lunes, 12 de septiembre de 2016

MAJADERO

    Como estoy teniendo problemas técnicos para subir las animaciones, pues toca un mini relato (con derechos registrados, desparasitado y con cartilla de vacunas). -Foto de Antoine Pound-.


    MAJADERO

   

El asesino debía estar de pésimo humor. Cuando el joven detective Rodríguez entró en el cuartucho, vio al muerto sobre la cama con una maja de mortero introducida por el trasero.
—Suicidio, seguro —se guaseó Frank, un agente veterano. Su rostro de gladiador, se torció en una desganada mueca. Era un irlandés de manual, de los que paren en Hell´s Kitchen, que pasó la juventud zigzagueando entre legalidad y delincuencia y sólo por tradición familiar acabó en el Cuerpo en vez de en la mafia como recaudador.
—Muy sensible, jefe —replicó Rodríguez, que era su compañero novato. Sabía que tras dos años juntos podía permitirse cierta familiaridad, siempre que respetase la veteranía y supiera cuándo cerrar la boca. Ya se había ganado algo de su respeto a pesar de tener estudios y un origen sureño (muy sureño); nunca averiguó cuál de ambos rasgos le incomodaba más a Frank.
Frank le señaló con la cabeza a los paramédicos. Recogían el instrumental; no había nada que hacer: aparte del daño obvio, en la nuca del muerto se apreciaba un pequeño agujero de bala.
—Chicos, ahora es nuestro —Rodríguez les indicó el camino de la puerta.
Sólo restaba esperar la llegada del forense y los de huellas. Las noches de fin de semana siempre hay más trabajo. Cuando se quedaron solos, el novato echó un vistazo al orificio del cráneo.
—Parece de un treinta y ocho: una ejecución —dedujo, e interrogó con la mirada a Frank.
—Bingo, chaval —aprobó el veterano—. Habrás notado que este fiambre no es de esta mierda de barrio; tiene hecha la manicura y la ropa tirada es de marca.
—Seguro que vino a echar una cana al aire y todo acabó mal. Pudo ser un chapero que le robó y después le metió esa cosa en el trasero como desprecio final.
—No —corrigió Frank—: busca su billetera en la chaqueta; habrá dinero, tarjetas de crédito y una identificación personal.
Rodríguez obedeció y encontró un fajo de billetes sujetos con una pinza metálica, una American Express platino y la tarjeta de acceso de una universidad privada; era profesor de niños ricos. La admiración que sentía por el olfato de su compañero se fundió con la extrañeza, creando un incómodo sentimiento híbrido.
—¿Cómo lo averiguaste, Frank? —Preguntó— Te estás burlando de mí. Yo llegué después que tú; seguro que llevabas un buen rato en este escenario y lo registraste sin esperarme.
—Has acertado en que yo estuve aquí antes, pero no registré nada —admitió Frank.
—Entonces… ¿cómo lo sabías? —interrogó su compañero con los ojos como faros de coche.
—Porque yo le maté.
Frank desenfundó su revólver y se voló la cabeza. En el lapso que tardó la bala en licuar su cerebro, vio en rápida sucesión la noche anterior, cuando descubrió en la cocina pistas de que su mujer, que casi ni le dirigía la palabra, había cocinado para alguien: la maza del almirez apestaba a especias; denotaba esmero e interés, y como en casa sólo se comía basura precocinada desde que se hartaron el uno del otro... Aquella mañana Frank simuló ir al trabajo y siguió a su esposa. Ella se encontró con un hombre maduro en una cafetería elegante, de esas en las que también se presentan libros y se recitan poemas las noches del sábado y toda esa mierda. Desayunaron igual que adolescentes enamorados. El tipo bien vestido era el ideal de ella, Frank lo sabía: exquisitos modales, culto en apariencia, quizás mediocre en la cama pero sensible, de esos que abrazan después de echar un polvo. Frank sólo era un bruto, de lecturas justas, quemado, al borde de la jubilación y, por cómo hacían manitas los  adúlteros, también del divorcio.
—Que se lo quede, la puta desagradecida—, se animó a sí mismo.
Se imaginó libre, pescando en los Grandes Lagos sin nadie que le molestase, en la motora que llevaba años pagando a plazos y que le costó aquella bronca tan monumental, con una nevera llena de cervezas y bocadillos de bacón… casi se sintió en el paraíso. Siempre llevó a rajatabla el dicho de: “si no soy suficientemente bueno para ti, tú no lo serás para mí”. La concedería el divorcio en cuanto se lo pidiera y que aguantara su endemoniada menopausia el otro alelado.
Pero algo ocurrió: el finolis dijo algo que la hizo reír. Eso era peor que follarse a la mujer de otro: ¡era inadmisible! Frank llevaba tanto tiempo sin verla reír que empezó a odiarles, sobre todo a él. Volvió a casa y recogió la maza del almirez.

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