Con cariño, para Gadea Isabelle
Derks Vega
En el siglo XVII
la vida era feliz, cómoda y próspera en la ciudad de Ámsterdam; hasta que a un tal
Carolus Clusius se le ocurrió traer el primer tulipán, y la gente se volvió
loca. Esa flor, tirando a mona, que comparada con la bellísima dalia parece una
lechuga en traje de domingo, brota de un bulbo semejante a una cebolla y, por
causa de las modas en decoración de la época, comenzó a venderse a unos precios
tan ridículamente caros que el tintineo de las monedas durmió el sentido común
de los antaño lúcidos holandeses. Un bulbo de la especie llamada “Almirante van
de Eyck” llegó a costar siete mil quinientas guineas, tanto como
una casa bien amueblada con establos; y recuérdese que los caballos, los burros
y los criados formaban parte del mobiliario; y también recuérdese que un bulbo sólo
es una semilla, y hay que estar requeteloco para gastarse un fortunón cuando
nadie sabe el aspecto que puede tener el hierbajo si es que llega a germinar.
Nuestra
historia comienza en el palacete de la familia Griezeltje. En una reunión tan
alegre como la comparecencia de Cristo ante el sanedrín. Como indica su
apellido, los Griezeltje eran feos, feísimos, y de trato inamistoso; pero al
ser ricos tenían multitud de amigos interesados y poderosas influencias en Ámsterdam,
Amberes y en la corte imperial. Se dedicaban al comercio de indias; todas las
indias, orientales y occidentales y, de haber existido unas indias en el
planeta Venus, allí habrían navegado para intercambiar con los Venusianos paños
de Gante por un saquito de bulbos de tulipán. Los Griezeltje también se
dedicaban a la banca, a la política y a traer al mundo muchos hijos; manadas de
críos feos como demonios, inteligentes y hostiles como tejones… excepto el
último en nacer.
El pequeño
Leeghoofd Griezeltje, resultó corto de entendederas. Antes de cumplir tres años,
los padres descubrieron con horror que, junto con la simpleza, al nene le
sobraba iniciativa e ignoraba la existencia del miedo; rasgos que le convertían
en el ser viviente más peligroso de la creación. Era la clase de niño que se
acercaba a la cama de los papás de buena mañana, les despertaba con un alegre: “Mirad lo que
encontré en el jardín” y depositaba sobre la colcha una pareja de
escorpiones vivitos y coleando que, por alguna clase de milagro, dormitaban en
contacto con la mano del chico, pero recobraron vida y ferocidad sobre el
camisón de su espantado padre.
Al nacer varón,
los padres de Leeghoofd Griezeltje, no le podían tirar al canal como si de una
niña se tratara, casi podía considerarse un delito, y su padre, Heer Kanker, y
la madre, Mevrouw Diaree, tuvieron que aguantarse y criar de mala gana al fruto de su matrimonio.
El niño
agradeció el detalle enfermando de sarampión y contagiándoselo a la familia
entera; y entonces pensaron de él que era una especie de domador de microbios y
los había dispersado adrede para vengarse del poco cariño que le ofrecían los
Griezeltje. Nadie murió. En una semana el señor Kanker y la señora Diarree superaron
la enfermedad, pero quedaron medio sordos y se pasaron el resto de sus vidas
hablándose a gritos como papagayos enfadados.
El chaval,
movido por su afán de encajar entre los suyos, emprendió un plan tras otro para
hacerse querer. Durante sus primeros años, a causa de su torpeza -tan grande
como su buena voluntad-, provocó incontables accidentes en la casa, en la
escuela, en la iglesia, e incluso un verano se acercó a curiosear el andamio de
la obra de un dique y casi provoca la inundación de la ciudad. Con trece años
de edad, la fama de peligro público del mozo llegó a ser tan nefasta que los
padres no encontraron dama de buena cuna con la que casarlo. De mala cuna
tampoco, ni de una litera, ni de un catre lleno de chinches en la posada del
puerto.
