IBYITSO (cómplice del enemigo)
Descarga
una violenta tromba de agua durante toda la mañana. Papión se extravía en unos
caminos mal señalizados entre montañas boscosas. Furioso, conduce hasta
encontrar una encrucijada y aparca en la cuneta.
Papión
decide explorar los alrededores para ubicarse y comprobar si la ruta es segura.
No le agrada la perspectiva de acabar en manos de la guerrilla tutsi o un campo
de refugiados. Se rumorea que el campo de Goma, en Zaire, es un lugar inmundo. Sólo
se exiliará en caso de derrota. Si huye mezclado
con los refugiados, será difícil que los malos hutus lo identifiquen y lo
entreguen al enemigo.
Papión
organiza una partida con sus hombres de confianza, y Ordena a Mwami y Léonide
que vigilen el camión. Antes de partir, se aparta con Mwami y le confía al
oído:
—No me fío de Léonide. Si se comporta más raro
de lo habitual, quiero ver su cabeza de adorno en el capó.
Después,
se retira con Léo. Conseguida la privacidad, le ordena confidencial:
—Cuídate
del mestizo: la gente de sangre sucia no es confiable. Si intenta escapar con
el vehículo, le acribillas.
La
muerte de Juvénal afectó a todos los milicianos. En el caso de Papión, había
aumentado su desconfianza hasta la paranoia. Con el ejército tutsi en los
talones, cree que Léo, por ser el segundo al mando, y Mwami, por mestizo,
traman algo por si son capturados por el FPR; quizás venderlo como criminal de
guerra a cambio de una leve pena de cárcel.
Papión
considera probable que, gracias a la cizaña sembrada, aquellos dos se maten en
su ausencia y, si son lo suficientemente listos como para guardar las
distancias, a partir de entonces estarán más preocupados de vigilarse entre sí
que de conspirar contra él.
Durante
la guardia, Léo y Mwami apenas se dirigen la palabra; cuando necesitan
comunicarse, resultan fríos y correctos. El fragor de la tormenta tropical
oculta cualquier silencio molesto, y ambos se aferran a él para evitar discusiones.
Mwami
siente que la muerte de Juvénal es un peldaño en su ascenso al estrellato.
Punto. Se engaña sobre un posible reconocimiento del mismo régimen que desprecia
su sangre impura. Por otra parte, el gobierno y el país entero se están viniendo
abajo; los dirigentes de hoy, son los prófugos de mañana, incluido él. Cuando
deja las ensoñaciones de tío importante en la nueva Rwanda, le asaltan ideas
más realistas, como que pasará el resto de su vida en el exilio reclamado por
la justicia. La cabeza no le da para tanto discurrir, y trata de centrarse en
contar en voz baja el intervalo que transcurre entre los truenos del aguacero.
Léonide
convive con sus monstruos particulares. Apenas soporta cuerdo que sus borracheras
ya no le concedan la amnesia: lo recuerda todo. La primera vez que se involucró
en la carnicería, cuando era profesor en el colegio de Sainte Marie, los
maestros confeccionaron listas de niños según la etnia. Él entregó a los
ejecutores su grupo de alumnas tutsis. Los militares iban a fusilarlas contra
una pared del aula y, ante su asombro, las niñas hutus no quieren separarse de
las tutsis aduciendo que son hermanas.
No
hay tiempo para seleccionar, y las ametrallan juntas. Las pequeñas no
ofrecieron el pecho a las balas con miradas beatíficas como en las estampas religiosas.
Presuponer que eran santas predestinadas al martirio, encantadas de entregar su
vida noblemente, hubiera ofrecido un mínimo resquicio donde agarrarse a la mala
conciencia del profesor. La realidad fue justo la contraria: las niñas no
querían morir, lloraban sin parar y rogaban por sus vidas, aunque se negaron a
separarse.
