jueves, 8 de diciembre de 2016

BORRAR LA PIZARRA (effacer le tableau) 4/8





4.

INTERAHAMGWE (los que golpean juntos)


—Como ordenes, capitán— responde Papión.

Papión, jefe de aquellos interahamgwe, es un hombre maduro, alto y fuerte, con las sienes nevadas de canas. El contorno de sus pupilas se difumina en el amarillo ocre de los globos oculares y cuesta saber si te mira; a Juvénal le parecen ojos vidriosos de pez. Papión se expresa con autoridad; por sus ademanes parece un antiguo militar o un soldado frustrado… o un conserje, nunca se sabe. Viste ropa similar a un chándal, la camisa estampada con el mapa de Ruanda y la fecha: 1975-1985. Es la vestimenta que conmemora el décimo aniversario del MRND. Apura largos tragos de una botella de Johnnie Walker y no parece bebido, al contrario que sus cómplices, y esa impresión de lucidez es aterradora; quizás a él no se le pueda engañar.

Los interahamgwe rodean a Juvénal y de milagro mantiene la calma ante los asesinos de su familia. En mayor o menor medida, lucen borrachos y drogados. Decide que si no le matan allí mismo por cualquier tontería, averiguará cuántos de ellos se mancharon con su sangre y los entregará a la justicia cuando acabe la guerra; o se vengará. Los milicianos debaten y parece que de entrada lo van a adoptar. Juvénal, en silencio, se compromete por su parte a no asesinar a ningún inocente por mantener su farsa; ahí concluiría si no lo descubren antes. Cuando llegara ese momento, procurará atacar al matarife más cercano y al menos se llevará por delante a uno.

Antes de abandonar a los militares, Papión regala una caja de cerveza a los soldados y una botella de whisky al oficial. 

—Vosotros, subid atrás —ordena Papión al grupo—; y tú, chaval, conmigo delante. 

Le abre la puerta del pasajero y, al entrar en la cabina, Juvénal encuentra en lugar de asientos cajas de munición, de whisky, de cerveza y latas de gasolina. Aquellos borrachos y fumadores de marihuana se desplazaban sobre una bomba con ruedas y no parecía importarles. 

          —Ponte cómodo —invita Papión—. El chico se inquieta al descubrir que su asiento es una caja de granadas. El interahamgwe palmea la caja e insiste en que se siente—. Excedentes del ejército; atrás hay más. Estas bombas las tiramos dentro de escuelas o iglesias donde encerramos a las cucarachas: nos libramos de un montón de una vez. Las armas de fuego escasean y sólo obtienen una quienes la merecen.

          Papión arranca y conduce fuera de la ciudad, hacia villas en la selva y las montañas. No para de hablar y describe a Juvénal quiénes integran su grupo, la relación de sus matanzas con la supervivencia de los hutus, y los importantes suministros que transportan:

—Llevamos munición del siete sesenta y dos, granadas de mano, cinco minas Claymore, fusiles y lo que más cucarachas mata: un montón de pilas y aparatos de radio que regalar en las aldeas. Esa es nuestra misión especial: distribuir radios a los buenos hutu para que se enteren de los nombres de los traidores. También, cuando se nos ordena, cortamos carreteras e impedimos que las cucarachas escapen a Uganda o hasta la línea del alto el fuego, ya sabes: la zona controlada por el FPR tutsi. Ah, y con suerte nos envían a rematar la limpieza de ciertas aldeas. Eso es todo; ¿alguna pregunta? 

Juvénal niega con la cabeza. Papión le pide la cartera y, con una mano en el volante, la abre y extrae su tarjeta de identidad. 

—Hablas poco —murmura al consultarla—. Eso es que piensas mucho o no piensas nada. 

El joven sólo acierta a encogerse de hombros. Papión le devuelve la tarjeta y añade:

—Juvénal Nzeyimana, de Kanombe: ¿Aún no te cargaste ninguna cucaracha?, ¿sabes algo sobre armas?

El joven niega dos veces, una por pregunta. Cree más inteligente decir la verdad siempre que no le comprometa: se recuerda mejor.

—Qué raro: cualquiera diría que eres africano —sonríe el jefe—. ¿Cómo andamos de idiomas?

—Hablo Kinyarwanda y francés —responde el chico—. El inglés lo entiendo un poco. 

—Ya sé que haré contigo: hablarás a los hermanos de las aldeas cuando Léonide esté demasiado borracho o colocado para soltarles el discurso… Espera, te lo presento ¡Léo!

Se abre la lona que separa el compartimento de carga de la cabina; asoma un hombre cansino algo más joven que Papión. 

—Lo escuché todo, Papi, no me lo repitas —admite sin entusiasmo—. Mejor para mí: menos trabajo. 

Juvénal deduce que es una especie de lugarteniente. Aunque luce medio ido, mantiene cierta dignidad; quizás fuese persona cultivada antes del inicio de las matanzas.

—Este chaval es como tú, Léonide —ríe Papión—. Un africano culto a la europea, un évolué: tenemos de invitado a otro Patrice Lumumba; pobre cabrón zaireño: nadie se enteraba de lo que decía, pero la gente confiaba en él.

—Saber decir las cosas es más importante que la ideología— dice Léo.

—¡Qué tontería! —grita alguien desde atrás—. ¡Es más importante tener un buen machete y que el otro no lo tenga! 

Al que interrumpió le llaman Mwami, como el título de los reyes tutsis. El mote, ofensivo para él, responde a su origen mestizo; por eso mata con el furor del converso. 

La banda ríe la ocurrencia excepto Juvénal, bastante cansado, y eso da lugar a un incómodo silencio. Para rellenarlo, Léonide se estira hasta ocupar medio cuerpo dentro de la cabina, alarga el brazo hasta la guantera, elige una cinta de Simon Bikindi, la introduce en el radiocasete y ajusta el volumen. Suena “El despertar”, himno hutu, y todos lo escuchan con recogimiento de iglesia:

“El indeciso fue un niño que decepcionó a su madre y fue una preocupación para su padre, queridos camaradas.
El sordo dio a luz al sordo, el aturdido dio a luz al loco.
El arbusto dio luz al búho, queridos camaradas.
La verdad a través del fuego que no quema, Y, está dicho: decir la verdad no impide una buena vecindad.
Una palabra para el inteligente es suficiente:
Vengan y oigan. Juro por Dios, juro por Dios y llamo a la victoria, juro por Dios y estimulo a los héroes de Rwakizima.
¡Por suerte son pocos contra nosotros, queridos camaradas!
¡Yo odio a los hutu moderados, Yo odio a los hutu moderados!

Viajan durante una hora. Papión reniega cuando atraviesan una aldea que ya ha sido arrasada sin ellos. Hay tramos en que los cadáveres ocupan parte de la calzada y el camión aplasta esos baches humanos con un siniestro crujido. Son los pocos que están a la vista en comparación con los que se pudren en el bosque cercano. La repetición del sonido y los bamboleos provocan la risa del interahamgwe. “Es lo bueno de conducir un camión. Con un coche tendríamos que bajar y apartarlos”, le confía al joven. 

—”Effacer le tableau”: limpiar la pizarra en franchute. —Le explica—. Así llaman nuestros hermanos hutu del Congo a una carnicería rápida y brutal. Piensa en el pueblo que acabamos de pasar, Juvénal, quizás las cucarachas lo habitaban desde hace doscientos años; llegan los valientes hutus y en unas horas no queda nada con vida, como si nunca hubieran existido.

Papión suelta el volante y hace ademán de borrar una pizarra:

 Effacer le tableau; recuérdalo, chico. 

sigue...




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