A los quince
años, en cuanto le asomó la primera pelusa del bigote, lo enrolaron en el
ejército, a ver si con suerte se volvía responsable o paraba una bala de
arcabuz con la cabeza; cualquier opción resultaba aceptable para el señor
Kanker y la señora Diarree. Por fortuna, en cuanto Leeghoofd se vistió de
uniforme, los Países Bajos entraron en una inusual época de paz. Mientras los
ejércitos de toda Europa se liaban a tortas, el joven Leeghoofd, al otro lado
de la frontera, combatía el aburrimiento como pinche de cocina y jugando a los
dados con los amigotes de la cantina del cuartel: en vez de sufrir las penurias
de la guerra y morir en batalla, engordó y se convirtió en un mocetón de
mejillas encendidas, simpático y amante de la buena vida.
Un ejército
resulta caro de mantener si no se zurra a nadie, así que se desmovilizó al
chico y lo enviaron de vuelta a Ámsterdam. La familia Griezeltje olvidó aplicarle
al joven el lema de la ciudad: “Heróica, resuelta y misericordiosa”, y ni le
prodigaron misericordia, ni resolución ni heroísmo. Antes de su llegada se
reunieron en secreto como ratas de bodega y sopesaron la idea de envenenarlo;
se rechazó en reñida votación, porque la medida no parecía del todo legal y
podría generar mala reputación para la empresa de los Griezeltje.
Decidieron esconder al joven en una sucursal de la empresa familiar, con un trabajo de chupatintas con papeleo innecesario y de recadero, en un cuartucho donde no tuviera a mano documentos importantes que perder o destruir; y si causaba un incendio en su cubil, en un edificio de madera iluminado con velas donde se almacenan toneladas de papeles, pues una pena, oiga.
Decidieron esconder al joven en una sucursal de la empresa familiar, con un trabajo de chupatintas con papeleo innecesario y de recadero, en un cuartucho donde no tuviera a mano documentos importantes que perder o destruir; y si causaba un incendio en su cubil, en un edificio de madera iluminado con velas donde se almacenan toneladas de papeles, pues una pena, oiga.
¡Ay, queridas
lectoras; Los feos y malvados Griezeltje olvidaron que la naturaleza humana es
perseverante! El amistoso joven intimó con dos empleados de su misma condición:
manazas desterrados donde no molestasen. Cierto día, el alegre trío bebió unas
cervezas de más en la taberna, y la fiesta degeneró en una visita nocturna a la
oficina. Los tres cabezas huecas se colaron en el edificio, llegaron hasta el
salón de juntas, Leeghoofd se subió en la larga mesa de reunión y se dedicó a pintarrajear
el enorme cuadro que presidía la estancia. Ignoraba que su padre adoraba esa
pintura y que costó un saco de florines. Se trataba de una hermosa estampa
marina donde un galeón afrontaba una borrasca como si nada, y se distinguía el
galante nombre del buque: “Principe de Oranje”, “Prins van
Oranje”, famoso barco de la empresa. Leeghoofd tomó pluma y
tintero, tachó el nombre y escribió debajo: “Ik laat een
scheet in jouw richting”, que vendría a traducirse como: “Me tiro un pedo
en tu dirección”. A la mañana siguiente tocaba reunión de accionistas
de la empresa, y la comitiva de banqueros y los Griezeltje hallaron a los tres jóvenes
descamisados, dormidos con las pezuñas sobre la mesa y el desastre del cuadro.
Aquí volvemos
al principio de la historia, a la reunión de familia en el palacete, con
Leeghoofd en pie ante padre, madre, abuelos, hermanos, tíos, tías y primos. Los
más adultos decidían de nuevo sobre su futuro, y nuevamente ninguna solución se
ajustaba a la legalidad.
─¿Y bien, hijo? ─Habló el señor Kanker─ ¿Alegas algo en tu descargo?
─Déjeme pensar, padre ─dijo
Leeghoofd─. Esa noche cené con mis amigos, ya sabes, y
entramos en esa conversación de amigos, ya sabes…
─¡No sé! ─estalló el padre─. ¿Tengo
aspecto de tener amigos? ¿Por qué narices dejas siempre en ridículo a la
dinastía a la que perteneces?
─Pues, como decía ─siguió
el mozo─, en la conversación entre amigos, a veces, caes en
desafíos, y a un amigo le preguntas: ¿a que no te atreves a cruzar a nado el
canal? Y el amigo responde: ¿Cómo que no?, y quien se atreve se convierte en un…
─¡En un memo! ─gritó la
madre.