Léo escuchó a un matador arrepentido
jurar que cometió sus crímenes poseído por Satán; justo lo que soltaría el
palurdo de Mwami tratando de justificarse. En cambio a él, Monsieur Léonide,
profesor de literatura, no le sirve esa excusa tan peregrina para evitar
mirarse por dentro. Hizo lo que creyó su deber contra los enemigos de su raza a
sabiendas de que en África estas situaciones tienden a descontrolarse. Léo
siente repugnancia cuando Mwami demuestra su compromiso por la causa; como el
día en que obligó a punta de machete a que un chico violara a su propia hermana
y después les cortó brazos y cabezas. Mwami podía cumplir el deber de todo buen
hutu con celo, mientras que él, Monsieur Léonide, profesor de literatura, era
incapaz de enfrentarse al deber sin embotarse antes con drogas o alcohol. Sabe
que, más pronto que tarde, alguien que piensa poco, igual que Mwami, un
campesino analfabeto y brutal, será el que dicte las órdenes; y los que son
como él, Léonide el culto, obedecerán.
Sigue
la tormenta. Al cabo de una hora, vuelve el grupo con una madre y su bebé. Dos
de ellos arrastran a la mujer del pelo, y el jefe agarra al bebé por los
tobillos, cabeza abajo como a una gallina. Lo arroja a un badén de la carretera
e indica a los hombres que suban a la mujer en la parte trasera del camión.
“Seguid de guardia”, ordena a Léo y Mwami.
Mientras
los demás violan y torturan a la mujer, Léo permanece indeciso por primera vez
en mucho tiempo. La madre aúlla dentro.
La
voz del jefe resuena sobre los gritos de la mujer y los truenos del aguacero:
—¡Mwami,
comprueba si vive la pequeña cucaracha!, ¡Da igual cómo esté. Coge una piedra y
aplástale la cabeza!
Mwami
corre hasta la cuneta.
A
los pocos segundos, Léo siente el impulso de seguirle. Cuando llega a su
altura, ve al mestizo alzar su mano sobre la criatura: sostiene una piedra.
Léo,
sin pensar, ataca a Mwami con el machete y casi le corta el brazo a la altura
del codo. El mestizo mira su extremidad balancearse, apenas sujeta con un
colgajo de carne. Da un par de pasos, tiembla y cae de rodillas, incapaz de
gritar, con los ojos en blanco y una mueca desencajada en la cara. Guarda la
pistola en la cintura, por dentro del pantalón, e intenta extraerla con la mano
útil. La sangre que chorrea por el arma la vuelve resbaladiza y no es capaz de
asirla.
Léo
siente que ha gastado toda la fuerza con ese único ataque y, al no haber sido
capaz de acabar con su enemigo, se paraliza. Finalmente, Mwami consigue empuñar
la Browning y dispara. El tiro se confunde con los truenos.
Léo
siente en su cara el cambio de presión del aire producido por la bala al pasar
cerca de su mejilla. Mwami aprieta el gatillo por segunda vez y suena:
“¡clic!”; la corredera del arma se ha encasquillado.
—Te
dije que era más fiable un revólver —recuerda Léo, entre asustado y divertido. Logra
reaccionar y golpea de nuevo a Mwami, esta vez en la cabeza; el mestizo cae al
suelo y Léonide se ensaña hasta ver el cerebro asomar entre los huesos
quebrados del cráneo.
Cuando
se detiene, cae sentado junto al cadáver. Busca al bebé con la mirada y descubre
que ha llegado tarde. Mwami ya había descargado un primer golpe sobre bebé.
Léonide solloza y ríe alternativamente, igual que los locos. No entiende porqué
se jugó el cuello por salvar a un bebé de cucaracha muerto.
“Da
igual lo que les cuente: me van a despellejar” piensa. Se agacha en la cuneta y
observa el camión. Nadie vio lo ocurrido, y hay que destruir las pruebas. Repta
hasta colarse en la cabina del vehículo; atrás siguen muy animados. Busca la
caja de minas y coloca sobre ella la de granadas de mano. Elige las bombas que
parecen en mejor estado y las une con cinta aislante. Por último, introduje un
largo destornillador por las anillas, tira y libera los seguros de todas las
granadas a la vez. Se activan los iniciadores, Léo salta del camión y rueda
hasta el arcén.
A
los cinco segundos, sacude la jungla una tremenda explosión seguida por
detonaciones más pequeñas. Junto a la lluvia, graniza una mezcla de chatarra y
jirones de carne. Léo sale del parapeto y descubre que el vehículo ha
desaparecido de la vista; sólo queda un humeante pedazo del chasis.
continuará
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