sábado, 3 de diciembre de 2016

BORRAR LA PIZARRA (effacer le tableau) 2/8



2.

TALAR LOS ÁRBOLES ALTOS

 Kigali, dos meses antes. Tarde del seis de abril de mil novecientos noventa y cuatro. Aún llaman a Ruanda y Burundi: “la Suiza africana”. 

El vecindario, como gran parte de la ciudad, se derrama por la ladera de una colina y sus calles son pendientes terrosas —toboganes de fango cuando llueve—. Se apretujan los invitados en el pequeño jardín de cierta casa del suburbio de Kanombe. No ha de entenderse como un chalet a la europea, sino como una vivienda grande, de formas bastas, levantada con ladrillos de hormigón y techado de uralita; el jardín, que también es garaje, consiste en el trozo de foresta que queda dentro del cercado del terreno. Es un hogar de clase media, separado de los vecinos por brochazos verdes de jungla allá donde todavía no se han construido casas ni plantado bananos. En el jardín, los amigos hormiguean frente a un raro tótem: una mesa, sobre ella una banqueta y encima el televisor que sacó al exterior el señor Nzeyimana, propietario de la vivienda y anfitrión de la fiesta; da igual que no juegue Ruanda, la Copa de África de fútbol es un acontecimiento. La mesa fue calzada para que se mantenga recta por el señor Hakizabera, un vecino albañil de profesión, que recibió el aplauso de la concurrencia cuando mostró con un nivel la perfección de su trabajo. Juvénal, uno de los nietos del señor Nzeyimana, completa la instalación con una sombrilla que cubre el aparato por si lloviera. Podría haberse quedado en casa y ver el partido, pero prefirió caminar una hora hasta Kanombe y disfrutar de las cuarenta pulgadas de pantalla de la tele del abuelo. 

“¡Goool!”, aúllan todos. Zambia ha marcado el cuarto gol ante Malí y jugará la final.

—¿Quién ha sido? —pregunta el señor Nzeyimana. Sale de la casa cargado con un barreño en cuyo interior tintinean botellas de cerveza.

—Kenneth Malitoli —se apresura a responder Juvénal.

El hombre observa la repetición de la jugada y arquea una ceja.

—A puerta vacía, también lo meto yo —afirma—. Entonces la final será Zambia contra Nigeria —calcula mientras deposita el barreño en el suelo.

Los invitados, una docena entre familia y vecinos, debaten sobre el asunto entre sonoros brindis y risas. Al poco de finalizar el partido, vibra una explosión en el cielo. Lejos, en lo alto, observan un diminuto incendio. “¿Fuegos artificiales?” pregunta la tía Geneviève, “¿sobre las pistas del aeropuerto?” responde con otra pregunta su marido. A pesar de la distancia, se distinguen las luces estroboscópicas de un pequeño reactor; la cola arde en llamas rojizas. Desde la colina de Masaka brota un fogonazo y una estela parte en dirección al avión, que lucha por no entrar en barrena. Otro estallido más grande, y el aparato cae del cielo partido en dos. “Ha sido un misil… dos misiles” afirma Juvénal. “Trae la radio”, ordena su abuelo. 

Algunos convidados se retiran a sus casas por lo que pueda pasar. Quienes permanecen  con la familia Nzeyimana se dividen el trabajo: unos buscan informativos en los canales de televisión y otros exploran el dial de la radio. De momento sólo cosechan una sucesión de rumores: primero informan sobre una explosión al final de la pista del aeropuerto, al rato advierten de que se ha visto fuego en el palacio presidencial, después que reventó un depósito de municiones del ejército y luego que ha sido un avión estrellado. Al final, una certeza: se confirma que han derribado el avión presidencial y no hay supervivientes. El presidente Habyarimana volvía de la vecina Burundi tras firmar la paz con la guerrilla tutsi del FPR, una paz auspiciada por Naciones Unidas: los culpables debían de ser los que dicta la costumbre.

—¡Malditos tutsis! —reniega la abuela. 

—Mujer, no creo que fueran ellos —corrige el abuelo—. Todos lo vimos: dispararon desde el monte Masaka y ahí no están los del FPR, sino el ejército, y también hay un centro de entrenamiento de paramilitares interahangwe. Créeme: ahí no acamparían los tutsis ni locos.

