domingo, 4 de diciembre de 2016

BORRAR LA PIZARRA (effacer le tableau) 3/8




3.

INYENZI (cucaracha)


Camiones del ejército rondan de noche por el vecindario. Parece que no buscan a nadie en esa zona, pero llevan prisa. Continúan los disparos, más frecuentes y próximos, ahora también acompañados de gritos. Ocultos tras las persianas de la entrada, se turnan de guardia los invitados y familia cobijados en el hogar Nzeyimana. Juvénal decide que el momento menos peligroso para volver a casa era justo antes del amanecer, así que abuelo y nieto hacen el último turno de vigilancia evitando a la abuela, dormida, el disgusto de la despedida. Llevan horas incomunicados; el teléfono dejó de funcionar durante la noche. El único nexo con los acontecimientos del exterior es la RTLM, que sigue a lo suyo:

“Erradiquemos esa plaga, estad atentos, vigilad a vuestros vecinos. Éstos son los nombres de los cómplices del enemigo: Sebukinganda, hijo de Butete, que vive en Kidaho; Laurence, mujer de Gayenkeri, está en Sonderabirere; también Haguma, que tiene un bar en Kidaho…”. 

Ahora dan nombres y direcciones. 

El abuelo ruega a su nieto que sea juicioso y permanezca con él y la abuela;  ya prepararon el equipaje, el depósito del coche está lleno, y pueden alcanzar la frontera de Tanzania en pocas horas. Juvénal se niega; irá a casa y escapará con sus padres y hermanos, y si hay que luchar, luchará, como debe ser. El señor Nzeyimana apenas insiste, porque en la situación inversa él hubiera actuado igual. Antes de partir, el chico se viste con una camisa del poder hutu y guarda junto a su tarjeta de identidad el carnet del MRND, el partido del presidente; ayudará a pasar los controles que no logre eludir. 

—Ten mucho cuidado, Juvénal. —El abuelo besa a su nieto—. Cuídate también de los guerrilleros tutsis, que te pueden disparar por tu aspecto.

Justo cuando se desean suerte, un jeep de la gendarmería se detiene de un frenazo en la cancela del jardín. Cyprien, ahora uniformado, ordena esperar a sus compañeros y baja solo del vehículo. Llega hasta la puerta y llama. El abuelo abre, se presentan y fingen no conocerse: teatro para los gendarmes del coche. El visitante entra en la casa y resume la situación: acaba de empezar una represalia sistemática en todo el país. No son dos ejércitos luchando en un campo de batalla, no hay línea de frente, los paramilitares tienen jefes de origen tutsi y en el FPR hay oficiales hutu; la etnia es una circunstancia, un pretexto cualquiera. Desenrolla sobre la mesa de la cocina un mapa de Ruanda e indica al señor Nzeyimana la ruta de escape hacia Tanzania “limpia hacía una hora, quién sabe dentro de dos”, recalca, y la situación de ciertos controles del ejército. Los demás puestos, barricadas de ciudadanos y milicia, pueden aparecer en cualquier lado. 

—Si resulta imposible escapar —aconseja el gendarme—, tratad de refugiaros en la École Technique Officielle o en la Saint-Exupéry: ahí están los europeos. También es seguro de momento el estadio de Amahoro: los de la ONU se atrincheran allí con civiles tutsis, aunque de vez en cuando les disparan obuses de mortero. Respecto a las iglesias…
—Pero… —Juvénal trata de hablar; aturdido por tanta información.

—No interrumpas, que no tengo tiempo y me juego el pellejo por avisaros —corta Cyprien—. Jamás os escondáis en las iglesias. En la purga del cincuenta y ocho no se atrevían a matar a nadie refugiado, pero ahora será distinto.

—¿Por qué? —interroga el abuelo.

—Ahora son trampas. Hay sacerdotes hutu que delatan a los tutsi y a los hutu moderados. Escuchad una última cosa: me han dicho la embajada de Estados Unidos evacúa a su personal, así que tampoco os fieis de las embajadas.

—¿Estamos indefensos?, ¿vosotros no haréis nada? —Es un ruego de Juvénal más que una pregunta.

—Los gendarmes y el ejército son quienes vendrán a mataros —responde el oficial—; y tendréis mejor suerte si aparecen ellos en vez del interahangwe: esos utilizan machetes y azadas. 

Ganguea el claxon del coche. El gendarme asoma fuera, saluda a sus compañeros para que vean que todo va bien y vuelve a la cocina.

—Oíd: todo es política, intereses económicos, poder, dinero… el gobierno compró a China medio millón de machetes con el dinero para el desarrollo del Fondo Monetario Internacional; Egipto y Francia vendieron las armas que usan los interahangwe y la guardia presidencial, que fueron pagadas con un préstamo de Credit Lyonnais… para conseguir un fusil de asalto Kaláshnikov sólo había que rellenar un formulario ¡y todo delante de la ONU!: por raro que parezca, es sólo poder político y posesión de la tierra. Sólo eso.

