sábado, 24 de septiembre de 2016

AKDOV EN TARAWA




 Brooklyn, Nueva York, 1993. Sala de curas de un hospital. Una enfermera atiende a un hombre mayor sentado en una camilla. Le cuelgan los pies como a un niño; con la edad encogió.
—…y eso ocurrió en Betio, un islote más pequeño que Central Park. Murieron seis mil hombres en tres días, entre marines y japos… vaya.
El anciano enmudeció al reparar en la tarjeta de identidad de la enfermera asiática que le tomaba la tensión: “Takanawa, Mary”.
—Perdóneme, doctora —musitó avergonzado y se removió en la camilla.
—No se preocupe, Eldon —respondió ella cordial. El paciente se tranquilizó al oír su nombre de pila.
En ese momento irrumpió en la habitación una joven acompañada de un policía. Eldon se removió inquieto.
—¿Estás bien?, ¿sí? —Preguntó la chica al anciano—soy Janis Thompson, la nieta de este hombre— aclaró mirando a la doctora.
—Descuida, cariño. Sólo fue una crisis nerviosa —explicó Eldon.
La preocupación de la joven mudó a enfado.
—¿Te das cuenta del susto que nos has dado? ¡Este poli viene a buscarme a la facultad y me dice que te han encontrado histérico en la puerta de un cine porno! ¡Cuando le vi creí que te habían robado o algo peor!
—Escuche, Janis —intervino la doctora, que ya había terminado el chequeo —voy a darle el alta a su abuelo y necesita tranquilidad —avisó.
—Entiéndalo, doctora, no sabe el disgusto que tienen mis padres —se excusó la joven— están conduciendo desde New Jersey con el corazón en un puño. Menos mal que yo vivo aquí y saben que no está solo en el hospital.
—Os pido perdón a todos. Era necesario que estuviera hoy en Nueva York —dijo el hombre al incorporarse.
—¿Escapándote de noche como un ladrón? En casa pensaron que dormías hasta que les avisé: ¿imaginas cómo se puso mamá al ver que no dormiste en casa?
Eldon observaba de reojo mientras se ajustaba una descascarillada muleta.
—Disculpe, señorita —volvió a interponerse la enfermera —le ruego que se calme. Todo tiene su explicación.
Janis escrutó a la doctora y al policía; ambos asintieron con tal convicción que la intrigaron, más que serenarla.
—Recomiendo que escuche a su abuelo antes de abroncarlo, Janis: es toda una historia —añadió el policía. Después, se cuadró ante el hombre e hizo un saludo militar. —Semper fideles, Mr. Thompson. Un honor haberle conocido.
Se estrecharon la mano y el agente se retiró.
—No entiendo nada —musitó la chica—, y menos lo que acaba de hacer ese polizonte tan ceremonioso.
—Ustedes pueden hablar en la cafetería del hospital —indicó la doctora— Avisaré en admisión para que envíen allí a sus parientes cuando lleguen.
                   
Al rato, abuelo y nieta comparten barra en la cafetería; sorben dos gigantescos batidos. Codo con codo, sin mirarse, abstraídos con las charlas intrascendentes de banquetas y mesas vecinas. Ninguno se atreve al romper el silencio: ella, porque intuye que el asunto será espinoso; él, porque no tiene idea de cómo empezar. Cuando se acerca la camarera con la cuenta, Janis palpa la chaqueta del abuelo, extrae su cartera del bolsillo interior, la abre, saca unos dólares y paga.
—Invitas tú —dijo ella—, porque casi me da un infarto por tu culpa. Y ahora vas a aclararlo todo. Quizás pueda convencer a papá y mamá de que no te asesinen.
—¿Seguro que deseas saberlo? Quizás te resulte desagradable.
Janis gira la banqueta cruzándose de brazos, encarando al hombre.
—Tienes una hora hasta que lleguen.
—Está bien, querida. Antes de devolverme la cartera, ábrela y busca tras la foto de la familia.
La joven obedeció y encontró un ajado parche de tela: un rombo rojo bordado con una estrella blanca de cinco puntas y la cabeza de un indio en su interior.
—¿Qué es?, ¿una insignia?
—Primer batallón, sexto regimiento de la segunda división de marines —puntualizó el abuelo.
—¿Participaste en la Segunda Guerra Mundial? Nunca hablaste de ello; ni mamá, ni papá…
—Claro, me disgusta recordar y ellos lo saben. Tuve los nervios rotos durante años. Ahora lo llaman: “trastorno de estrés postnosequé”.
