2.
TALAR LOS ÁRBOLES ALTOS
Kigali,
dos meses antes. Tarde del seis de abril de mil novecientos noventa y cuatro.
Aún llaman a Ruanda y Burundi: “la Suiza africana”.
El
vecindario, como gran parte de la ciudad, se derrama por la ladera de una
colina y sus calles son pendientes terrosas —toboganes de fango cuando llueve—.
Se apretujan los invitados en el pequeño jardín de cierta casa del suburbio de
Kanombe. No ha de entenderse como un chalet a la europea, sino como una
vivienda grande, de formas bastas, levantada con ladrillos de hormigón y
techado de uralita; el jardín, que también es garaje, consiste en el trozo de
foresta que queda dentro del cercado del terreno. Es un hogar de clase media,
separado de los vecinos por brochazos verdes de jungla allá donde todavía no se
han construido casas ni plantado bananos. En el jardín, los amigos hormiguean
frente a un raro tótem: una mesa, sobre ella una banqueta y encima el televisor
que sacó al exterior el señor Nzeyimana, propietario de la vivienda y anfitrión
de la fiesta; da igual que no juegue Ruanda, la Copa de África de fútbol es un
acontecimiento. La mesa fue calzada para que se mantenga recta por el señor
Hakizabera, un vecino albañil de profesión, que recibió el aplauso de la
concurrencia cuando mostró con un nivel la perfección de su trabajo. Juvénal,
uno de los nietos del señor Nzeyimana, completa la instalación con una
sombrilla que cubre el aparato por si lloviera. Podría haberse quedado en casa y
ver el partido, pero prefirió caminar una hora hasta Kanombe y disfrutar de las
cuarenta pulgadas de pantalla de la tele del abuelo.
“¡Goool!”,
aúllan todos. Zambia ha marcado el cuarto gol ante Malí y jugará la final.
—¿Quién
ha sido? —pregunta el señor Nzeyimana. Sale de la casa cargado con un barreño
en cuyo interior tintinean botellas de cerveza.
—Kenneth
Malitoli —se apresura a responder Juvénal.
El
hombre observa la repetición de la jugada y arquea una ceja.
—A
puerta vacía, también lo meto yo —afirma—. Entonces la final será Zambia contra
Nigeria —calcula mientras deposita el barreño en el suelo.
Los
invitados, una docena entre familia y vecinos, debaten sobre el asunto entre
sonoros brindis y risas. Al poco de finalizar el partido, vibra una explosión
en el cielo. Lejos, en lo alto, observan un diminuto incendio. “¿Fuegos
artificiales?” pregunta la tía Geneviève, “¿sobre las pistas del aeropuerto?”
responde con otra pregunta su marido. A pesar de la distancia, se distinguen
las luces estroboscópicas de un pequeño reactor; la cola arde en llamas rojizas.
Desde la colina de Masaka brota un fogonazo y una estela parte en dirección al
avión, que lucha por no entrar en barrena. Otro estallido más grande, y el
aparato cae del cielo partido en dos. “Ha sido un misil… dos misiles” afirma
Juvénal. “Trae la radio”, ordena su abuelo.
Algunos
convidados se retiran a sus casas por lo que pueda pasar. Quienes
permanecen con la familia Nzeyimana se
dividen el trabajo: unos buscan informativos en los canales de televisión y
otros exploran el dial de la radio. De momento sólo cosechan una sucesión de rumores:
primero informan sobre una explosión al final de la pista del aeropuerto, al
rato advierten de que se ha visto fuego en el palacio presidencial, después que
reventó un depósito de municiones del ejército y luego que ha sido un avión
estrellado. Al final, una certeza: se confirma que han derribado el avión
presidencial y no hay supervivientes. El presidente Habyarimana volvía de la
vecina Burundi tras firmar la paz con la guerrilla tutsi del FPR, una paz
auspiciada por Naciones Unidas: los culpables debían de ser los que dicta la
costumbre.
—¡Malditos
tutsis! —reniega la abuela.
—Mujer,
no creo que fueran ellos —corrige el abuelo—. Todos lo vimos: dispararon desde
el monte Masaka y ahí no están los del FPR, sino el ejército, y también hay un
centro de entrenamiento de paramilitares interahangwe. Créeme: ahí no
acamparían los tutsis ni locos.