—¿Son muchos los paramilitares? —pregunta el abuelo.

—Unos treinta mil por todo el país, más el ejército. 

—¿Y no se dieron cuenta los soldados de la ONU? —añade el abuelo.

—Mi querido señor ¿todavía no lo ha asumido?: militares franceses me formaron para entrenar a la milicia.

—¿Por qué hemos de fiarnos de usted? —Desafía el muchacho.

—Anoche nadie vino a mataros, ¿verdad?


Aún oscuro, el chico se escabulle entre la fronda que separa las casas. Ve rutilar las balas trazadoras; se disparan de una colina a otra con ametralladoras pesadas. De lejos, las ráfagas se desparraman como el agua de una manguera de riego y después, con retardo, llega el tableteo de los tiros. 

—¿A quién atacan estos locos? —piensa Juvénal—. A un edificio o un grupo de casas y a quien le dé un proyectil del cincuenta, mala suerte: “eso te pasa por vivir en un bloque con muchos tutsis” dirán si les piden cuentas. 

Juvénal abandona la protección de la espesura y atraviesa un vecindario más urbanizado. Los militares sacan a dos familias de un mismo edificio. Los soldados lucen galones e insignias azules con el dibujo de un arco: son la guardia presidencial. Les cubre la retaguardia un carro blindado. Los soldados requisan las tarjetas de identidad de los civiles y las confrontan con una lista. Separan a ambas familias: todos son hutus; los arrodillan en la acera y los encañonan. Uno de los civiles se levanta e intercede ante un oficial, “los conozco, no son traidores”, dice mientras señala al otro grupo. El militar lo abofetea con el cañón de su pistola y después se la ofrece, dándole a elegir entre matar a su familia o a la otra, la de los imaginarios traidores. El hombre tiene que disparar a todos sus vecinos, hasta a los niños; el oficial recupera su arma y le da una palmada en la espalda. “Sabía que eras un hutu leal”, dice al irse. Los soldados ríen y lo dejan arrodillado entre los suyos. 

Juvénal vio muertos en anteriores guerras, no es impresionable, aunque jamás presenció ejecuciones. Los guardias descubren a Juvénal, y este se obliga a ser convincente cuando muestra su tarjeta de identidad. Además de su aspecto y de no figurar en ninguna lista, le ayuda llamarse como el fallecido presidente. Fuerza la sonrisa mientras jalea “¡poder hutu!” y levanta el puño. Los militares comprueban sus datos mientras él evade la mirada de los muertos del suelo y los charcos de sangre pegajosa en el asfalto, y trata de no oír el sordo llanto del hombre convertido en ejecutor. Reza en silencio para que Dios no permita que le maten ni que le obliguen a matar a nadie, como al otro tipo. 

Los soldados le permiten el paso y se aleja a la carrera; no sospechan: los rebeldes del FPR disparan desde una colina próxima. Juvénal atraviesa calles y caminos controlados por los interahangwe. Se desplazan en furgonetas tipo pick up o monovolúmenes; visten de colores, usan pelucas afro azuladas, bailan y cantan, golpean y rasgan sus machetes contra el asfalto, agitan hachas, lanzas, impiris, hoces y azadas. Aporrean tambores y tocan silbatos, beben cervezas en botellas de litro y alcohol casero en bidones de plástico. Sus controles son barricadas de muebles sacados de las casas y palos con clavos en la calzada para pinchar las ruedas. Detienen los vehículos y comprueban las identidades de los ocupantes; si encuentran tutsis o supuestos traidores, proceden con lo que creen que es su deber: los tumban en la cuneta y los machetean en la cabeza. No paran de beber. Es su fiesta. En las furgonetas y barricadas, la radio, siempre la RTLM, emite música y nuevos mensajes: 

“Las cucarachas se ocultan en las iglesias y escuelas. El ejército no puede hacer su trabajo solo, salid a los caminos… Esto es radio RTLM, no dejen la barricada sin atención. Jóvenes de Gikondo, bien hecho, pero ahorrad balas, cortadlos con machetes”

Los milicianos asaltan las casas y obligan a los vecinos a linchar a gente con la que han convivido puerta con puerta. Otras veces ofrecen a sus víctimas pagar por el privilegio de morir a tiros y así ahorrarse el desmembramiento. Amenazan a los testigos para que echen la culpa de los crímenes al inkotanyi, los radicales del FPR; el equivalente tutsi del interahangwe. No hay quien se lo crea; la base rebelde está en Mulindi, muy al norte, pero nadie se atreve a discutir sobre geografía. 