—Me dejas de piedra. Pensaba que tu cojera te libró del ejército.
—Cariño: mi pierna no me libró de la guerra: por la guerra la tengo así.
—¿Tiene que ver con tu crisis de hoy? —preguntó ella sopesando la tela en su mano.
—Claro.
—Pero en un cine porno de barrio no dan películas de guerra. Y ahí te encontró la policía.
—Me vas a disculpar, preciosa, mejor empiezo con algún apunte biográfico ¿me perdonas por contarte mi vida?
Janis sonrió y arropó la mano de él con las suyas.
—Bueno, mientras no empieces desde muy atrás…
—Ya sabes que me crie en Montana. Tras el ataque a Pearl Harbor me alisté en los marines; aparte de por defender a mi país, soñaba con ver el mar. Siempre creí que podría compararse la inmensa extensión de la pradera con el mar, sólo que en vez de hierba, vería agua; sólo me aproximé, porque el Pacífico es la enormidad absoluta. Todo, hasta la luz, era más intenso, apabullante. Nunca me sentí tan vivo e invencible; al menos, hasta que entramos en combate por primera vez. Hay algo que es preciso saber sobre nosotros: en las películas de Hollywood ves a actores adultos, hombres hechos y derechos representando a marines, y no es cierto; en realidad casi todos teníamos entre diecisiete y diecinueve años. Nuestro bautismo de fuego fue en la mañana del veinte de noviembre de mil novecientos cuarenta y tres, durante el asalto a la isla de Betio, en el atolón de Tarawa.
—¿Y eso está…? —preguntó Janis.
—Islas Gilbert, en el Pacífico central. Hacia el oeste. En medio de la nada.
—Ya ubico el lugar… más o menos. Continúa, por favor.
—Betio no era gran cosa: una milla de largo por media de ancho; terreno llano, arena y palmeras. Se abarca de un vistazo. El plan era sencillo: la armada bombardea hasta dejarla como la superficie de la luna, y luego nosotros desembarcamos para plantar la bandera y posar para la foto. Esa era la idea y fue un grave error. El bombardeo apenas hizo mella, porque los japos construyeron búnkeres por todas partes; y en ellos nos esperaban los cabrones del Tokubetsu Rikusentai.
—¿Qué cabrones dices, abuelo? —preguntó la joven.
—Perdona la palabrota, me refiero a la infantería de marina japonesa: éramos marines contra marines… a media milla de la costa había arrecifes cuya profundidad calcularon mal los de inteligencia. Teníamos unos cuantos tractores anfibios, parecidos a tanques, que con las cadenas podían pasar por encima; pero nuestras lanchas, donde íbamos la mayoría, no tenían calado suficiente para superarlos…
…nada más subir a los botes todo fue a peor: no hubo coordinación en el asalto a las distintas playas asignadas y, tan pronto cesó el bombardeo, los japos salieron de sus madrigueras y respondieron con sus cañones; entonces vimos los primeros transportes volar en pedazos. Semanas antes, nos despedía mamá en la estación y hoy compartes lancha con los restos de un amigo que acaba de ser decapitado por la metralla. Eso marca a cualquiera. No nos entrenaron para asumir que cada amigo que ves con las tripas fuera o cada vida que arrebatas se quedan contigo... …mejor lo dejo aquí, cielo —se excusó el hombre mirando a la muchacha —no tienes porqué escuchar esto.
—Descuida, soldado —dijo Janis sonriendo —recuerda que vivo en Queens: ¿crees que no he visto atrocidades?
—Claro, nena —afirmó él más relajado—. Durante aquel lío, mi lancha encalló en el arrecife y tuvimos que saltar por la borda. Para ganar la playa vadeamos una milla con el agua hasta el pecho. Nos ametrallaban y llovía fuego de mortero, obuses, todo lo que tenían; y nosotros, cargados con el equipo, apenas podíamos movernos caminando por el agua. Algunos se ahogaron sin necesidad de que los matase el enemigo. En tierra sólo se distinguían árboles en llamas y columnas de humo, y desde ese paisaje volaban hacia nosotros los fogonazos de las balas trazadoras. Parecía que caminábamos hacia un monstruo que nos tragaría. Cerca de la costa, el agua era rojiza y flotaban cuerpos y trozos de gente. Casi nadie logró llegar en la primera oleada. En mi vida pasé tanto miedo…
…en la playa sólo podíamos pegar la cara al suelo y arrastrarnos sin tener claro dónde estábamos ni dónde había que ir. Algunos chicos estaban paralizados, idos. Casi todos los oficiales habían muerto y las radios estaban inutilizadas por el agua salada, así que carecíamos de órdenes claras. Recuerdo esos momentos como una mezcla perfecta de terror y confusión. Y entonces apareció el marine Wood, un veterano.