Pasan
dos horas. Los adultos intercambian teorías, cada uno la suya: pudo ser una
venganza de militares descontentos por la paz, o del FPR para tener la excusa
de invadir el país desde sus refugios de Uganda, o un golpe de estado para que
la presidencia recaiga en la tutsi Agathe Uwilingiyimana… Juvénal se pierde con
tanta política y con el cloqueo simultáneo de los mayores. Su abuelo resume la
situación: “Da igual quién haya sido: todos querían verle muerto, hasta los
miembros del clan Akazu, el de su mujer”.
La
RTLM, Radio Televisión Libre de las Mil Colinas, emite continuos boletines y
consignas. Grégoire, primo de Juvénal, advierte que se oye a lo lejos el
traqueteo de ametralladoras. Se asoman a la ventana y la calle está oscura y
silenciosa excepto por ocasionales ráfagas, no demasiadas, no parece una
batalla ni un tiroteo, simplemente alguien dispara de vez en cuando.
Más informativos radiados, más lemas:
“RTLM Ruanda, el país de la
leche y la miel antes de que aparecieran las serpientes y empezara a correr la
sangre. Los tutsi son asesinos que colaboraron con los colonizadores belgas y
engañaron a nuestro gran presidente para firmar la paz con su guerrilla, ellos
planean un genocidio contra vosotros. ¡Defendeos! ¡Animaos, valientes hutu, las
tumbas aún no están llenas! Abrid el vientre de las embarazadas, erradiquemos
esa plaga, estad atentos, vigilad a vuestros vecinos, pueden ser cucarachas
tutsi. Se despide de vosotros vuestro amigo, Georges Ruggiu”.
—¿Tú
qué piensas, Juvénal? —Le pregunta el primo Grégoire.
Juvénal,
todo el país, llevan meses escuchando la perorata incendiaria: al cabo de un
tiempo lo estrambótico y exagerado produce indiferencia. El chico se ha
acostumbrado a una guerra intermitente y la asume como algo casi natural, como
los estragos anuales causados por las crecidas durante la estación de las
lluvias, e igual sobrelleva las noticias sobre asesinatos políticos; cada poco
aparecen dos o tres cadáveres en las cunetas. Para muchos la propaganda de la
RTLM son chillidos cómicos, infantiles, caricaturas, periodismo exaltado a la
africana: “¡os mataremos!, ¡os chuparemos la sangre!”. ¿Quién puede tomarlos en
serio?, ¿qué podía pasar? La ONU estaba allí, los cascos azules patrullaban por
todas partes en grupos de ocho, también había manadas de periodistas
extranjeros mientras el mundo observa las negociaciones de paz… así lo
manifestó el muchacho.
—¿Y
tú, Grég?: ¿crees que se va a liar otra vez? —repreguntó Juvénal.
Grégoire
sólo piensa en ganarse la vida tras dejar los estudios, igual que Juvénal. Es
alérgico a la política. Ahora piensa en las veces que se cruzó con grupos de
interahangwe bailando y cantando por la calle igual que en carnaval, sólo que
iban camino del estadio a afilar sus machetes sobre el campo de juego.
Bravuconería tolerada; se hacía en público y a nadie escandalizó. La única
precaución que tomaba Grégoire era salir de casa con el carnet; los gobernantes
hutus creyeron práctico conservar el legado colonial de unas tarjetas de
identidad donde figura la etnia del titular. Ganduleaban los milicianos en controles
de paso que improvisaban un poco por todas partes, donde les apetecía, sobre
todo si había alcohol cerca. “¡Poder hutu!”, gritaban alzando el puño, el primo
Grégoire replicaba: “¡poder hutu!”, mostraba su carnet si quedaba algún
miliciano sobrio capaz de leer, y le permitían circular. Era casi divertido.
—Hasta
ahora nunca me molestaron —reconoce Juvénal—. Son vagos y borrachos: en unos
días volverá la calma.
Las
teorías se esfumaron tras un nuevo tableteo de disparos: siempre se avientan
con su sonido.
—Abuelo,
tengo que llamar a casa —pide Juvénal.