Juvénal atraviesa algunas manzanas sin presenciar tiroteos ni asesinatos, relativa armonía rota por algunos cadáveres en las puertas de sus casas y los ecos de gritos y disparos del barrio que ha dejado atrás. Las calles lucen desiertas; toda la ciudad ha echado el cierre. Al doblar una esquina encuentra un caballo paciendo los hierbajos de una cuneta. Nunca había visto uno tan de cerca; un animal precioso. En Ruanda no hay caballos, así que alguien debió liberarlos del Club de Campo Belga, en los barrios altos. Eso significa que los blancos se han ido o los han matado. La situación parece peor que hace unas horas: no se trata de represalias de un día por el atentado del presidente. Juvénal se obliga a respirar, había dejado de hacerlo ante la imagen mental de lo que podría encontrarse al llegar a casa; su negación a pensar en ese cuadro, lo fija más todavía. Lo que no lograron cientos de cadáveres tirados en la acera, lo consiguió un caballo.

Alguien ha pintado “muerte a las cucarachas” en la tapia del jardín de casa. Lo han escrito con faltas de ortografía en francés y en kinyarwanda. En el suelo, cubierto de hormigas, el antebrazo amputado que usaron de brocha. Juvénal reconoce un tatuaje en aquel despojo; el brazo de su hermano. Entra al jardín, se arrodilla y trata de respirar, siente como si le hubieran pateado el estómago. Unos veinte cuerpos yacen a la entrada de la casa. Mataron desde los ancianos hasta los recién nacidos con armas blancas y aperos de labranza. Imposible distinguir dónde termina un cadáver y comienza otro. Las cabezas no tienen ojos, ni orejas, ni labios, ni nariz. El joven casi agradeció que los cuerpos de sus seres queridos apenas fuesen reconocibles salvo por la ropa y algún detalle aislado. Juvénal intuye también restos de algunos vecinos que quizás buscaron refugio en casa. Recoge un machete del suelo y por acto reflejo entra en casa. La vivienda fue saqueada; los verdugos también eran ladrones. En el dormitorio de los padres, rastros de sangre pintarrajean el suelo y la pared, prueba de una última resistencia ante los atacantes. Juvénal, ido, se emboba con los trazos abstractos de las salpicaduras de la pared. Crujen los pedazos de un espejo roto en el suelo. Se mira multiplicado en los fragmentos “así me vería una mosca”, se sorprende pensando, luego se sienta en lo que queda de la cama y llora en silencio.

El señor Ntaganda, vecino de enfrente, irrumpe en la habitación y, sin dejar pensar al muchacho, que sigue paralizado, lo carga en volandas hasta su casa. La señora Lily, la esposa, le abronca por arriesgar sus vidas al recoger al chico, luego besa a Juvénal en la frente, como una madre, y le prepara algo de comer.

—Lo lamento, Juvénal, no tengo nada en tu contra —se justifica—. Siento muchísimo lo ocurrido. La radio denunció a tu familia como colaboradores tutsi por las esposas de dos hermanos tuyos. Llegó el  interahangwe y ya has visto lo que pasó. Tuvimos miedo y no nos atrevimos a intervenir; tenemos hijos…

—Puedes pasar aquí la noche, pero mañana tienes que irte —añade el señor Ntaganda.

Amanece el segundo día. Juvénal abandona su barrio para siempre a través de una ventana trasera, como un ratero. Intentará llegar a la escuela donde se refugian los blancos. Echa un último vistazo al que fue su hogar. Descubre una persiana moverse en la propiedad de al lado e intuye una silueta, quizás la del buen hutu que marcó su casa a los ejecutores. Recordó a ese vecino charlando con unos funcionarios del ayuntamiento; le preguntaban acerca de cuántos tutsi vivían en la calle, y el tipo señalaba aquí y allá hasta que sus miradas se encontraron y le saludó. 

 Pasan los días. Camiones de obra con volquetes amarillos circulan por Kigali como una nueva línea de autobuses; recogen cadáveres y siempre van repletos. Juvénal ya no tiene reparo en tumbarse entre los muertos de las cunetas si pasa una patrulla. Se acostumbró a esa rutina de supervivencia. Viaja hacia el refugio de la Escuela Técnica Oficial saltando de escondite en escondite, en casas de amigos de la familia, los que aún viven, y también en lugares ya rapiñados y en el bosque. Adapta sus movimientos a los de los asesinos. Después del amanecer los criminales del turno de noche están durmiendo la borrachera y los del turno de la mañana aún siguen en casa. Por eso cambia de refugio entre la media noche y el amanecer. En caso de demora, mejor esperar y evitar un encuentro con paramilitares resacosos que aún no mataron a nadie ese día. Descubre que mucha gente se toma la matanza como un trabajo de oficina, espía a un hombre normal despedirse de su esposa antes de irse a trabajar: “¡muac, muac!”, dos besos en la puerta del chalet, y entonces la mujer, en vez de una bolsa con el almuerzo, entrega a su marido un garrote o un hacha y le desea que tenga una estupenda jornada laboral.