Pasan dos horas. Los adultos intercambian teorías, cada uno la suya: pudo ser una venganza de militares descontentos por la paz, o del FPR para tener la excusa de invadir el país desde sus refugios de Uganda, o un golpe de estado para que la presidencia recaiga en la tutsi Agathe Uwilingiyimana… Juvénal se pierde con tanta política y con el cloqueo simultáneo de los mayores. Su abuelo resume la situación: “Da igual quién haya sido: todos querían verle muerto, hasta los miembros del clan Akazu, el de su mujer”.

La RTLM, Radio Televisión Libre de las Mil Colinas, emite continuos boletines y consignas. Grégoire, primo de Juvénal, advierte que se oye a lo lejos el traqueteo de ametralladoras. Se asoman a la ventana y la calle está oscura y silenciosa excepto por ocasionales ráfagas, no demasiadas, no parece una batalla ni un tiroteo, simplemente alguien dispara de vez en cuando.

 Más informativos radiados, más lemas: 

“RTLM Ruanda, el país de la leche y la miel antes de que aparecieran las serpientes y empezara a correr la sangre. Los tutsi son asesinos que colaboraron con los colonizadores belgas y engañaron a nuestro gran presidente para firmar la paz con su guerrilla, ellos planean un genocidio contra vosotros. ¡Defendeos! ¡Animaos, valientes hutu, las tumbas aún no están llenas! Abrid el vientre de las embarazadas, erradiquemos esa plaga, estad atentos, vigilad a vuestros vecinos, pueden ser cucarachas tutsi. Se despide de vosotros vuestro amigo, Georges Ruggiu”.

—¿Tú qué piensas, Juvénal? —Le pregunta el primo Grégoire.

Juvénal, todo el país, llevan meses escuchando la perorata incendiaria: al cabo de un tiempo lo estrambótico y exagerado produce indiferencia. El chico se ha acostumbrado a una guerra intermitente y la asume como algo casi natural, como los estragos anuales causados por las crecidas durante la estación de las lluvias, e igual sobrelleva las noticias sobre asesinatos políticos; cada poco aparecen dos o tres cadáveres en las cunetas. Para muchos la propaganda de la RTLM son chillidos cómicos, infantiles, caricaturas, periodismo exaltado a la africana: “¡os mataremos!, ¡os chuparemos la sangre!”. ¿Quién puede tomarlos en serio?, ¿qué podía pasar? La ONU estaba allí, los cascos azules patrullaban por todas partes en grupos de ocho, también había manadas de periodistas extranjeros mientras el mundo observa las negociaciones de paz… así lo manifestó el muchacho.

—¿Y tú, Grég?: ¿crees que se va a liar otra vez? —repreguntó Juvénal.

Grégoire sólo piensa en ganarse la vida tras dejar los estudios, igual que Juvénal. Es alérgico a la política. Ahora piensa en las veces que se cruzó con grupos de interahangwe bailando y cantando por la calle igual que en carnaval, sólo que iban camino del estadio a afilar sus machetes sobre el campo de juego. Bravuconería tolerada; se hacía en público y a nadie escandalizó. La única precaución que tomaba Grégoire era salir de casa con el carnet; los gobernantes hutus creyeron práctico conservar el legado colonial de unas tarjetas de identidad donde figura la etnia del titular. Ganduleaban los milicianos en controles de paso que improvisaban un poco por todas partes, donde les apetecía, sobre todo si había alcohol cerca. “¡Poder hutu!”, gritaban alzando el puño, el primo Grégoire replicaba: “¡poder hutu!”, mostraba su carnet si quedaba algún miliciano sobrio capaz de leer, y le permitían circular. Era casi divertido. 

—Hasta ahora nunca me molestaron —reconoce Juvénal—. Son vagos y borrachos: en unos días volverá la calma. 

Las teorías se esfumaron tras un nuevo tableteo de disparos: siempre se avientan con su sonido.

—Abuelo, tengo que llamar a casa —pide Juvénal.

