miércoles, 12 de octubre de 2016

EL AVATAR




—¡Nooo!
El maldito yanqui disparó el cañón sobre mí.
Me aplastaron la oscuridad y las chispas dentro de la cabeza, como al cerrar muy fuerte los ojos. La oscuridad pesa y me siento plano igual que un papel. Las chispas azules queman y pinchan, ignoro si es ardor o helor. Un agudo pitido metálico provoca que se froten y chirríen las partículas de las que estoy compuesto. Paso por un instante de ahogo, como rompiendo una membrana, el saco amniótico que de nuevo me cubre boca, nariz y oídos; impronta sensorial de mi alumbramiento. Cumplida la iniciación, vuelvo a la luz y me arrebata una maravillosa sensación de amplitud y paz. Pero algo ha cambiado: retorno al mundo que dejé tras recibir el disparo, aunque lo percibo con abrumadora intensidad. Al principio embriaga verlo, oírlo, saberlo todo; lo que ha sido y será.
Me busco. Cada parte mía cambia su forma y densidad cuando tengo consciencia de ella. Para verme la mano con mis inexistentes ojos sólo he de ansiarlo para que así sea. Soy mente y materia, soy todo y estoy en todas partes en todas las épocas.
 El tiempo deja de ser lineal. Recuerdo lo que pasará hace mil eones, presiento lo que ocurrió dentro de otros mil. Hermosos avatares surgen de mi estado de ánimo, puedo ser un átomo o una galaxia si así me place; y ahora mismo, en esta milésima de segundo en particular, formo parte de la estrella Antares y de una molécula de clorofila de una brizna de hierba (bajo la mejilla de mi antigua cara, para ser más exactos). Asimilado esto, me encuentro levitando sobre el campo de batalla, encima de mi antiguo cuerpo. Ahora he mutado al espectro azulado que germinó de mí tras morir.
Sí, debo estar muerto. Pues de otra forma sería imposible expresarme como lo estoy haciendo; yo, un granjero analfabeto del valle de Shenandoah, mitad oso, mitad tejón.
Me resulta difícil echar de menos a mis seres queridos, conozco sus futuras penas y alegrías, y también cuándo morirán y nos volveremos a encontrar (en mi nuevo estado de consciencia ocurrirá en la próxima millonésima de segundo). Sólo lamento que ellos sí sufrirán el pasar de los años y las pérdidas que conlleva la mortalidad. Unos padecerán la erosión de sus cuerpos hasta que la vida se apague como el pábilo de una vela, mientras que otros se irán jóvenes de una manera injusta y violenta (como yo). No obstante, todas las vidas habrán merecido la pena.
Me produce gozo encontrar a mis ascendientes flotando alrededor: a mis cuatro abuelos, ocho bisabuelos, dieciséis tatarabuelos, treinta y dos etc, etc… así hasta remontarme hasta los primeros humanos entendidos como tales. Y después saludo a los mamíferos que sólo se nos asemejan como óvulo fecundado, y luego a los titanes que reinaron en el planeta antes que nosotros, y después a los seres marinos que se aventuraron a reptar en Pangea, y luego al primer organismo unicelular que hizo la Tierra respirable. Todos han existido para que yo pudiese hollar este mundo durante el tiempo que me tocó. Y, con mis aciertos y errores, no pudo ser de otra manera y fue perfecto e irrepetible. En mi estado me embarga una inmensa gratitud por toda forma de vida en todo tiempo y lugar, no existe la culpa y descubro todas las respuestas. Sabiendo lo que nos precedió y que estamos formados por polvo de estrellas ¿quién osaría decir que otra persona es insignificante?
Me saluda un hermoso avatar, una enorme libélula transparente. Proviene del hombre que me disparó y a su vez acaban de matar. Me presenta a tres entes más, las vidas que hoy segué en batalla. Han elegido la forma de iridiscentes medusas abisales. Bailamos creando un vórtice luminoso. Nos deseamos amor y paz. Nos deseamos buen viaje.
Decido volver al campo de batalla. Allí donde cae un hombre, un rayo de luz brota del cadáver y emerge una esencia semejante a mí. Se unen a la danza de la muerte incontables luminarias más pequeñas que corresponden a animales y plantas que son aplastados o quemados. Todas los almas (o como quieras llamarlas) flotan sobre sus despojos luciendo todas las tonalidades del espectro cromático, parten para unirse a la fuente y sumados crearán el blanco. Somos las piezas de cristal coloreado que forman el inabarcable caleidoscopio de la Creación. Somos parte de la fuente y a la vez la fuente misma; una célula individual, ser vivo en sí, que junto a infinitas compañeras constituimos un inmenso cuerpo que en sí es otro ente.
Ayudo a un moribundo. Padece mucho por sus horrendas heridas. Sin girar la cara vuelve su brazo translúcido hacia mí; sabe que yo acudiría. “Venga, arriba”. Él se deja ayudar. Expira al erguirse sobre su destrozado cuerpo.
—Hola, yanqui ¿cómo estás?— Le saludo.
—Hola. Ahora bien, rebelde. Muchas gracias —responde.
—Sé bienvenido, hermano— decimos a la vez. Nos abrazamos hasta fundirnos y su color rojo y el mío azul dan lugar al violeta.
Remite la lucha. Se retira el ejército del sur; la masa humana en batalla se comporta igual que la marea, con subidas y bajadas. De todas formas siguen perdiéndose vidas por tiroteos esporádicos y, desperdigados por el campo o en hospitales de campaña, van muriendo los heridos más graves.
Otro ser de luz nos pide ayuda. Se siente extraviado. No flota como nosotros y se ha sentado junto a su cuerpo de muchacho sin saber qué hacer. Suspira. Dos soldados intentan curarle un disparo en el pecho taponando la herida con trapos. Uno de ellos, rabioso, arroja al suelo el vendaje sanguinolento. “Maldita sea, ha muerto”, gruñe. Mi nuevo amigo y yo sabemos que aún no es la hora del chico y le ayudamos a acomodarse de nuevo en su funda terrenal. “¡Vuelve a respirar, es un milagro!”, gritan los soldados. Debe de ser alguien muy querido.
Mi amigo y yo decidimos fluir juntos hasta la fuente y, reunidos con ella, formaremos parte de la luz blanca.
¿Epílogo? ¿Exordio?
He de viajar. Es hora de dejarte. Así que si tú, que ahora lees mi pensamiento, preguntas sobre la existencia de algo en los instantes postreros al óbito: un cielo, un infierno o la reencarnación (esa anhelada metempsicosis a la que se aferran algunos); te responderé que, tras existir, lo único que no podemos ser es la nada. Abandonada tu crisálida de carne no puedes mentirte, eres sabiduría pura, y tú mismo harás lo que necesites hacer durante el tiempo que lo necesites, y después decidirás otra vez, y otra, y otra… aunque a lo mejor tu decisión será no hacer nada y aquietarte. Si consideras que no te he respondido confesaré que sí y no: que sé lo que será de ti, pero no te lo digo ¿qué derecho tengo?



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