Como estoy teniendo problemas técnicos para subir las animaciones, pues toca un mini relato (con derechos registrados, desparasitado y con cartilla de vacunas). -Foto de Antoine Pound-.
MAJADERO
El
asesino debía estar de pésimo humor. Cuando el joven detective Rodríguez entró
en el cuartucho, vio al muerto sobre la cama con una maja de mortero
introducida por el trasero.
—Suicidio,
seguro —se guaseó Frank, un agente veterano. Su rostro de gladiador, se torció
en una desganada mueca. Era un irlandés de manual, de los que paren en Hell´s
Kitchen, que pasó la juventud zigzagueando entre legalidad y delincuencia y
sólo por tradición familiar acabó en el Cuerpo en vez de en la mafia como
recaudador.
—Muy
sensible, jefe —replicó Rodríguez, que era su compañero novato. Sabía que tras
dos años juntos podía permitirse cierta familiaridad, siempre que respetase la
veteranía y supiera cuándo cerrar la boca. Ya se había ganado algo de su
respeto a pesar de tener estudios y un origen sureño (muy sureño); nunca
averiguó cuál de ambos rasgos le incomodaba más a Frank.
Frank
le señaló con la cabeza a los paramédicos. Recogían el instrumental; no había
nada que hacer: aparte del daño obvio, en la nuca del muerto se apreciaba un
pequeño agujero de bala.
—Chicos,
ahora es nuestro —Rodríguez les indicó el camino de la puerta.
Sólo
restaba esperar la llegada del forense y los de huellas. Las noches de fin de
semana siempre hay más trabajo. Cuando se quedaron solos, el novato echó un
vistazo al orificio del cráneo.
—Parece
de un treinta y ocho: una ejecución —dedujo, e interrogó con la mirada a Frank.
—Bingo,
chaval —aprobó el veterano—. Habrás notado que este fiambre no es de esta
mierda de barrio; tiene hecha la manicura y la ropa tirada es de marca.
—Seguro
que vino a echar una cana al aire y todo acabó mal. Pudo ser un chapero que le
robó y después le metió esa cosa en el trasero como desprecio final.
—No
—corrigió Frank—: busca su billetera en la chaqueta; habrá dinero, tarjetas de
crédito y una identificación personal.
Rodríguez
obedeció y encontró un fajo de billetes sujetos con una pinza metálica, una
American Express platino y la tarjeta de acceso de una universidad privada; era
profesor de niños ricos. La admiración que sentía por el olfato de su compañero
se fundió con la extrañeza, creando un incómodo sentimiento híbrido.
—¿Cómo
lo averiguaste, Frank? —Preguntó— Te estás burlando de mí. Yo llegué después
que tú; seguro que llevabas un buen rato en este escenario y lo registraste sin
esperarme.
—Has
acertado en que yo estuve aquí antes, pero no registré nada —admitió Frank.
—Entonces…
¿cómo lo sabías? —interrogó su compañero con los ojos como faros de coche.
—Porque
yo le maté.
Frank
desenfundó su revólver y se voló la cabeza. En el lapso que tardó la bala en
licuar su cerebro, vio en rápida sucesión la noche anterior, cuando descubrió
en la cocina pistas de que su mujer, que casi ni le dirigía la palabra, había
cocinado para alguien: la maza del almirez apestaba a especias; denotaba esmero
e interés, y como en casa sólo se comía basura precocinada desde que se
hartaron el uno del otro... Aquella mañana Frank simuló ir al trabajo y siguió
a su esposa. Ella se encontró con un hombre maduro en una cafetería elegante,
de esas en las que también se presentan libros y se recitan poemas las noches
del sábado y toda esa mierda. Desayunaron igual que adolescentes enamorados. El
tipo bien vestido era el ideal de ella, Frank lo sabía: exquisitos modales,
culto en apariencia, quizás mediocre en la cama pero sensible, de esos que
abrazan después de echar un polvo. Frank sólo era un bruto, de lecturas justas,
quemado, al borde de la jubilación y, por cómo hacían manitas los adúlteros, también del divorcio.
—Que
se lo quede, la puta desagradecida—, se animó a sí mismo.
Se
imaginó libre, pescando en los Grandes Lagos sin nadie que le molestase, en la
motora que llevaba años pagando a plazos y que le costó aquella bronca tan
monumental, con una nevera llena de cervezas y bocadillos de bacón… casi se
sintió en el paraíso. Siempre llevó a rajatabla el dicho de: “si no soy
suficientemente bueno para ti, tú no lo serás para mí”. La concedería el
divorcio en cuanto se lo pidiera y que aguantara su endemoniada menopausia el
otro alelado.
Pero
algo ocurrió: el finolis dijo algo que la hizo reír. Eso era peor que follarse
a la mujer de otro: ¡era inadmisible! Frank llevaba tanto tiempo sin verla reír
que empezó a odiarles, sobre todo a él. Volvió a casa y recogió la maza del
almirez.
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