Telefonea a sus padres y le tranquilizan: en su barrio hay calma. No obstante deciden que por seguridad el muchacho no se mueva de casa del abuelo hasta el día siguiente. Juvénal acepta y la abuela acoge aliviada su decisión.

Los invitados siguen opinando. Entre los asistentes hay hutus de madre tutsi, hutus moderados y otros que apenas disimulan el enfado por el magnicidio. Cyprien, un vecino gendarme de vacaciones, observa pensativo; los más exaltados buscan su mirada para que confirme sus opiniones, y él rehúye el debate.

La radio continúa la soflama: 

“Cortar los pies de los niños para que anden toda su vida de rodillas”, “matar a las niñas para que no haya generaciones futuras”, “las fosas comunes aún no están llenas”, “matadlos, no cometamos el mismo error que en 1959”.

Son las mismas exageraciones de hace un año, pero esa noche, en aquel momento y lugar, algunos parecen de acuerdo y el abuelo los encara:

—¿Cuántos ruandeses os cruzáis a lo largo del día que podáis distinguir su etnia? Soy viejo, y ante mí han matado personas por parecer tutsis, aunque eran hutus, y al contrario: ¿sabéis por qué somos hutus? Porque cuando los colonizadores belgas clasificaron a la población, nuestras familias no tenían las diez vacas necesarias para que nos considerasen tutsis, sólo por eso. Diréis que hace sesenta años medían nuestra nariz, o el color de nuestros ojos, sí, pero al final sólo contaba la riqueza de la familia. Desde el año veintiséis, la verdadera diferencia entre los ruandeses es la casta y no la raza. 

Los aludidos acogieron con reserva su opinión: donde esté un lema pegadizo y repetido hasta el embotamiento, que se aparte el sentido común. Apenas le mostraron recelo, pues era un  anciano respetado en el barrio. El gendarme hacía caso omiso al voceo; bajó el volumen de la radio para permitir al anciano hablar y escucha la emisión con la oreja pegada al altavoz. 

—Entonces: ¿para usted de quién es la tierra? No dirá que de los tutsis que hace siglos nos conquistaron —cuestiona al abuelo con cierta malicia el albañil Hakizabera.

—La tierra es de quienes, cuando beben de un vaso, otros lo rompen con asco para que nadie más lo use —afirma el anciano.

—¿Te refieres a los pigmeos? —pregunta el primo Grégoire.

—Exacto: los batwa. El hutu y el tutsi, por enzarzados que estuvieran, siempre tuvieron tiempo para matarlos por creerlos colaboradores del enemigo. ¿Los tutsis son ocupantes del país?, ¿se lo arrebataron a los hutus? Pues los hutus antes se lo arrebataron a los batwa. Incluso la palabra “twa” es insultante. Donde muchos ven a un “twa” yo veo a un impunyu, un binga, un mbuti o un benzi. Los encuentro en la ciudad, mendigando o prostituyéndose, y sólo pienso que ellos son los verdaderos dueños de esta tierra y que batwa, bahutu y batutsi deberíamos dedicarnos a construir un país.

—Un país sin cucarachas —Cyprien, el policía, rompe su silencio.

Los presentes enmudecen, y el anciano, confuso, le observa. Cyprien le solicita que lo acompañe fuera un momento. En la entrada, estrecha su mano en son de disculpa y se sincera:

—Señor Nzeyimana, siempre le he apreciado. Es usted un hombre cabal. Por favor, escuche: aquí va a pasar algo grave. Acaban de emitir en la RTLM la frase: “es hora de talar los árboles altos” y esa es una señal de aviso. 

—¿Otro golpe de estado? —El abuelo encoge los hombros—: ¿Señal para qué?, ¿para quién?

—Para todos: ejército, milicias interahangwe, milicias impuzamugambi, guardia presidencial, gendarmería… todos. Reúna a su familia, señor Nzeyimana, y corra lejos del país. La violencia estallará como un muelle apretado, demasiados preparativos para no hacer nada. Yo voy a reincorporarme al servicio en comisaría.

Estrecha su mano de nuevo y se aleja hacia el camino. A los pocos pasos se gira y recalca:

—¿Me ha entendido, señor?: es la guerra.



sigue...

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