Brooklyn,
Nueva York, 1993. Sala de curas de un hospital. Una enfermera atiende a un
hombre mayor sentado en una camilla. Le cuelgan los pies como a un niño; con la
edad encogió.
—…y
eso ocurrió en Betio, un islote más pequeño que Central Park. Murieron seis mil
hombres en tres días, entre marines y japos… vaya.
El
anciano enmudeció al reparar en la tarjeta de identidad de la enfermera
asiática que le tomaba la tensión: “Takanawa, Mary”.
—Perdóneme,
doctora —musitó avergonzado y se removió en la camilla.
—No
se preocupe, Eldon —respondió ella cordial. El paciente se tranquilizó al oír
su nombre de pila.
En
ese momento irrumpió en la habitación una joven acompañada de un policía. Eldon
se removió inquieto.
—¿Estás
bien?, ¿sí? —Preguntó la chica al anciano—soy Janis Thompson, la nieta de este
hombre— aclaró mirando a la doctora.
—Descuida,
cariño. Sólo fue una crisis nerviosa —explicó Eldon.
La
preocupación de la joven mudó a enfado.
—¿Te
das cuenta del susto que nos has dado? ¡Este poli viene a buscarme a la
facultad y me dice que te han encontrado histérico en la puerta de un cine
porno! ¡Cuando le vi creí que te habían robado o algo peor!
—Escuche,
Janis —intervino la doctora, que ya había terminado el chequeo —voy a darle el
alta a su abuelo y necesita tranquilidad —avisó.
—Entiéndalo,
doctora, no sabe el disgusto que tienen mis padres —se excusó la joven— están
conduciendo desde New Jersey con el corazón en un puño. Menos mal que yo vivo
aquí y saben que no está solo en el hospital.
—Os
pido perdón a todos. Era necesario que estuviera hoy en Nueva York —dijo el
hombre al incorporarse.
—¿Escapándote
de noche como un ladrón? En casa pensaron que dormías hasta que les avisé: ¿imaginas
cómo se puso mamá al ver que no dormiste en casa?
Eldon
observaba de reojo mientras se ajustaba una descascarillada muleta.
—Disculpe,
señorita —volvió a interponerse la enfermera —le ruego que se calme. Todo tiene
su explicación.
Janis
escrutó a la doctora y al policía; ambos asintieron con tal convicción que la
intrigaron, más que serenarla.
—Recomiendo
que escuche a su abuelo antes de abroncarlo, Janis: es toda una historia —añadió
el policía. Después, se cuadró ante el hombre e hizo un saludo militar. —Semper fideles, Mr. Thompson. Un honor
haberle conocido.
Se
estrecharon la mano y el agente se retiró.
—No
entiendo nada —musitó la chica—, y menos lo que acaba de hacer ese polizonte
tan ceremonioso.
—Ustedes
pueden hablar en la cafetería del hospital —indicó la doctora— Avisaré en
admisión para que envíen allí a sus parientes cuando lleguen.
Al
rato, abuelo y nieta comparten barra en la cafetería; sorben dos gigantescos
batidos. Codo con codo, sin mirarse, abstraídos con las charlas intrascendentes
de banquetas y mesas vecinas. Ninguno se atreve al romper el silencio: ella,
porque intuye que el asunto será espinoso; él, porque no tiene idea de cómo
empezar. Cuando se acerca la camarera con la cuenta, Janis palpa la chaqueta
del abuelo, extrae su cartera del bolsillo interior, la abre, saca unos dólares
y paga.
—Invitas
tú —dijo ella—, porque casi me da un infarto por tu culpa. Y ahora vas a
aclararlo todo. Quizás pueda convencer a papá y mamá de que no te asesinen.
—¿Seguro
que deseas saberlo? Quizás te resulte desagradable.
Janis
gira la banqueta cruzándose de brazos, encarando al hombre.
—Tienes
una hora hasta que lleguen.
—Está
bien, querida. Antes de devolverme la cartera, ábrela y busca tras la foto de
la familia.
La
joven obedeció y encontró un ajado parche de tela: un rombo rojo bordado con
una estrella blanca de cinco puntas y la cabeza de un indio en su interior.
—¿Qué
es?, ¿una insignia?
—Primer
batallón, sexto regimiento de la segunda división de marines —puntualizó el
abuelo.
—¿Participaste
en la Segunda Guerra Mundial? Nunca hablaste de ello; ni mamá, ni papá…
—Claro,
me disgusta recordar y ellos lo saben. Tuve los nervios rotos durante años.
Ahora lo llaman: “trastorno de estrés postnosequé”.
