miércoles, 14 de diciembre de 2016

BORRAR LA PIZARRA (effacer le tableau) 5/8




5.

GUKUBURA (barrido)


“En esta prefectura no nos dejaron ni una cucaracha que matar”, es la frase más repetida por Papión. Cuando llegan a los pueblos, los milicianos encuentran que las autoridades locales ya perpetraron su holocausto particular. Los buenos vecinos tienen avidez de sangre y no esperan a los interahamgwe. 

En ocasiones, el camión se topa con patrullas de militares que informan del curso de la masacre. Alguien cuenta cómo el gobernador de Nyarubuye obligó a siete mil tutsis a refugiarse en la iglesia y allí los exterminaron entre vecinos, militares, gendarmes e interahamgwe; otro ciudadano comenta que en otra iglesia, en Nyamata, acabaron con dos mil más: “los buenos hutus estamparon los niños contra las paredes blancas, que ahora son rojas”…

Juvénal procura no centrar su cabeza en imágenes y se obstina en memorizar todos los nombres de criminales que pueda: Sylvestre Gacumbizi, Silas Ngendahimana, Gitera Rwamuhuzi, Mikaeli Muhimana, Kabuga, Bizimungu, Bagosora… ¿Acaso no utilizan listados los asesinos?, pues Juvénal decide crear el suyo y, si Dios lo permite, será un testigo ante el tribunal que los ahorque. Con todo, a veces siente que su razón va a quebrarse como el tronco de un árbol reseco y la perderá. 

Papión intuye algo raro en él, aunque ese muchacho tan callado le resulta simpático; siempre quiere tenerlo cerca y no le autoriza a viajar con los demás en la trasera del camión hasta que tenga claro si es de fiar. 

Patrullan durante días de pueblo en pueblo, según les ordenan o les apetece en ausencia de instrucciones. Los muertos que abarrotan las cunetas dejan de ser una novedad. Su estado varía según el tiempo que llevan a la intemperie y la acción del clima y los animales: unos cadáveres se ven hinchados por los gases de la putrefacción, otros se tornan grasientos y jabonosos, otros quedaron como momias acecinadas y otros sólo son esqueletos que conservan girones de ropa. 

Hasta Juvénal embotó la sensibilidad y se habitúa a conversaciones como esta:

—Si pasamos cerca del lago Kivu, pescaré una tilapia —dice Mwami.

—Si tú la pescas, yo la limpio y la preparo —añade Léonide. 

—Miradlo: el gran chef —ríe Mwami—. Como el pez suelta mucho jugo, no necesitas aceite: sólo sal y pimienta.

—Creo que el lago está lleno de cadáveres, así que ya sabes de lo que se alimentan los peces —informa un miliciano joven que se hace llamar “Feroz”.

—Entonces, olvidamos ese menú —rectifica Mwami.

—¿Por qué? —pregunta Papión.

—Bueno, Papi, si comieron carne humana… —dice Mwami.

—Las cucarachas no son seres humanos —dice Papión—; y, aunque lo fueran, si comes el corazón de un enemigo, te llenas de su valor. 

Léo añade:

—Lo que hay que hacer si matas a un enemigo valiente es abrirle el pecho y comer su corazón, pero sólo a los valientes.

—Dicen que la carne humana sabe a cerdo —interviene al fin Juvénal.

—Ni idea de a qué sabría —admite Mwami—: yo soy musulmán y no como cerdo.

—Sí. Sabe a cerdo— confirma Papión.

Todos callan ante el descubrimiento. Unos por aprensión, otros por respeto ante el poder que emana de esa suprema, definitiva forma de dominación. La radio emite un aviso sobre habitantes tutsis en una localidad cercana. Papión garabatea en una libreta la sentencia de muerte (la dirección de la casa), y emprenden el camino.

En el pueblo les reciben el alcalde y un tropel de gozosos habitantes. Complementan las delaciones con sus propias listas de enemigos: Ntaganda, Fidèle; Kankera, Ephipanie; Akimana, Faustin… los llaman renegados, y entre vecinos y funcionarios han censado los eliminables de cada distrito: “creo que sé dónde ocultan a cucarachas”, traiciona un crío con pantalón de deporte; “hay un sacerdote que esconde en su casa a varias cucarachas”, informa una mujer, “apunte los nombres”...

Papión felicita a los buenos hutus y desde la trasera del camión les premia con aparatos de radio y paquetes de pilas. No da abasto repartiendo, aunque no se deja engañar por el éxito: infiere que esos paisanos, a diferencia de otras villas, esperan que la milicia mate a sus tutsis por ellos; es preciso aleccionarlos para que manchen sus propias manos de sangre. Si primer paso consiste en que actúen de confidentes, ahora han de aprender a eliminar la plaga por sí mismos. Urge motivarlos.

—Léonide, ya sabes— ordena Papión en el instante adecuado. 

Léonide entra en la cabina del camión, huronea en la guantera y vuelve con un ejemplar de la revista Kangura: el número de diciembre del año noventa.

Papión aplasta un altavoz contra el pecho de Léo y gruñe en voz baja:

—Ya deberías sabértelo a estas alturas.

—Papi, prefiero asegurarme de decir bien cada palabra —justifica Léo.

