viernes, 16 de septiembre de 2016

Мясо. (Myaso). CARNE

¡Ahí va otro relato!






Мясо. (Myaso).
Carne

I.
En mil seiscientos uno, siendo zar Boris Fiódorovich Godunov, la Parca hizo de Rusia su hogar. Era la época que luego se llamó “pequeña edad del hielo”, cuando gélidos estíos tornaron yermos los campos antaño feraces. Para agravar los efectos de la hambruna, las epidemias y las continuas guerras, los siervos permanecían atados por ley al territorio de su señor y no podían emigrar, por lo que algunos cayeron en el canibalismo allí donde la escasez de alimento era más atroz.
El jinete no se extrañó al encontrar a un famélico grupo de mujiks troceando un cadáver junto a la vereda. Se acercó a ellos sin temor, con lástima; no eran depredadores, sino carroñeros a su pesar. Los vasallos retrocedieron avergonzados. Sus miradas opacas llenaron al hombre de tristeza. Sin desmontar les lanzó la cecina y el pan que le quedaban y preguntó cómo llegar a la casa de su señor para solicitar hospitalidad, pues se acercaba el ocaso y no eran seguros los caminos. Los siervos, agradecidos por tales manjares, señalaron al viajero la dirección en que se levantaba la isba del amo, Vladimir Chertkov, y a la vez le advirtieron sobre su tenebroso pasado; había servido en la guardia de Iván IV el Terrible, los oprichnickis, participando en cientos de matanzas hasta su postrera caída en desgracia, cuando la vesania del zar le mostraba traidores allá donde mirase. A pesar de ello, Chertkov renovaba cada noche sus votos de fidelidad encendiendo velas ante un icono del soberano:
“Juro ser fiel al zar y a su imperio, al zarévich y a la zarina, y revelar todo lo que sé o pueda saber sobre cualquier maquinación urdida contra ellos.
Juro renegar de mi linaje y olvidar a mi padre y a mi madre.
Juro asimismo no comer ni beber con la gente de la ziemschina ni tener contacto con ellos.
En fe de lo cual beso la cruz”.