—Me
dejas de piedra. Pensaba que tu cojera te libró del ejército.
—Cariño:
mi pierna no me libró de la guerra: por la guerra la tengo así.
—¿Tiene
que ver con tu crisis de hoy? —preguntó ella sopesando la tela en su mano.
—Claro.
—Pero
en un cine porno de barrio no dan películas de guerra. Y ahí te encontró la
policía.
—Me
vas a disculpar, preciosa, mejor empiezo con algún apunte biográfico ¿me
perdonas por contarte mi vida?
Janis
sonrió y arropó la mano de él con las suyas.
—Bueno,
mientras no empieces desde muy atrás…
—Ya
sabes que me crie en Montana. Tras el ataque a Pearl Harbor me alisté en los
marines; aparte de por defender a mi país, soñaba con ver el mar. Siempre creí
que podría compararse la inmensa extensión de la pradera con el mar, sólo que
en vez de hierba, vería agua; sólo me aproximé, porque el Pacífico es la enormidad
absoluta. Todo, hasta la luz, era más intenso, apabullante. Nunca me sentí tan
vivo e invencible; al menos, hasta que entramos en combate por primera vez. Hay
algo que es preciso saber sobre nosotros: en las películas de Hollywood ves a actores
adultos, hombres hechos y derechos representando a marines, y no es cierto; en
realidad casi todos teníamos entre diecisiete y diecinueve años. Nuestro
bautismo de fuego fue en la mañana del veinte de noviembre de mil novecientos
cuarenta y tres, durante el asalto a la isla de Betio, en el atolón de Tarawa.
—¿Y
eso está…? —preguntó Janis.
—Islas
Gilbert, en el Pacífico central. Hacia el oeste. En medio de la nada.
—Ya
ubico el lugar… más o menos. Continúa, por favor.
—Betio
no era gran cosa: una milla de largo por media de ancho; terreno llano, arena y
palmeras. Se abarca de un vistazo. El plan era sencillo: la armada bombardea
hasta dejarla como la superficie de la luna, y luego nosotros desembarcamos
para plantar la bandera y posar para la foto. Esa era la idea y fue un grave
error. El bombardeo apenas hizo mella, porque los japos construyeron búnkeres
por todas partes; y en ellos nos esperaban los cabrones del Tokubetsu
Rikusentai.
—¿Qué
cabrones dices, abuelo? —preguntó la joven.
—Perdona
la palabrota, me refiero a la infantería de marina japonesa: éramos marines
contra marines… a media milla de la costa había arrecifes cuya profundidad
calcularon mal los de inteligencia. Teníamos unos cuantos tractores anfibios,
parecidos a tanques, que con las cadenas podían pasar por encima; pero nuestras
lanchas, donde íbamos la mayoría, no tenían calado suficiente para superarlos…
…nada
más subir a los botes todo fue a peor: no hubo coordinación en el asalto a las
distintas playas asignadas y, tan pronto cesó el bombardeo, los japos salieron
de sus madrigueras y respondieron con sus cañones; entonces vimos los primeros
transportes volar en pedazos. Semanas antes, nos despedía mamá en la estación y
hoy compartes lancha con los restos de un amigo que acaba de ser decapitado por
la metralla. Eso marca a cualquiera. No nos entrenaron para asumir que cada
amigo que ves con las tripas fuera o cada vida que arrebatas se quedan
contigo... …mejor lo dejo aquí, cielo —se excusó el hombre mirando a la
muchacha —no tienes porqué escuchar esto.
—Descuida,
soldado —dijo Janis sonriendo —recuerda que vivo en Queens: ¿crees que no he
visto atrocidades?
—Claro,
nena —afirmó él más relajado—. Durante aquel lío, mi lancha encalló en el
arrecife y tuvimos que saltar por la borda. Para ganar la playa vadeamos una
milla con el agua hasta el pecho. Nos ametrallaban y llovía fuego de mortero,
obuses, todo lo que tenían; y nosotros, cargados con el equipo, apenas podíamos
movernos caminando por el agua. Algunos se ahogaron sin necesidad de que los
matase el enemigo. En tierra sólo se distinguían árboles en llamas y columnas
de humo, y desde ese paisaje volaban hacia nosotros los fogonazos de las balas
trazadoras. Parecía que caminábamos hacia un monstruo que nos tragaría. Cerca
de la costa, el agua era rojiza y flotaban cuerpos y trozos de gente. Casi
nadie logró llegar en la primera oleada. En mi vida pasé tanto miedo…
…en
la playa sólo podíamos pegar la cara al suelo y arrastrarnos sin tener claro
dónde estábamos ni dónde había que ir. Algunos chicos estaban paralizados, idos.