          Papión desenfunda su pistola y dispara al aire. Pide silencio. Léonide sube al capó del camión, hojea la revista y comienza a leer:

“Los diez mandamientos hutu:
Primero: todo hutu debería saber que una mujer tutsi, quienquiera que sea, trabaja para el interés de su grupo étnico. Consecuentemente, consideraremos un traidor a cualquier hutu que: se case, sea amigo, emplee o tenga de concubina a una mujer tutsi.
Segundo: Cada hutu debe saber que nuestras hijas son más convenientes y concienzudas en su papel de mujer, esposa y madre de familia.
Tercero: Las mujeres del hutu, sean vigilantes e intentan traer sus maridos, hermanos e hijos de nuevo a razón.
Cuarto: todo hutu debe saber que cada tutsi es deshonesto en los negocios. Sólo su única meta es la supremacía de su etnia. Consecuentemente, es un traidor cualquier hutu que haga lo siguiente: asociarse con un tutsi, invertir su dinero en la empresa de un tutsi, invertir su dinero o dinero del gobierno en la empresa de un tutsi, prestar o pedir prestado dinero a un tutsi...
Quinto: todos los puestos estratégicos en la política, administración, economía ejército y seguridad deben confiarse solamente a los hutu.
Sexto: la mayoría hutu debe prevalecer en el sistema educativo. Profesores, alumnos…
Séptimo: las fuerzas armadas de arma ruandesas deben ser exclusivamente hutu. La experiencia de la guerra del octubre de 1990 nos ha enseñado a una lección. Ningún miembro de los militares casará a un tutsi.
Octavo: los hutu deben dejar de tener misericordia con los tutsi”.

Papión alza la mano y, sabedor del significado del gesto, Léonide cesa la lectura.

—¡Ése es el mandamiento más importante! —Grita Papión—. ¿Comprendéis, hermanos? Entre vosotros viven traidores que esconden a cucarachas, y los acabaremos encontrando. Continúa, hermano Léonide.

“Noveno: el hutu, dondequiera esté, debe ser solidario con sus hermanos. Debe buscar amigos para nuestra causa dentro y fuera de Ruanda, comenzando por nuestros hermanos bantúes. También deben luchar constantemente contra la propaganda de nuestro enemigo común tutsi.
Décimo: la revolución social de 1959, el referéndum de 1961, y la ideología hutu deben ser enseñados a los hutu de todas las edades. Cada hutu debe divulgar esta ideología dondequiera que vaya. Cualquier hutu que persiga a un hermano por enseñar esta ideología es un traidor”.

Aplausos.

La mayoría de condenados huyeron al llegar los paramilitares, excepto cierta familia de las afueras de la villa, ignorante de la circunstancia. Unos buenos hutus enviaron a su granja el camión de los interahamgwe.

En la entrada de la casa, un hombre les recibe con la tarjeta de identidad por delante: es hutu; después les ofrece comida y unas cervezas. Los milicianos beben y comen distendidos; se asoman dos niños pequeños a curiosear y el padre les conmina a entrar en casa.

Papión le pasa el brazo sobre el hombro, casi amistoso.

—Venimos por tu animal —le informa.

—¿Cómo? 

—Tu hembra, la cucaracha batutsi —insiste con suavidad—. No te preocupes por tu pellejo, ni por tus mestizos; sólo la buscamos a ella: ¿dónde está esa cosa?, ¿tu animal?

—Le repito, señor, que ella no es batutsi y no está aquí…

El jefe lo abofetea con su libreta de delaciones y luego se la restriega por la cara:

—¡Estás en la lista, pedazo de mierda! —le grita—. Los concejales llevan meses censando a las cucarachas, todas están localizadas con nombres, apellidos y direcciones, ¿te enteras? 

—Le repito, señor, que ella no es batutsi y no está aquí… por favor, soy un buen hutu, como mi esposa, y ella no está aquí, déjeme explicarle… —el hombre farfulla cada vez más nervioso.

—No puedes engañarme, traidor —interrumpe Papión—: o la cucaracha ha escapado, o la has escondido. 

Uno de los niños, que había vuelto a asomarse, rompe a llorar. El jefe golpea al padre en el estómago, y queda a gatas sin resuello. 

—Oye, traidor… —advierte al padre—, ¡y esto va también para ti, cucaracha, sabemos que andas cerca! —Grita en todas direcciones—: ¿me oyes, cucaracha? Si no sales, lanzaremos una granada dentro de tu casa y tus hijos morirán, y luego le cortaremos a tu marido los brazos y las piernas.

Pasan unos segundos de silencio, tiemblan unos arbustos cercanos y aparece una mujer cabizbaja. Su etnia sólo se evidenciaría al leer su documento de identidad. Pasa entre los hombres, que la hacen pasillo, y se sienta en el suelo junto a su marido. El jefe arroja un machete entre ambos.

—Ahora, buen hutu, córtale la cabeza al animal.

El esposo no responde, solloza y niega, apretando muy fuerte los ojos. La mujer recoge el machete y lo deposita en sus manos.

—No me mataste tú, lo hicieron ellos —le consuela.

Los Interahamgwe observan divertidos la escena, excepto Léonide que se enciende un pitillo y consulta su reloj, y Juvénal, que sopesa si olvidar su impostura y huir al bosque. El marido, tembloroso, se yergue y alza el machete.

—Perdóname —susurra.

Ella no responde, agacha la cabeza. El hombre descarga un primer golpe con un alarido. El machete está romo y no la decapita, aunque ella pierde la consciencia. Los siguientes tajos los da con saña para acabar lo antes posible. Los jadeos que emite ya no son humanos, sino gañidos de perro. Los buenos hutu ríen y jalean los golpes como en el fútbol.

Al terminar, papión arrebata el machete al hombre y le dice:

—Trae acá, renegado. Así aprenderás. Como has hecho lo correcto, perdono la vida de tus mestizos.

Mwami nota que Juvénal está descompuesto. Le masajea la nuca mientras lo dirige al camión. 

—Hay que romperlos por dentro —le explica—. Que quien se salve no piense en vengarse por el terror que producimos, y que se sienta culpable por vivir mientras los suyos murieron. Tranquilo, chaval, te acostumbrarás en unos días; ya lo verás.


sigue... 

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