A cien metros de la Escuela Técnica Oficial, Juvénal descubre que los cascos azules y los europeos preparan la evacuación. De nada le hubiera servido llamar al timbre: sus órdenes les impiden dejar entrar a ruandeses; quienes ya estaban cobijados, alumnos y profesores que no se unieron a los asesinos, vas a ser abandonados a su suerte. Los interahangwe emboscan desde la jungla a los que intentan refugiarse, ignorantes de la situación, y los matan en la cerca de entrada. Sólo les resta aguardar que los soldados y los blancos evacuen, y asaltarán la escuela. Juvénal se aleja de los interahangwe, recelosos de verle por ahí sin conocerle: en breve matarán a todos los refugiados y al religioso blanco que se negó a abandonarles. El chico cambia de plan y trata de llegar al Hotel de las Mil Colinas. Imposible, lo cercan el ejército y la milicia. Parecen indecisos y no atacan, pero no hay forma de evitar el cerco y entrar en el edificio; igual suerte corre al intentarlo en el estadio de Amahoro.

Juvénal decide abandonar Kigali y salir del país por su cuenta. Ignora cuánto tiempo le salvará su tarjeta de identidad y su membresía del MRND. Ya condenaron a su familia desde la radio, así que tiene de plazo hasta que algún conocido lo descubra por la calle y lo señale a los asesinos. Al doblar una esquina descubre un puesto del ejército; intenta recular, como siempre, pero un jeep aparece de la nada y le cierra el paso. Bajan dos soldados y un oficial con la pistola desenfundada exige su tarjeta de identidad. Al leerla enarca las cejas. 

—¿Te llamas Juvénal Nzeyimana? —pregunta el tipo. 

“¿Es que no sabes leer, hijo de puta?”, piensa el joven. “Sí, señor”, responde.

—¿Qué haces aquí solo?

—Nada, mataron a mi familia —responde cabizbajo sin atreverse a dar más explicaciones. 

El oficial toca su camisa como una madre comprobando la calidad del tejido. 

—Veo que eres miembro del MRND —dice el uniformado—. Pareces un hutu leal; de lo contrario no estarías así de tranquilo… ¿de dónde vienes?

—De Kanombe.

—¿No estás un poco lejos de casa, Juvénal?

—Ya —responde.

Tras ellos, el conductor del Jeep reclama al oficial; agita el auricular de un teléfono inalámbrico.

—Espera aquí. Si te mueves, el soldado te disparará —advierte el militar.

Se lleva la documentación del chico y atiende la llamada mientras el otro soldado le encañona con un Kaláshnikov.

El oficial recibe con alegría las novedades y las grita al sus hombres: Jean Kambanda, sustituto de la primera ministra tutsi —previamente asesinada— es jefe interino de gobierno. Ha creado más milicias con el fin de repeler a los rebeldes y acelerar las matanzas a un ritmo de mil enemigos cada veinte minutos. El primer día, ocho mil; el tercero, treinta mil; en el decimoquinto día se llegará a los doscientos ochenta mil. El militar comparte eufórico las buenas nuevas.

Juvénal sonríe como puede, pero el oficial acoge su gesto con hosquedad. Termina con el teléfono, pide un walkie-talkie y consulta sobre su tarjeta de identidad. De entrada no hay problema: deben tener una lista de enemigos sin actualizar y le autorizan a seguir su camino. En ese momento aparca junto a ellos un camión del ejército con el techo de lona. De la parte trasera bajan seis milicianos interahangwe. Se apea el conductor, un tipo enorme, y se abraza cordial con el militar: parece el líder de ese grupo. 

En la puerta de la cabina del camión alguien ha pintado: “muerte a las cucarachas”. Lo han escrito con faltas de ortografía en francés y en kinyarwanda. Juvénal reconoce la letra como quien recibe una descarga eléctrica, y apenas puede controlar la ansiedad que le embarga.

Es la época de las lluvias y se desata la tormenta. El chico se frota vigorosamente los brazos y finge que su tiritona la provoca su ropa calada de agua. Tiembla por lo que ha descubierto. El oficial lo señala con su pistola (molesta costumbre) y habla con el líder de los interahangwe:

—Este chico afirma que está solo y que el enemigo mató a su familia; parece no tener antecedentes y de momento no figura en ninguna lista. Papión, querido amigo, llévalo contigo y que os ayude: si descubres que es un traidor, mátalo —sugiere el militar.


sigue...

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