—¿Y él es…?
—Quien vine a buscar aquí cincuenta años después.
—Sigue, por favor, empiezo a entender.
—En batalla te salva la vida alguien que tome decisiones y te haga seguirlo. Puede equivocarse, pero te ofrece una oportunidad. Los indecisos mueren. Wood se unió a nuestro grupo, se hizo responsable y nos sacó de la playa hasta un terraplén. Se mostraba centrado bajo el fuego, con la tensión justa y el miedo asumido, seguro de sí mismo a pesar de tener de nuestra edad. Su cara era muy agradable, simpática, con ojos traviesos. Se había dejado un bigotito como el de Errol Flynn, ese bigote afilado que al bueno le hace parecer simpático y al malo le da un toque de crueldad…
…tras resguardar a mi grupo, el tipo se aventuró entre los disparos para recoger a más gente. No pude preguntar su nombre ni darle las gracias. No es que la isla tuviera zonas seguras; podías estar al lado de un fortín camuflado y cualquier hijo de puta sólo tenía que asomar el fusil por la tronera y dispararte a quemarropa. No obstante, aquel chico alargó la vida de algunos, y otros hasta sobrevivimos…
…hacia el mediodía consolidamos la cabeza de playa y nos adentramos unas yardas tierra adentro. Un grupo y yo limpiamos un nido de ametralladoras y no atrincheramos en él cuando Wood saltó al agujero; traía cervezas guardadas en su camisa. Saludó a sus conocidos y se me presentó ofreciéndome una botella: “Hola, soy Edward Wood jr., toma un trago”. A pesar de que hacía un calor de mil demonios, reconozco que me quedé helado. Parecía que ese tipo estaba de picnic ¡y encima era cerveza japonesa! “Eldon Thompson, de Broadview, Montana” fue lo único que acerté a decir, sin dejar de mirar a la botella. Al ver mi cara de asombro me palmeó la espalda y dijo: “cerveza Kiri, vaquero, dulcecita, la guardaban ahí atrás, enterrada en la arena”.
—Curioso tipo, abuelo —dedujo Janis.
—Y eso fue el principio. Al abrirse la camisa para repartir las botellas vi su pecho rodeado por un vendaje rojo, como si viniera herido, hasta que me fijé bien y ¡era un sujetador!
—¿Cómo? —exclamó Janis con los ojos muy abiertos.
—Un sostén de encaje. Y cuando Wood se largó reptando distinguí más tela roja por un roto de sus pantalones, a la altura del trasero; supuse que tampoco sería una venda.
—¿Unas, unas bragas? —preguntó la joven sin contener la risa.
—Justo eso comenté a los chicos, y así era. “¿A ese tipo qué le pasa?, ¿se ha vuelto loco?” pregunté, y un compañero aclaró: “para nada, es un hombre estupendo y muy mujeriego, sólo que es fetichista”. “¿Fetichista?, nunca escuché esa palabra”, les dije, “¿lleva ropa interior de chica y decís que no es un rarito?”. Y comenzaron a narrar sus hazañas en Guadalcanal, cómo lo apreciaban todos y que los mandos hacían la vista gorda con esa costumbre. También contaron que peleaba como un bestia, pues le daba pánico que los japoneses lo apresaran y descubrieran su secretillo al registrarlo…
… me sentí como un idiota después de escuchar esas historias. A lo mejor eso era normal entre los yanquis del este, tan sofisticados, y yo sólo era un paleto criado entre caballos, que sabía diferenciar un mustang de un appaloosa, pero no un sarasa de un fetichista…
…al atardecer ya habíamos conquistado la mitad de la isla y disfrutamos de un rato de calma. Me ordenaron buscar una camilla y embarcar heridos en los transportes. Con el calor y la humedad los cuerpos se descomponían muy rápido y tuve que partir en dos un cigarrillo para meterme los trozos en la nariz. Me tocó de compañero un tipo que se había colocado la máscara de gas. Al verme, se la apartó un momento de la cara y me saludó: se trataba de Wood. Era reconfortante verlo bromeando con los heridos mientras los cargábamos. Nos tomamos un descanso en un espigón que habían construido los japos y que ofrecía relativa cobertura. Fumamos y charlamos...
