I.
Viernes por la mañana.
«¡Oh, Padre Celestial!, creo
en Ti y en nuestro general en jefe Robert E. Lee. Todos los hijos de Virginia
somos valientes y sé que dentro de unas horas ganaremos esta batalla. Por eso te
ruego —si es tu voluntad, claro— que no dejes que esos yanquis bastardos acaben
conmigo. De acuerdo, Señor, Tú dirás que quién soy yo para pedirte las cosas en
ese tono, que sólo soy un pobre granjero mitad oso, mitad tejón, y que los
yanquis también pertenecen a tu rebaño; pero verás, Padre, aunque sé que
disparando sus mosquetes no le acertarían a una vaca dentro de un granero… ¡Oh,
Dios mío! La cosa cambia cuando nos cañonean con metralla… ¡Al hijo de perra
que inventó la artillería deberían ahorcarlo! Bueno, recuerda lo que hemos
hablado. Tú eres mi Creador, Tú mandas, haz lo que quieras. Amén».
—Muchacho,
es la oración más extraña que he escuchado en mi vida —dice mi sargento—.
¿Puede saberse de qué recóndito agujero procedes tú? —me sonsaca mientras se
traga la risa.
Abro
los ojos y me levanto, porque siempre rezo arrodillado y muy, muy recogido. El
sargento es un hombre agradable. Hablamos poco, pero sé que nos caemos bien. Ya
peina alguna cana (no tenía cuando empezó la guerra hace dos años), fuma en
pipa y mira de frente. Se ganó el respeto de toda la división en la victoria de
Chancellorsville; hubo muchos incendios en la espesura y por eso tiene parte de
la cara quemada: así lo llamamos. A pesar de ello nada le agria el carácter,
siempre se hace entender sin andar gritando y enfadándose; recuerdo que, cuando
le ordenaron fusilar a un desertor, en vez de sermonearle con mucho: “…te lo
dije”, lo consoló, y el pobre desgraciado supo morir como un hombre.
—Soy
de un pueblecito del valle de Shenandoah, mi sargento— respondo mientras me
sacudo la tierra del pantalón.
—Por
tu forma de rezar, hubiera jurado que eras irlandés. En fin, sígueme.
El sargento me conoce y sabe que antes de
pelear me aparto de los compañeros para rogarte por mi alma, Señor. De todas
formas, ya sabes que procuro hablar Contigo a todas horas; es mi secreto. Si lo
contase pensarían que estoy mal de la cabeza, cuando precisamente tenerla
ocupada es el modo que encontré de no perderla. Cada uno encuentra su manera de
soportar tanta matanza. Yo me niego a dejar pasar mi vida borracho o en el
burdel; tengo a mi prometida en casa esperando que ganemos la guerra. A veces
echo mucho de menos a los míos y también los hablo, pero prefiero hacerlo
Contigo, Dios. Ya sabes: cuando pueden matarte es mejor estar en paz con el
Jefe, por si acaso.
Sigo
al sargento hasta la linde del pinar, donde se ha reunido el regimiento. Desde
el margen se extienden dos millas de campo abierto y en una pequeña elevación
ondean banderas de la Unión, bajo ellas se mueven puntitos azules, soldados
yanquis. Una barricada de rocas blancas protege su posición.
Los
cien hombres de mi compañía nos apretujamos frente a nuestro capitán. Parece
contento. Con su sable dibuja una línea en la tierra, deja caer una piedra
grande en un extremo, otra más pequeña en el otro y una piña en el centro,
después coloca una rama paralela frente a la línea.
—Esta
rama es Seminary Ridge, donde estamos —explica.
Aguarda
nuestra reacción y, sabedor de que le entendemos, prosigue. Apunta a la piña del
centro con el sable y dice:
—Nuestro
objetivo: Cemetery Ridge; allí. —Se vuelve y señala los árboles donde vimos
antes las dichosas banderas—. Es el centro de la línea del ejército de la
Unión, y su punto más débil tras dividir sus fuerzas para proteger los flancos,
que son: el pueblo a la izquierda… —Señala la piedra grande— …y las colinas a
la derecha. —Pisa la piedra pequeña—. Nuestra artillería bombardeará las
defensas yanquis y, una vez destruidas, cruzaremos este prado y tomaremos la
posición. Después nos seguirá la caballería de Stuart con el resto del ejército
y empujaremos al enemigo hasta Washington. Terminaremos hoy la campaña de
Pensilvania destruyendo el ejército del Potomac… ¡y de paso ganaremos esta
maldita guerra!
Nos
gusta el plan. Aullamos, por todo el bosque resuena nuestro Rebel Yell, seguro
que llega hasta los yanquis el sonido del grito de guerra.
¡El
general Lee cabalga hasta nosotros! saludaba a otros regimientos y le atrajeron
nuestros gritos. Se pasea entre la tropa montado en su precioso tordo gris. Con
su barba cana y mirada intensa parece (perdona la blasfemia, Padre) el
mismísimo Moisés. Todo el mundo quiere estrecharle la mano, tocarlo. Un
camarada que ha ido a la escuela me grita en el oído que Lee es el mejor
estratega desde un tal Alejandro, un tipo griego. También lanzamos hurras por
la victoria segura del ataque, por la vieja Virginia y por nuestros generales:
por Armistead, nuestro jefe de regimiento; por Pickett, que manda la división;
y, sobre todo, por Robert E. Lee, invicto líder del ejército de los Estados
Confederados de América.
Lee
se despide de nosotros sabiéndonos invencibles y va a saludar a los chicos de
la brigada de Kemper, formada a nuestro lado.
—Disculpe,
capitán ¿Cómo se llama el pueblo del flanco de la izquierda? —pregunta alguien
cuando flojean los gritos.
—Gettysburg —Responde el oficial.
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