Telefonea
a sus padres y le tranquilizan: en su barrio hay calma. No obstante deciden que
por seguridad el muchacho no se mueva de casa del abuelo hasta el día
siguiente. Juvénal acepta y la abuela acoge aliviada su decisión.
Los
invitados siguen opinando. Entre los asistentes hay hutus de madre tutsi, hutus
moderados y otros que apenas disimulan el enfado por el magnicidio. Cyprien, un
vecino gendarme de vacaciones, observa pensativo; los más exaltados buscan su
mirada para que confirme sus opiniones, y él rehúye el debate.
La
radio continúa la soflama:
“Cortar los pies de los
niños para que anden toda su vida de rodillas”, “matar a las niñas para que no
haya generaciones futuras”, “las fosas comunes aún no están llenas”, “matadlos,
no cometamos el mismo error que en 1959”.
Son
las mismas exageraciones de hace un año, pero esa noche, en aquel momento y
lugar, algunos parecen de acuerdo y el abuelo los encara:
—¿Cuántos
ruandeses os cruzáis a lo largo del día que podáis distinguir su etnia? Soy
viejo, y ante mí han matado personas por parecer tutsis, aunque eran hutus, y
al contrario: ¿sabéis por qué somos hutus? Porque cuando los colonizadores
belgas clasificaron a la población, nuestras familias no tenían las diez vacas
necesarias para que nos considerasen tutsis, sólo por eso. Diréis que hace
sesenta años medían nuestra nariz, o el color de nuestros ojos, sí, pero al
final sólo contaba la riqueza de la familia. Desde el año veintiséis, la
verdadera diferencia entre los ruandeses es la casta y no la raza.
Los
aludidos acogieron con reserva su opinión: donde esté un lema pegadizo y
repetido hasta el embotamiento, que se aparte el sentido común. Apenas le
mostraron recelo, pues era un anciano
respetado en el barrio. El gendarme hacía caso omiso al voceo; bajó el volumen
de la radio para permitir al anciano hablar y escucha la emisión con la oreja
pegada al altavoz.
—Entonces:
¿para usted de quién es la tierra? No dirá que de los tutsis que hace siglos
nos conquistaron —cuestiona al abuelo con cierta malicia el albañil Hakizabera.
—La
tierra es de quienes, cuando beben de un vaso, otros lo rompen con asco para
que nadie más lo use —afirma el anciano.
—¿Te
refieres a los pigmeos? —pregunta el primo Grégoire.
—Exacto:
los batwa. El hutu y el tutsi, por enzarzados que estuvieran, siempre tuvieron
tiempo para matarlos por creerlos colaboradores del enemigo. ¿Los tutsis son
ocupantes del país?, ¿se lo arrebataron a los hutus? Pues los hutus antes se lo
arrebataron a los batwa. Incluso la palabra “twa” es insultante. Donde muchos
ven a un “twa” yo veo a un impunyu, un binga, un mbuti o un benzi. Los
encuentro en la ciudad, mendigando o prostituyéndose, y sólo pienso que ellos
son los verdaderos dueños de esta tierra y que batwa, bahutu y batutsi
deberíamos dedicarnos a construir un país.
—Un
país sin cucarachas —Cyprien, el policía, rompe su silencio.
Los
presentes enmudecen, y el anciano, confuso, le observa. Cyprien le solicita que
lo acompañe fuera un momento. En la entrada, estrecha su mano en son de
disculpa y se sincera:
—Señor
Nzeyimana, siempre le he apreciado. Es usted un hombre cabal. Por favor,
escuche: aquí va a pasar algo grave. Acaban de emitir en la RTLM la frase: “es
hora de talar los árboles altos” y esa es una señal de aviso.
—¿Otro
golpe de estado? —El abuelo encoge los hombros—: ¿Señal para qué?, ¿para quién?
—Para
todos: ejército, milicias interahangwe, milicias impuzamugambi, guardia
presidencial, gendarmería… todos. Reúna a su familia, señor Nzeyimana, y corra
lejos del país. La violencia estallará como un muelle apretado, demasiados preparativos
para no hacer nada. Yo voy a reincorporarme al servicio en comisaría.
Estrecha
su mano de nuevo y se aleja hacia el camino. A los pocos pasos se gira y
recalca:
—¿Me
ha entendido, señor?: es la guerra.
sigue...
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