…”Supongo, Montana, que te gustarán las películas del oeste”, afirmó. “Claro, ¿a quién no?”, respondí. Y comenzamos a charlar sobre cine. Parece ser que le regalaron una cámara de niño y desde entonces su sueño era ser el segundo mejor director de la historia. “El primero es Orson Welles”, admitía. Y luego alabó durante un rato “Ciudadano Kane” y aseguró que al terminar la guerra dirigiría una película casi tan buena y que podrían verla gratis todos los marines. Y que dudaba si usar como nombre artístico el suyo propio o “Akdov”, vodka al revés. Le prometí que iría a verla; y siempre cumplo mis promesas…
…La mañana siguiente nos encontramos por última vez. Él volvía a ejercer de camillero, y el marine que transportaba con esquirlas de proyectil en la pierna era yo. Me dolía horrores y él sonrió para animarme, mostrándome su boca destrozada. “¿En qué lío te has metido, Eddie? ¿Y tus dientes?”, pregunté. “Me los voló un japo de un culatazo antes de que lo despachara. Consuélate: tú sigues teniendo una bonita sonrisa”, fue su respuesta…
…desde el barco hospital me repatriaron y perdí el contacto con Wood. En alguna reunión de veteranos, años después, me enteré que había ganado una estrella de plata y otra de bronce al valor en combate, que fue herido de gravedad y terminó la guerra de oficinista; y luego se lo tragó la tierra…
…como New Jersey está aquí al lado, me pasé cuarenta años buscando su nombre en las carteleras cinematográficas de la prensa neoyorkina, y nada. Me extrañaba: alguien con su encanto personal y agallas tenía que lograr su sueño de una forma u otra. Más que por rendir visita en su gran estreno, deseaba volver a verlo para estrechar su mano, darle las gracias por la ayuda que prestó a este marine inexperto y mostrarle las fotos de mi familia, que quizás no hubiera existido de no haber sido por él…
…en los años setenta alguien me llamó para decirme que Wood había fallecido y perdí la esperanza de cumplir mi promesa. Seguía ojeando los estrenos en el periódico más por hábito que por otra cosa, hasta que hace dos días descubrí que en un cine de mala muerte reestrenaban una película dirigida por un tal “Akdov”. No me lo pensé y salí disparado a Nueva York…
…temí lo peor al llegar a esa la zona de la ciudad y contemplar el miserable aspecto del cine. Se trataba de un reestreno de películas verdes. La sala estaba casi vacía, parecía una proyección privada, sólo para mí. La película, patética, la dirigía él y también actuaba. Aparecía avejentado, gordo, grotesco, acabado, en el papel de un putero que persigue en calzoncillos a unas mujeres repugnantes. Se me partió el corazón al descubrir a qué se había reducido su hermoso sueño. Supongo que también me asaltaron los recuerdos de Betio que aún andaban emboscados y perdí el control. Lo demás ya lo sabes.
 —Abuelo, eres grande —Janis lo abrazó conmovida —y no te entristezcas, porque sí consiguió ser alguien recordado.
Eldon entrecerró los ojos, escéptico.
—Querida, te recuerdo que soy bastante inteligente. Si me vas a consolar con poesía o metafísica ahórratelo, por favor.
—Yo conozco a tu amigo y alcanzó la fama. Hace poco publicaron un bestseller sobre cine y él fue elegido como el peor director de la historia.
—¿Bromeas?
—No. Sus obras sin pies ni cabeza y plagadas de fallos se ven en las filmotecas. Es un personaje muy querido. Rescató a Bela Lugosi del olvido para rodar unas películas de ciencia ficción tan malísimas como encantadoras. Incluso en Hollywood preparan un film sobre su vida. Así que tranquilo, abuelo: tu amigo Ed Wood logró la fama y será siempre recordado. Es un director de culto.
—Bueno —dijo Eldon estirándose —quizás no es exactamente la manera en la que él deseaba pasar a la posteridad; aunque, conociéndole, seguro que existe un cielo de lencería de encaje y desde allí lo estará disfrutando.
Un carraspeo amenazante desvió la atención de abuelo y nieta. Ante ellos, un matrimonio maduro con los brazos en jarra y caras de pocos amigos.
—Padre, ya estamos aquí —gruñó el hombre —¿Acaso te has vuelto…?
—Silencio, por favor —interrumpió Janis —os recomiendo que escuchéis al abuelo antes de abroncarlo: es toda una historia.


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