Casi todos los oficiales habían muerto y las radios estaban inutilizadas por el
agua salada, así que carecíamos de órdenes claras. Recuerdo esos momentos como
una mezcla perfecta de terror y confusión. Y entonces apareció el marine Wood,
un veterano.
—¿Y
él es…?
—Quien
vine a buscar aquí cincuenta años después.
—Sigue,
por favor, empiezo a entender.
—En
batalla te salva la vida alguien que tome decisiones y te haga seguirlo. Puede
equivocarse, pero te ofrece una oportunidad. Los indecisos mueren. Wood se unió
a nuestro grupo, se hizo responsable y nos sacó de la playa hasta un terraplén.
Se mostraba centrado bajo el fuego, con la tensión justa y el miedo asumido,
seguro de sí mismo a pesar de tener de nuestra edad. Su cara era muy agradable,
simpática, con ojos traviesos. Se había dejado un bigotito como el de Errol
Flynn, ese bigote afilado que al bueno le hace parecer simpático y al malo le
da un toque de crueldad…
…tras
resguardar a mi grupo, el tipo se aventuró entre los disparos para recoger a
más gente. No pude preguntar su nombre ni darle las gracias. No es que la isla
tuviera zonas seguras; podías estar al lado de un fortín camuflado y cualquier
hijo de puta sólo tenía que asomar el fusil por la tronera y dispararte a
quemarropa. No obstante, aquel chico alargó la vida de algunos, y otros hasta
sobrevivimos…
…hacia
el mediodía consolidamos la cabeza de playa y nos adentramos unas yardas tierra
adentro. Un grupo y yo limpiamos un nido de ametralladoras y no atrincheramos
en él cuando Wood saltó al agujero; traía cervezas guardadas en su camisa.
Saludó a sus conocidos y se me presentó ofreciéndome una botella: “Hola, soy
Edward Wood jr., toma un trago”. A pesar de que hacía un calor de mil demonios,
reconozco que me quedé helado. Parecía que ese tipo estaba de picnic ¡y encima
era cerveza japonesa! “Eldon Thompson, de Broadview, Montana” fue lo único que
acerté a decir, sin dejar de mirar a la botella. Al ver mi cara de asombro me
palmeó la espalda y dijo: “cerveza Kiri, vaquero, dulcecita, la guardaban ahí
atrás, enterrada en la arena”.
—Curioso
tipo, abuelo —dedujo Janis.
—Y
eso fue el principio. Al abrirse la camisa para repartir las botellas vi su
pecho rodeado por un vendaje rojo, como si viniera herido, hasta que me fijé
bien y ¡era un sujetador!
—¿Cómo?
—exclamó Janis con los ojos muy abiertos.
—Un
sostén de encaje. Y cuando Wood se largó reptando distinguí más tela roja por
un roto de sus pantalones, a la altura del trasero; supuse que tampoco sería
una venda.
—¿Unas,
unas bragas? —preguntó la joven sin contener la risa.
—Justo
eso comenté a los chicos, y así era. “¿A ese tipo qué le pasa?, ¿se ha vuelto
loco?” pregunté, y un compañero aclaró: “para nada, es un hombre estupendo y
muy mujeriego, sólo que es fetichista”. “¿Fetichista?, nunca escuché esa
palabra”, les dije, “¿lleva ropa interior de chica y decís que no es un rarito?”.
Y comenzaron a narrar sus hazañas en Guadalcanal, cómo lo apreciaban todos y
que los mandos hacían la vista gorda con esa costumbre. También contaron que
peleaba como un bestia, pues le daba pánico que los japoneses lo apresaran y
descubrieran su secretillo al registrarlo…
…
me sentí como un idiota después de escuchar esas historias. A lo mejor eso era
normal entre los yanquis del este, tan sofisticados, y yo sólo era un paleto
criado entre caballos, que sabía diferenciar un mustang de un appaloosa, pero
no un sarasa de un fetichista…
…al
atardecer ya habíamos conquistado la mitad de la isla y disfrutamos de un rato
de calma. Me ordenaron buscar una camilla y embarcar heridos en los transportes.
Con el calor y la humedad los cuerpos se descomponían muy rápido y tuve que
partir en dos un cigarrillo para meterme los trozos en la nariz. Me tocó de
compañero un tipo que se había colocado la máscara de gas. Al verme, se la
apartó un momento de la cara y me saludó: se trataba de Wood. Era reconfortante
verlo bromeando con los heridos mientras los cargábamos. Nos tomamos un
descanso en un espigón que habían construido los japos y que ofrecía relativa cobertura.
