El
maldito yanqui disparó el cañón sobre mí.
Me
aplastaron la oscuridad y las chispas dentro de la cabeza, como al cerrar muy
fuerte los ojos. La oscuridad pesa y me siento plano igual que un papel. Las
chispas azules queman y pinchan, ignoro si es ardor o helor. Un agudo pitido
metálico provoca que se froten y chirríen las partículas de las que estoy
compuesto. Paso por un instante de ahogo, como rompiendo una membrana, el saco
amniótico que de nuevo me cubre boca, nariz y oídos; impronta sensorial de mi
alumbramiento. Cumplida la iniciación, vuelvo a la luz y me arrebata una maravillosa
sensación de amplitud y paz. Pero algo ha cambiado: retorno al mundo que dejé
tras recibir el disparo, aunque lo percibo con abrumadora intensidad. Al
principio embriaga verlo, oírlo, saberlo todo; lo que ha sido y será.
Me
busco. Cada parte mía cambia su forma y densidad cuando tengo consciencia de
ella. Para verme la mano con mis inexistentes ojos sólo he de ansiarlo para que
así sea. Soy mente y materia, soy todo y estoy en todas partes en todas las
épocas.
El tiempo deja de ser lineal. Recuerdo lo que
pasará hace mil eones, presiento lo que ocurrió dentro de otros mil. Hermosos
avatares surgen de mi estado de ánimo, puedo ser un átomo o una galaxia si así
me place; y ahora mismo, en esta milésima de segundo en particular, formo parte
de la estrella Antares y de una molécula de clorofila de una brizna de hierba
(bajo la mejilla de mi antigua cara, para ser más exactos). Asimilado esto, me
encuentro levitando sobre el campo de batalla, encima de mi antiguo cuerpo.
Ahora he mutado al espectro azulado que germinó de mí tras morir.
Sí,
debo estar muerto. Pues de otra forma sería imposible expresarme como lo estoy
haciendo; yo, un granjero analfabeto del valle de Shenandoah, mitad oso, mitad
tejón.
Me
resulta difícil echar de menos a mis seres queridos, conozco sus futuras penas
y alegrías, y también cuándo morirán y nos volveremos a encontrar (en mi nuevo
estado de consciencia ocurrirá en la próxima millonésima de segundo). Sólo
lamento que ellos sí sufrirán el pasar de los años y las pérdidas que conlleva
la mortalidad. Unos padecerán la erosión de sus cuerpos hasta que la vida se
apague como el pábilo de una vela, mientras que otros se irán jóvenes de una
manera injusta y violenta (como yo). No obstante, todas las vidas habrán
merecido la pena.
Me
produce gozo encontrar a mis ascendientes flotando alrededor: a mis cuatro
abuelos, ocho bisabuelos, dieciséis tatarabuelos, treinta y dos etc, etc… así
hasta remontarme hasta los primeros humanos entendidos como tales. Y después saludo
a los mamíferos que sólo se nos asemejan como óvulo fecundado, y luego a los
titanes que reinaron en el planeta antes que nosotros, y después a los seres
marinos que se aventuraron a reptar en Pangea, y luego al primer organismo
unicelular que hizo la Tierra respirable. Todos han existido para que yo
pudiese hollar este mundo durante el tiempo que me tocó. Y, con mis aciertos y
errores, no pudo ser de otra manera y fue perfecto e irrepetible. En mi estado me
embarga una inmensa gratitud por toda forma de vida en todo tiempo y lugar, no
existe la culpa y descubro todas las respuestas. Sabiendo lo que nos precedió y
que estamos formados por polvo de estrellas ¿quién osaría decir que otra
persona es insignificante?
Me
saluda un hermoso avatar, una enorme libélula transparente. Proviene del hombre
que me disparó y a su vez acaban de matar. Me presenta a tres entes más, las
vidas que hoy segué en batalla. Han elegido la forma de iridiscentes medusas
abisales. Bailamos creando un vórtice luminoso. Nos deseamos amor y paz. Nos
deseamos buen viaje.
Decido
volver al campo de batalla. Allí donde cae un hombre, un rayo de luz brota del
cadáver y emerge una esencia semejante a mí. Se unen a la danza de la muerte
incontables luminarias más pequeñas que corresponden a animales y plantas que
son aplastados o quemados. Todas los almas (o como quieras llamarlas) flotan
sobre sus despojos luciendo todas las tonalidades del espectro cromático,
parten para unirse a la fuente y sumados crearán el blanco. Somos las piezas de
cristal coloreado que forman el inabarcable caleidoscopio de la Creación. Somos
parte de la fuente y a la vez la fuente misma; una célula individual, ser vivo
en sí, que junto a infinitas compañeras constituimos un inmenso cuerpo que en
sí es otro ente.
Ayudo
a un moribundo. Padece mucho por sus horrendas heridas. Sin girar la cara
vuelve su brazo translúcido hacia mí; sabe que yo acudiría. “Venga, arriba”. Él
se deja ayudar. Expira al erguirse sobre su destrozado cuerpo.
—Hola,
yanqui ¿cómo estás?— Le saludo.
—Hola.
Ahora bien, rebelde. Muchas gracias —responde.
—Sé
bienvenido, hermano— decimos a la vez. Nos abrazamos hasta fundirnos y su color
rojo y el mío azul dan lugar al violeta.
Remite
la lucha. Se retira el ejército del sur; la masa humana en batalla se comporta
igual que la marea, con subidas y bajadas. De todas formas siguen perdiéndose
vidas por tiroteos esporádicos y, desperdigados por el campo o en hospitales de
campaña, van muriendo los heridos más graves.
Otro
ser de luz nos pide ayuda. Se siente extraviado. No flota como nosotros y se ha
sentado junto a su cuerpo de muchacho sin saber qué hacer. Suspira. Dos
soldados intentan curarle un disparo en el pecho taponando la herida con
trapos. Uno de ellos, rabioso, arroja al suelo el vendaje sanguinolento. “Maldita
sea, ha muerto”, gruñe. Mi nuevo amigo y yo sabemos que aún no es la hora del
chico y le ayudamos a acomodarse de nuevo en su funda terrenal. “¡Vuelve a
respirar, es un milagro!”, gritan los soldados. Debe de ser alguien muy
querido.
Mi
amigo y yo decidimos fluir juntos hasta la fuente y, reunidos con ella,
formaremos parte de la luz blanca.
¿Epílogo?
¿Exordio?
He
de viajar. Es hora de dejarte. Así que si tú, que ahora lees mi pensamiento,
preguntas sobre la existencia de algo en los instantes postreros al óbito: un
cielo, un infierno o la reencarnación (esa anhelada metempsicosis a la que se
aferran algunos); te responderé que, tras existir, lo único que no podemos ser
es la nada. Abandonada tu crisálida de carne no puedes mentirte, eres sabiduría
pura, y tú mismo harás lo que necesites hacer durante el tiempo que lo
necesites, y después decidirás otra vez, y otra, y otra… aunque a lo mejor tu
decisión será no hacer nada y aquietarte. Si consideras que no te he respondido
confesaré que sí y no: que sé lo que será de ti, pero no te lo digo ¿qué
derecho tengo?
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