2.
Viernes por la tarde.
No
he comido, Padre Celestial. Puede ser la disentería, o quizás los nervios. Es
la mala sensación de siempre y ya me acostumbré, como cuando te tienen que
sacar otra muela y ya sabes lo que te toca pasar y te molesta menos.
Veo
a dos capitanes de la compañía ce. Uno mira su reloj “casi la una de la tarde”,
oigo que dice. Estos chicos de ciudad necesitan una máquina para saber la hora,
pobres, ¿quién es el ignorante? yo la sé mirando la altura del sol, es lo
normal. Me gusta que la lucha vaya a ser al mediodía; es horrible la sensación
de no estar del todo despierto a primera hora de la mañana mientras alguien
intenta matarte.
Truenan
los primeros cañonazos. Nuestras baterías suman un total de ciento ochenta
piezas y disparan a un ritmo de un disparo por segundo; dentro de un par de
horas no quedará nada vivo en Cemetery ridge. Tenemos que abrir la boca como
hacen los artilleros para que no nos revienten los oídos con los estampidos.
Saber lo que le está lloviendo al enemigo nos da tranquilidad para el asalto.
El humo de la pólvora no nos deja ver nada tras las primeras salvas. Un
chistoso cuenta que, como mañana es cuatro de julio, se lo hacemos celebrar por
anticipado a los yanquis. De vez en cuando cae cerca algún proyectil enemigo
como respuesta.
Un
soldado de los nuevos remplazos nos avisa de que nuestro sargento y otros
suboficiales parecen bastante serios. Conocemos a cara quemada de varias
campañas y esto no es normal; algo le preocupa. Tenemos que enterarnos, claro,
y nos acercamos a hablar con él. Somos veteranos y sabe que puede ser franco,
que si hay problemas responderemos bien y le ayudaremos con los reclutas. La
moral de la tropa no peligra, aunque no todo sean buenas noticias.
—Por
favor, sargento, necesitamos saber qué vamos a encontrarnos— le pregunta un
cabo.
—¿Dudáis
de las órdenes recibidas?
—No,
señor. Llevamos dos días esperando y queremos combatir, pero sabemos que la
lucha ha sido muy sangrienta en otras partes del frente y no creemos que aquí
vaya a ser fácil— responde el cabo por todos nosotros.
—Está
bien. —El sargento me deja un pequeño catalejo y me indica que luego se lo pase
a mis compañeros— mirad allá, al objetivo. La mayoría sabéis lo que ocurrirá:
tenemos que avanzar milla y media al descubierto ¿veis la cerca de madera que cruza
todo el campo? mientras la atravesamos nuestras líneas se desordenarán y
tardarán en recomponerse. Y a partir de ahí estaremos bajo el fuego de
mosquetes y artillería de corto alcance. —Me da una palmada en el hombro—, la
metralla de la que hablabas con Dios. Calculo que para ese momento ya
rondaremos el cincuenta por ciento de bajas y…
Me
viene a la cabeza que el lugar al que vamos se llama: “Colina del Cementerio” y
noto un escalofrío. —Entonces ¿por qué atacamos precisamente ahí?— pregunto.
—Porque
la artillería del coronel Alexander quebrará sus defensas y destruirá la
mayoría de sus cañones, nuestro asalto romperá sus líneas y no podrán
contenernos. Seremos demasiados para ellos.
—Entonces
ya está hecho. Los yanquis casi han dejado de disparar— añado.
—Jamás
subestimar al enemigo. Usad otra vez el anteojo ¿Veis a su general a caballo
entre las explosiones, al descubierto? Da ejemplo y anima a sus hombres. Es
Hancock, un buen militar, tan competente como los nuestros. Si apenas disparan
porque les hemos triturado, estupendo; pero si retiraron los cañones y
ahorraran munición esperando el asalto…que Dios nos asista. —El sargento se
enciende la cachimba y se obliga a sonreír—. En fin, olvidad mi seriedad, mi
trabajo consiste en anticipar posibles problemas, por eso seguimos vivos,
recordar que tengo que cuidaros… ¡Ánimo, soldados! Los nordistas nunca han
reservado su artillería en toda la guerra, siempre disparan cuando pueden
hacerlo y sería muy raro que precisamente hoy cambiaran de táctica. Si cada uno
de nosotros cumple con su trabajo la victoria es segura. ¡Cuento con vosotros,
paletos!
Nos
deja. Vemos que otros soldados le preguntan y finge que no pasa nada. Somos los
veteranos del regimiento y le agradecemos su confianza. Será duro, pero
venceremos. Claro que sí.
Volvemos
junto al resto de la tropa, el ataque será pronto. Me apoyo en un árbol y mi
mano se pringa de resina. Me gusta su olor, los pinos de Virginia son tan
hermosos como estos de Pensilvania, otra obra tuya, buen Dios. Qué hermosa tierra
y qué pena regarla con sangre. Miro el cielo y me imagino que lo estoy viendo
mañana a estas horas, como si ya hubiera enviado mi cuerpo al combate mientras
mi cabeza duerme, y ya me he despertado después de haber pasado lo que quiera
que me vaya a tocar vivir ahora.
Me
da por razonar qué demonios hago aquí. Sí, fui reclutado. Dicen que todo empezó
por la emancipación de los esclavos y que los del norte iban a invadirnos. La
verdad, Padre Celestial, nunca he pensado mucho en política ni en los morenos:
viven en la miseria, pues yo también; no saben leer, pues yo tampoco. Dudo que
sea grato a los ojos de Dios que unos señoritos sin callos en las manos
obliguen a trabajar a unos pobres diablos. Los chicos de Alabama, usando la
jerga de los esclavos, se refieren en broma a los generales Lee y Longstreet
como “masa Lee” y “masa Longstreet”; hay tantos negros que
ya nos contagian su forma de hablar. El párroco de mi pueblo explica que la
Biblia justifica la esclavitud y no lo acabo de entender, igual que tampoco
creo que los negros no sean seres humanos; su sangre es tan roja como la mía,
lo sé porque la he visto. Eso sí, jamás aguantaré que unos malditos yanquis
invadan mi tierra y me digan lo que tengo que hacer. Faltaría más. Sí: sabía
que vine a la guerra por algo.
Termina
el bombardeo. Silencio raro, porque pitan los oídos. Nos llaman a formar.
Padre, recuerda lo que hablamos esta mañana. ¡Vamos allá!
El
soldado que camina frente a mí es maestro en Norfolk. “Oye, amigo” (le llamo
así, pues lo somos); “dime”, responde sin volverse; “mañana, cuando esto
termine, quiero que me enseñes a leer ¿de acuerdo?”; ahora sí se gira “será un
placer”, dice sonriendo.
Claro
que es mi amigo.
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