pared opuesta a la entrada y escruta fuera. Asoma
medio cuerpo y vuelve a entrar.
—Ven
conmigo, Juvénal. Si te quedas te matarán —ruega la mujer al muchacho.
—Alguien
detendrá esto… —responde él sin dejar de vigilar.
—¿Todavía
no te has enterado? —Solloza ella—. Los legionarios franceses vinieron a
evacuar sólo a occidentales; la ONU está huyendo de Ruanda y de Burundi. Nos
han abandonado, Juvénal, ¿entiendes?: los africanos no les importamos.
El
muchacho traga saliva y elude la mirada de la mujer.
—Necesito
quedarme, madame. Que Dios nos ayude a los dos. Márchese.
Al
rato se acercan Papión, Léonide y Mwami a relevar al chico de su vigilancia. Lo
tratan como un héroe. Léo se queda de vigía en la cabaña mientras los otros dos
se llevan a Juvénal camino de la fiesta con el resto del grupo.
—¿Sigue
viva esa… cosa? —pregunta Papión.
—La
puta ha muerto —presume Juvénal mientras se ciñe el cinturón. Tras su oculta
victoria, por primera vez se siente cómodo en su papel.
Mwami
le ofrece una cerveza. Ambos asesinos le felicitan y tratan de decidir algún
apodo para él: se lo ha ganado.
—Un
buen mote es el que tiene que ver con tu oficio o tu carrera —aduce Papión—.
¿Trabajas o estudias?
—Era
dependiente en un puesto del mercado— responde Juvénal—. Ahorraré y abriré mi
propia frutería cuando acabe todo esto.
—A
ver si eres buen vendedor —retó Mwami—: ¿con qué bananas prepararías la mejor
cerveza?
—Pues
para cocinar sirven mejor las de Kibungo, riquísimas porque los cultivan en un
suelo muy fértil; y luego las que vienen del Zaire, del banano ibota, tienen un
sabor algo ácido, pero agradable; y para cerveza sirven perfectamente las
cultivadas aquí, en la zona rural de Kigali…
Mwami
se retrasa un paso y destroza la nuca Juvénal de un machetazo; cae inconsciente
y lo remata con otro golpe. Acuden todos los hombres; los siete interahamgwe
forman un círculo alrededor del cadáver del muchacho. Ha muerto, era un
traidor, pero no mutilan su cuerpo. Al fin se le acabó la suerte, tantas veces
puesta a prueba: un buen hutu de la anterior aldea le reconoció del mercado de
Kigali y sabía a qué familia pertenecía, se extrañó al verlo con vida y lo
delató a Mwami. El mestizo llamó por radio para confirmar la identidad mientras
el joven estaba ocupado en la caseta. La respuesta radiada del funcionario de
turno fue inequívoca: Juvénal había escapado de la purga, se encontraba en
paradero desconocido y era el último superviviente de su linaje.
Los
milicianos abandonan el cuerpo y vuelven al camión. Antes de subir, Papión
desenfunda su pistola y se la lanza a Mwami.
—Toma,
para ti: te la has ganado por tu celo. Si arreglas el cierre es una buena arma.
Mwami
se queda tan sorprendido que casi se le cae el premio al barro.
—¡Oh!
¡Browning GP35, como la de los belgas! —atina a exclamar—. Gracias, Papi, no
tengo palabras.
La
exhibe ante los demás interahamgwe, que la observan fascinados como si fuera la
primera vez que la veían. Todos excepto Léo, al que cogió de sorpresa la muerte
del chico. No estaba en contra de su eliminación, pero deja un pésimo regusto de
boca asesinar a un conocido. Si crías un animal y le otorgas nombre, se crea un
vínculo que hace más difícil sacrificarlo; al fin y al cabo, Juvénal era hutu.
—Una
pistola algo anticuada: yo prefiero un revólver —argumenta Léo por descontentar
al mestizo—. Las armas con tambor no se encasquillan como las automáticas.
Reanudan
su patrullaje. Papión enciende la radio y la tercera frase del locutor le hace
dar un frenazo. Las noticias son terribles: el FPR tutsi invade el país y el
ejército es incapaz de contenerlo. Ahora son ellos, los interahamgwe, quienes tendrán
la etiqueta del precio pegada en sus cabezas. Papión hace salir a los hombres,
les alinea y les dirige estas palabras:
—Si
nos capturan, ya sabéis lo que nos espera. Mañana escapamos al Zaire. ¿Alguna
pregunta?
sigue...
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