Fumamos y charlamos...
…”Supongo,
Montana, que te gustarán las películas del oeste”, afirmó. “Claro, ¿a quién no?”,
respondí. Y comenzamos a charlar sobre cine. Parece ser que le regalaron una
cámara de niño y desde entonces su sueño era ser el segundo mejor director de
la historia. “El primero es Orson Welles”, admitía. Y luego alabó durante un
rato “Ciudadano Kane” y aseguró que al terminar la guerra dirigiría una
película casi tan buena y que podrían verla gratis todos los marines. Y que
dudaba si usar como nombre artístico el suyo propio o “Akdov”, vodka al revés. Le
prometí que iría a verla; y siempre cumplo mis promesas…
…La
mañana siguiente nos encontramos por última vez. Él volvía a ejercer de
camillero, y el marine que transportaba con esquirlas de proyectil en la pierna
era yo. Me dolía horrores y él sonrió para animarme, mostrándome su boca
destrozada. “¿En qué lío te has metido, Eddie? ¿Y tus dientes?”, pregunté. “Me
los voló un japo de un culatazo antes de que lo despachara. Consuélate: tú
sigues teniendo una bonita sonrisa”, fue su respuesta…
…desde
el barco hospital me repatriaron y perdí el contacto con Wood. En alguna
reunión de veteranos, años después, me enteré que había ganado una estrella de
plata y otra de bronce al valor en combate, que fue herido de gravedad y terminó
la guerra de oficinista; y luego se lo tragó la tierra…
…como
New Jersey está aquí al lado, me pasé cuarenta años buscando su nombre en las
carteleras cinematográficas de la prensa neoyorkina, y nada. Me extrañaba:
alguien con su encanto personal y agallas tenía que lograr su sueño de una
forma u otra. Más que por rendir visita en su gran estreno, deseaba volver a
verlo para estrechar su mano, darle las gracias por la ayuda que prestó a este
marine inexperto y mostrarle las fotos de mi familia, que quizás no hubiera
existido de no haber sido por él…
…en
los años setenta alguien me llamó para decirme que Wood había fallecido y perdí
la esperanza de cumplir mi promesa. Seguía ojeando los estrenos en el periódico
más por hábito que por otra cosa, hasta que hace dos días descubrí que en un
cine de mala muerte reestrenaban una película dirigida por un tal “Akdov”. No
me lo pensé y salí disparado a Nueva York…
…temí
lo peor al llegar a esa la zona de la ciudad y contemplar el miserable aspecto
del cine. Se trataba de un reestreno de películas verdes. La sala estaba casi
vacía, parecía una proyección privada, sólo para mí. La película, patética, la
dirigía él y también actuaba. Aparecía avejentado, gordo, grotesco, acabado, en
el papel de un putero que persigue en calzoncillos a unas mujeres repugnantes.
Se me partió el corazón al descubrir a qué se había reducido su hermoso sueño.
Supongo que también me asaltaron los recuerdos de Betio que aún andaban
emboscados y perdí el control. Lo demás ya lo sabes.
—Abuelo, eres grande —Janis lo abrazó
conmovida —y no te entristezcas, porque sí consiguió ser alguien recordado.
Eldon
entrecerró los ojos, escéptico.
—Querida,
te recuerdo que soy bastante inteligente. Si me vas a consolar con poesía o
metafísica ahórratelo, por favor.
—Yo
conozco a tu amigo y alcanzó la fama. Hace poco publicaron un bestseller sobre
cine y él fue elegido como el peor director de la historia.
—¿Bromeas?
—No.
Sus obras sin pies ni cabeza y plagadas de fallos se ven en las filmotecas. Es
un personaje muy querido. Rescató a Bela Lugosi del olvido para rodar unas
películas de ciencia ficción tan malísimas como encantadoras. Incluso en
Hollywood preparan un film sobre su vida. Así que tranquilo, abuelo: tu amigo Ed
Wood logró la fama y será siempre recordado. Es un director de culto.
—Bueno
—dijo Eldon estirándose —quizás no es exactamente la manera en la que él
deseaba pasar a la posteridad; aunque, conociéndole, seguro que existe un cielo
de lencería de encaje y desde allí lo estará disfrutando.
Un
carraspeo amenazante desvió la atención de abuelo y nieta. Ante ellos, un
matrimonio maduro con los brazos en jarra y caras de pocos amigos.
—Padre,
ya estamos aquí —gruñó el hombre —¿Acaso te has vuelto…?
—Silencio,
por favor —interrumpió Janis —os recomiendo que escuchéis al abuelo antes de
abroncarlo: es toda una historia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario