5.
GUKUBURA
(barrido)
“En
esta prefectura no nos dejaron ni una cucaracha que matar”, es la frase más
repetida por Papión. Cuando llegan a los pueblos, los milicianos encuentran que
las autoridades locales ya perpetraron su holocausto particular. Los buenos
vecinos tienen avidez de sangre y no esperan a los interahamgwe.
En
ocasiones, el camión se topa con patrullas de militares que informan del curso
de la masacre. Alguien cuenta cómo el gobernador de Nyarubuye obligó a siete
mil tutsis a refugiarse en la iglesia y allí los exterminaron entre vecinos,
militares, gendarmes e interahamgwe; otro ciudadano comenta que en otra iglesia,
en Nyamata, acabaron con dos mil más: “los buenos hutus estamparon los niños
contra las paredes blancas, que ahora son rojas”…
Juvénal
procura no centrar su cabeza en imágenes y se obstina en memorizar todos los
nombres de criminales que pueda: Sylvestre Gacumbizi, Silas Ngendahimana,
Gitera Rwamuhuzi, Mikaeli Muhimana, Kabuga, Bizimungu, Bagosora… ¿Acaso no
utilizan listados los asesinos?, pues Juvénal decide crear el suyo y, si Dios
lo permite, será un testigo ante el tribunal que los ahorque. Con todo, a veces
siente que su razón va a quebrarse como el tronco de un árbol reseco y la
perderá.
Papión
intuye algo raro en él, aunque ese muchacho tan callado le resulta simpático;
siempre quiere tenerlo cerca y no le autoriza a viajar con los demás en la
trasera del camión hasta que tenga claro si es de fiar.
Patrullan
durante días de pueblo en pueblo, según les ordenan o les apetece en ausencia
de instrucciones. Los muertos que abarrotan las cunetas dejan de ser una
novedad. Su estado varía según el tiempo que llevan a la intemperie y la acción
del clima y los animales: unos cadáveres se ven hinchados por los gases de la
putrefacción, otros se tornan grasientos y jabonosos, otros quedaron como
momias acecinadas y otros sólo son esqueletos que conservan girones de ropa.
Hasta
Juvénal embotó la sensibilidad y se habitúa a conversaciones como esta:
—Si
pasamos cerca del lago Kivu, pescaré una tilapia —dice Mwami.
—Si
tú la pescas, yo la limpio y la preparo —añade Léonide.
—Miradlo:
el gran chef —ríe Mwami—. Como el pez suelta mucho jugo, no necesitas aceite:
sólo sal y pimienta.
—Creo
que el lago está lleno de cadáveres, así que ya sabes de lo que se alimentan los
peces —informa un miliciano joven que se hace llamar “Feroz”.
—Entonces,
olvidamos ese menú —rectifica Mwami.
—¿Por
qué? —pregunta Papión.
—Bueno,
Papi, si comieron carne humana… —dice Mwami.
—Las
cucarachas no son seres humanos —dice Papión—; y, aunque lo fueran, si comes el
corazón de un enemigo, te llenas de su valor.
Léo
añade:
—Lo
que hay que hacer si matas a un enemigo valiente es abrirle el pecho y comer su
corazón, pero sólo a los valientes.
—Dicen
que la carne humana sabe a cerdo —interviene al fin Juvénal.
—Ni
idea de a qué sabría —admite Mwami—: yo soy musulmán y no como cerdo.
—Sí.
Sabe a cerdo— confirma Papión.
Todos
callan ante el descubrimiento. Unos por aprensión, otros por respeto ante el
poder que emana de esa suprema, definitiva forma de dominación. La radio emite un
aviso sobre habitantes tutsis en una localidad cercana. Papión garabatea en una
libreta la sentencia de muerte (la dirección de la casa), y emprenden el
camino.
En
el pueblo les reciben el alcalde y un tropel de gozosos habitantes.
Complementan las delaciones con sus propias listas de enemigos: Ntaganda,
Fidèle; Kankera, Ephipanie; Akimana, Faustin… los llaman renegados, y entre vecinos y funcionarios han censado los
eliminables de cada distrito: “creo que sé dónde ocultan a cucarachas”,
traiciona un crío con pantalón de deporte; “hay un sacerdote que esconde en su
casa a varias cucarachas”, informa una mujer, “apunte los nombres”...
Papión
felicita a los buenos hutus y desde la trasera del camión les premia con
aparatos de radio y paquetes de pilas. No da abasto repartiendo, aunque no se
deja engañar por el éxito: infiere que esos paisanos, a diferencia de otras
villas, esperan que la milicia mate a sus tutsis por ellos; es preciso
aleccionarlos para que manchen sus propias manos de sangre. Si primer paso
consiste en que actúen de confidentes, ahora han de aprender a eliminar la
plaga por sí mismos. Urge motivarlos.
—Léonide,
ya sabes— ordena Papión en el instante adecuado.
Léonide
entra en la cabina del camión, huronea en la guantera y vuelve con un ejemplar
de la revista Kangura: el número de diciembre del año noventa.
Papión
aplasta un altavoz contra el pecho de Léo y gruñe en voz baja:
—Ya
deberías sabértelo a estas alturas.
—Papi,
prefiero asegurarme de decir bien cada palabra —justifica Léo.
Papión
desenfunda su pistola y dispara al aire. Pide silencio. Léonide sube al capó
del camión, hojea la revista y comienza a leer:
“Los diez mandamientos hutu:
Primero: todo hutu debería
saber que una mujer tutsi, quienquiera que sea, trabaja para el interés de su
grupo étnico. Consecuentemente, consideraremos un traidor a cualquier hutu que:
se case, sea amigo, emplee o tenga de concubina a una mujer tutsi.
Segundo: Cada hutu debe
saber que nuestras hijas son más convenientes y concienzudas en su papel de
mujer, esposa y madre de familia.
Tercero: Las mujeres del
hutu, sean vigilantes e intentan traer sus maridos, hermanos e hijos de nuevo a
razón.
Cuarto: todo hutu debe saber
que cada tutsi es deshonesto en los negocios. Sólo su única meta es la supremacía
de su etnia. Consecuentemente, es un traidor cualquier hutu que haga lo
siguiente: asociarse con un tutsi, invertir su dinero en la empresa de un
tutsi, invertir su dinero o dinero del gobierno en la empresa de un tutsi,
prestar o pedir prestado dinero a un tutsi...
Quinto: todos los puestos
estratégicos en la política, administración, economía ejército y seguridad
deben confiarse solamente a los hutu.
Sexto: la mayoría hutu debe
prevalecer en el sistema educativo. Profesores, alumnos…
Séptimo: las fuerzas armadas
de arma ruandesas deben ser exclusivamente hutu. La experiencia de la guerra
del octubre de 1990 nos ha enseñado a una lección. Ningún miembro de los
militares casará a un tutsi.
Octavo: los hutu deben dejar
de tener misericordia con los tutsi”.
Papión
alza la mano y, sabedor del significado del gesto, Léonide cesa la lectura.
—¡Ése
es el mandamiento más importante! —Grita Papión—. ¿Comprendéis, hermanos? Entre
vosotros viven traidores que esconden a cucarachas, y los acabaremos
encontrando. Continúa, hermano Léonide.
“Noveno: el hutu,
dondequiera esté, debe ser solidario con sus hermanos. Debe buscar amigos para
nuestra causa dentro y fuera de Ruanda, comenzando por nuestros hermanos
bantúes. También deben luchar constantemente contra la propaganda de nuestro
enemigo común tutsi.
Décimo: la revolución social
de 1959, el referéndum de 1961, y la ideología hutu deben ser enseñados a los
hutu de todas las edades. Cada hutu debe divulgar esta ideología dondequiera
que vaya. Cualquier hutu que persiga a un hermano por enseñar esta ideología es
un traidor”.
Aplausos.
La
mayoría de condenados huyeron al llegar los paramilitares, excepto cierta familia
de las afueras de la villa, ignorante de la circunstancia. Unos buenos hutus
enviaron a su granja el camión de los interahamgwe.
En
la entrada de la casa, un hombre les recibe con la tarjeta de identidad por
delante: es hutu; después les ofrece comida y unas cervezas. Los milicianos
beben y comen distendidos; se asoman dos niños pequeños a curiosear y el padre
les conmina a entrar en casa.
Papión
le pasa el brazo sobre el hombro, casi amistoso.
—Venimos
por tu animal —le informa.
—¿Cómo?
—Tu
hembra, la cucaracha batutsi —insiste con suavidad—. No te preocupes por tu
pellejo, ni por tus mestizos; sólo la buscamos a ella: ¿dónde está esa cosa?,
¿tu animal?
—Le
repito, señor, que ella no es batutsi y no está aquí…
El
jefe lo abofetea con su libreta de delaciones y luego se la restriega por la
cara:
—¡Estás
en la lista, pedazo de mierda! —le grita—. Los concejales llevan meses censando
a las cucarachas, todas están localizadas con nombres, apellidos y direcciones,
¿te enteras?
—Le
repito, señor, que ella no es batutsi y no está aquí… por favor, soy un buen
hutu, como mi esposa, y ella no está aquí, déjeme explicarle… —el hombre farfulla
cada vez más nervioso.
—No
puedes engañarme, traidor —interrumpe Papión—: o la cucaracha ha escapado, o la
has escondido.
Uno
de los niños, que había vuelto a asomarse, rompe a llorar. El jefe golpea al
padre en el estómago, y queda a gatas sin resuello.
—Oye,
traidor… —advierte al padre—, ¡y esto va también para ti, cucaracha, sabemos
que andas cerca! —Grita en todas direcciones—: ¿me oyes, cucaracha? Si no
sales, lanzaremos una granada dentro de tu casa y tus hijos morirán, y luego le
cortaremos a tu marido los brazos y las piernas.
Pasan
unos segundos de silencio, tiemblan unos arbustos cercanos y aparece una mujer
cabizbaja. Su etnia sólo se evidenciaría al leer su documento de identidad.
Pasa entre los hombres, que la hacen pasillo, y se sienta en el suelo junto a
su marido. El jefe arroja un machete entre ambos.
—Ahora,
buen hutu, córtale la cabeza al animal.
El
esposo no responde, solloza y niega, apretando muy fuerte los ojos. La mujer
recoge el machete y lo deposita en sus manos.
—No
me mataste tú, lo hicieron ellos —le consuela.
Los
Interahamgwe observan divertidos la escena, excepto Léonide que se enciende un
pitillo y consulta su reloj, y Juvénal, que sopesa si olvidar su impostura y
huir al bosque. El marido, tembloroso, se yergue y alza el machete.
—Perdóname
—susurra.
Ella
no responde, agacha la cabeza. El hombre descarga un primer golpe con un
alarido. El machete está romo y no la decapita, aunque ella pierde la
consciencia. Los siguientes tajos los da con saña para acabar lo antes posible.
Los jadeos que emite ya no son humanos, sino gañidos de perro. Los buenos hutu
ríen y jalean los golpes como en el fútbol.
Al
terminar, papión arrebata el machete al hombre y le dice:
—Trae
acá, renegado. Así aprenderás. Como has hecho lo correcto, perdono la vida de
tus mestizos.
Mwami
nota que Juvénal está descompuesto. Le masajea la nuca mientras lo dirige al
camión.
—Hay
que romperlos por dentro —le explica—. Que quien se salve no piense en vengarse
por el terror que producimos, y que se sienta culpable por vivir mientras los
suyos murieron. Tranquilo, chaval, te acostumbrarás en unos días; ya lo verás.
sigue...