II.
El extranjero repasó su plan mientras cabalgaba las pocas verstas que lo separaban de la cabaña del hombre al que pensaba asesinar. Los miembros de la pequeña nobleza provinciana, de natural desconfiado, siempre se tornaban hospitalarios con él si se hacía pasar por un gentilhombre originario de alguna provincia de la oprichnina, ya que así despejaba cualquier sospecha sobre un origen boyardo o livonio.
Hasta el momento siempre había encontrado la ocasión perfecta para hundir el cuchillo en la garganta de su víctima y huir. Normalmente atacaba tras una buena cena, cuando todo el mundo dormía excepto el anfitrión y él, y ambos se relajaban al amor de la chimenea contándose historias frente a una botella de licor. En otras incursiones menos afortunadas (muy a su pesar) también se vio forzado a llevarse por delante algún familiar o sirviente; pero la deuda de sangre contraída treinta años atrás, cuando él era niño, constituía la estrella polar de su vida, más allá de cualquier conmiseración con los inocentes que se interponían en su camino.
Al fin encontró al viejo Chertkov dormitando en una mecedora en la puerta de la isba. El extranjero desmontó, entregó las riendas a un siervo y se presentó con la identidad que pensó apropiada para la ocasión. El amo se desperezó ante el recién llegado e hizo lo propio. Se conservaba muy bien para rozar los sesenta años. Sonreía; no obstante sus ojos almendrados denotaban un origen tártaro y carácter sanguíneo e intemperante, quizás propenso a la brutalidad. Lucía perfectamente rasurado y su ropa negra de montar, semejante al uniforme oprichnick, mostraba sin disimulo su pasado; no como otras víctimas del visitante que lo disimulaban con la indumentaria boyarda: largas barbas, altos gorros de marta y abrigos de brocado hasta los tobillos.
Tras desearse parabienes, el amo empujó al extranjero hacia un grupo de lacayos.
—Prendedle y traedlo dentro— ordenó.
Los siervos arrastraron al viajero dentro de la casa. Eran débiles y esqueléticos, pero demasiados para resistirse. Después lo ataron a un taburete. No disfrutaban con ello y al salir le dirigieron una mirada a modo de disculpa. A Chertkov se le desdibujó la sonrisa cuando notó la compasión de sus siervos.
—¿Pretendías devorar a un oso con tus fauces de ratón? —Tronó al prisionero— Reconocí el caballo, necio. Cambiaste los arreos y la silla, pero no el animal. Fue un regalo mío a su dueño, que era mi amigo. La casualidad ha sido tu perdición. No eres el primero que viene a matarme. Podrías ser mi hijo, así que deduzco que siendo tú niño quizás hice empalar a tu sediciosa familia o decapité a algún ascendiente tuyo en combate. ¿Cierto?
—No permitiré que te envanezcas con mi respuesta. Sólo has de recordar mi nombre: Konstantin Pozharski—repuso altivo el prisionero mientras le escupía.
—¿Pozharski? — El oprichnick se limpió la cara con la manga de la camisa y rio—. Ese apellido significa “incendio”. Seguro que te lo cambiaste porque los tuyos acabaron quemados. —Señaló a la pared sobre la chimenea. Un knut de seis colas colgaba junto al retrato iluminado del zar. Las tiras finalizaban en unos pequeños ganchos metálicos que refulgían con la luz de las velas del icono—. A mis siervos los azoto con esa belleza; puedo flagelarte hasta desollar la carne sobre tus costillas y me dirás lo que quiero saber.
—Mi espalda ya conoce el mordisco del látigo. —Konstantin sonrió relajado—. Acepto mi destino. Eliminé a tantos oprichnikis como Dios me permitió. Yo sabía que era imposible mataros a todos: la sal esparcida en el suelo evita que cuaje la nieve en la entrada de casa, pero sería ingenuo aspirar a cubrir la inabarcable estepa. Presentía que un detalle insignificante como el de ese maldito caballo precipitaría mi final. Dejo este mundo en paz. Haz lo que tengas que hacer, que yo ya cumplí mi destino.
—Eres valiente, Kostia. Veo en tus ojos que soportarías el knut y has demostrado que no mereces irte de este mundo como un mujik —Se sentó frente a él. De no estar atado hubiera parecido una conversación cualquiera—¿Crees en los milagros, en el poder de los santos? ¿Eres un buen cristiano ortodoxo? ¿Un perro judío? ¿O acaso eres de esos católicos que se santiguan al revés? Nuestro padre el zar Iván Basilievich era muy religioso y quizás por ello perdiese la razón y disolvió la oprichnina. Yo le perdoné, pobre enfermo amargado, pero Dios vio con malos ojos las acciones de los oprichnikis y nos maldijo. El día de mi regreso al hogar salieron a recibirme mis padres, mi mujer y mis hijos. Abracé y cubrí de besos a mi familia y casi al momento comenzaron a marchitarse y a caer muertos a mis pies. Escucha: he firmado un libelo de repudio contra la humanidad y contra Dios. Yo creo en el averno; soy uno de sus oscuros santos y te mostraré mis estigmas.
Se quitó los guantes y le mostró los tatuajes de sus palmas. Primero la izquierda, con un perro fiel para proteger al zar y morder los tobillos de sus enemigos. Después la derecha, con una escoba para barrerlos. Posó sus manos en las sienes de Konstantin, suavemente, como un pope bendiciendo. El prisionero no se resistió. Primero sintió unos lacerantes pinchazos en la cabeza, como si hubiera comido nieve, luego se desmayó y expiró. La maldición de uno terminó y la del otro siguió alimentándose.
El amo pidió a un sirviente que trajera las pertenencias del fallecido. Cuando tuvo ante sí todo su equipaje metió la mano en una bolsa y se arañó con una uña corva. “Una zarpa de oso; será un recuerdo”, pensó, la dejó caer al suelo. Sintió que el siervo tras él estiraba el cuello tratando ver y le ordenó:
—Vuelve en una hora, cuando haya registrado todo esto. Avisa a los tuyos y os lleváis el cuerpo, me da igual si lo enterráis u os alimentáis con él, harapientos muertos de hambre.
Cuando salió el lacayo, el asesino volcó el contenido de las alforjas sobre una mesa. Cayeron un pergamino sellado, unos raros pétalos azules y varias piezas de plata que alentaron su codicia. Contó el dinero: dos grivnias. “Hombre de fortuna”, dedujo, “eso hacen ocho rublos, cuatrocientos gramos de plata. Una pequeña fortuna que me hará un gran servicio”. Sonrió al cadáver, se sirvió una copa y brindó hacia él de viva voz:
—Gracias, idiota.
Terminó de beber y registró el cuerpo. Ningún indicio u objeto que revelase su identidad.
—¿Y si ese papelote fuera su testamento? —susurró. —Con un poco de suerte podré averiguar su origen y devolver la visita a su gente.
Se acomodó frente al fuego con el documento, rompió el lacre y lo desenrolló. En él se exponía lo siguiente:

III.

A quien lo lea:
Yo, Konstantin, un alma condenada, he jurado ante Dios Todopoderoso consagrar vida y fortuna a la búsqueda y destrucción de los responsables de la tortura y asesinato de mi familia durante la expedición punitiva a Nóvgorod, mi hogar. Llevando a cabo tamaña venganza ultrajé mis manos con sangre inocente, y por tanto me he transformado en aquello que odio, en un execrable y despiadado asesino, como otro oprichnick entregado ciegamente a una sangrienta cruzada; ya he asumido que jamás veré el Cielo, triunfe o no en mi empresa.
En pocas jornadas arribaré a los dominios de Vladimir Chertkov, uno de los líderes de los perros del zar, la infame tropa satánica; y narraré en estas líneas el extraño peregrinaje que me llevó conocer su paradero, pues me ayudará a conservar la cordura que me queda.
Durante ocho estaciones lo busqué en vano, desde los Urales hasta el lugar donde la aurora boreal arropa con su manto la bóveda celeste, parecía que Chertkov se hubiese ocultado en el erebo y llegué a temer su exilio o fallecimiento antes de recibir su castigo. Cierto día descubrí en el istmo de Carelia un extraño parterre de rosas azules. Nunca fui supersticioso (ni siquiera mojaba con agua las esquinas de la casa recién habitada para satisfacer al espíritu domovoi); no obstante, era tal mi empeño por encontrar al asesino que pedí ayuda a la señora del inframundo, la vieja Baba Yagá Pata Huesuda, pues es sabido que rejuvenece cuando bebe la infusión de los pétalos azules y concede favores a quien se los proporciona.
Para forzar un encuentro con la bruja probé a acechar a sus servidores. Primero al caballero blanco, el que trae el alba, y al sentirse hostigado intentó matarme. Después al jinete negro que trae la noche y, refugiado en ella, me eludió. Finalmente fue el caballero rojo del atardecer quien me abordó, curioso, para saber por qué seguía a sus hermanos. Tras mostrarle las rosas que transportaba en mis alforjas, se comprometió a informar a su ama Baba Yagá sobre un posible trueque. Al poco tenía ante mí a la vieja, suspendida en el aire dentro de su gran almirez. Intercambiamos las flores por la información que precisaba sobre Vladimir Chertkov. Y quedó tan contenta con su adquisición que me regaló una de sus ponzoñosas garras de obsidiana, y cantó mientras se alejaba que basta un pequeño arañazo para que la víctima se suma en un trance de muerte aparente, pero conservando la mente lúcida y consciente del tormento al ser enterrado vivo. Y repitió su repulsiva canción hasta que su almirez volador se desdibujó en la línea del horizonte. Que Dios me perdone por lo que voy a hacer una vez más.

K.

El oprichnick dejó caer el documento, reparó en el rasguño de su mano, flaquearon sus piernas y se derrumbó en el suelo incapaz de moverse. Vio entrar a los mujiks con hachas y cuchillos para el despiece de las reses y escuchó su regocijo por hallar el doble de carne de la prometida.


Y Vladimir Visarionovich Chertkov, por vez primera en su vida, sintió miedo.










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