─No, señora madre ─corrigió
el hijo─, en un hombretón, y entonces yo le dije a mi amigo
Zanahoria (le llamamos así porque es pelirrojo): ¿Zanahoria: a que no te
atreves a cruzar el canal, pero buceando, sin asomar la cabeza? Y Zanahoria se
lanzó al canal, y pasaba una barca y se golpeó la cabeza. Quedó tendido boca
abajo en el agua, desmayado, que viene a ser como bucear, y la corriente lo
llevó a la orilla. El barquero, yo y el otro amigo, ¿dije que éramos tres? Lo
sacamos del agua y estaba ya medio muerto, pero le dimos unos bofetones y
resucitó, y Zanahoria se puso muy contento al saber que había buceado el ancho
del canal, y entonces me dijo: “¿A que no pintas un cuadro antes de que amanezca?” Y, como era
muy difícil, pues se me ocurrió ir al despacho, y firmar el cuadro del barquito
como si lo hubiera pintado yo, y cuando iba a hacerlo empezamos a contar
chistes, y al final no firmé y escribí la frase más graciosa que se me ocurrió,
y luego nos echamos a dormir.
Oída la defensa
de Leeghoofd, o lo que fuera ese discurso, la habitación quedó en silencio. El
padre centró su mirada tras el muchacho, en un armero que adornaba la pared
opuesta de la estancia, y fantaseó con agarrar una espada y destriparlo allí
mismo. El hermano del padre y tío del chaval, el malhumorado Tering Griezeltje,
rompió la quietud y expuso lo siguiente:
─Escuchad, familia ─dijo─: Como
sabéis, en breve zarpará nuestro barco, el Stadhouder. Se trata de un filibote
de carga con la misión de comerciar con
nuestros clientes de ultramar. El viaje resultará viaje largo y peligroso, y los
barcos suelen retornar a puerto con un tercio de la tripulación muerto y otro
tercio gravemente enfermo. Sugiero enrolar
de marino al chico, a ver si hay suerte y espabila, o se cae al mar y se ahoga,
o se lo comen los cazadores de cabezas de Borneo.
El señor
Kanker, padre del voluntario, interrogó con la mirada a la señora Diarree, esta
aprobó con un gesto y el consejo decidió el destino de Leeghoofd sin haberle consultado su parecer.
El tío Tering caminó
hasta Leeghoofd, posó una mano en su hombro y dijo:
─No es nada personal, chico: eres
una especie de jinete del apocalipsis y preferimos tenerte lejos.
─Lo que usted diga, querido tío ─respondió
el mozo con una franca sonrisa, pero sin haber entendido nada.
A los pocos
días, partió el Stadhouder rumbo a la
divina puerta en Constantinopla, donde se besan Europa y Asia, en busca de
tulipanes en la corte del sultán; y después rumbo a las indias orientales en busca
de sándalo, té, seda y especias.
El viaje duró
dos años. Los marineros son gente dada a creer en leyendas y supersticiones.
Una de ellas es la del ave llamado albatros, que trae la mala suerte si se posa
en el barco, pero si lo matas, entonces la suerte es todavía peor. Al joven Leeghoofd
le precedió su fama de metepatas al embarcar, y los compañeros de tripulación
se cuidaron de maltratarlo, por si acaso era una especie de albatros sin plumas
y les traía la desgracia; los marinos le hicieron el vacío, le hablaban lo
imprescindible, y el chico se sintió bastante solo, aunque tranquilo. El diario
de bitácora del Stadhouder refleja los accidentes que con su voluntad de
agradar provocó, mas en general el viaje resultó fructífero, pues consiguieron
una docena de bulbos de una especie rarísima de tulipán cuyo precio de venta en
Holanda resultaba astronómico. Por lo demás volvían con las bodegas casi
vacías, pero los tulipanes compensaban
el viaje.
El día antes de
tocar puerto, Leeghoofd, que trabajó de pinche de cocina, decidió obsequiar al
capitán y los oficiales con un estofado de carne. Se esmeró tanto, que no permitió
que el cocinero lo ayudase. El banquete resultó un éxito y lo llamaron a la
cámara del capitán para recibir una felicitación. La ceremonia marchó sin
novedad, hasta que le preguntaron sobre la receta del asado, pues llevaba
guarnición de cebollas y hacía meses que se habían agotado en la despensa. Leeghoofd
narró cómo, desesperado por encontrar cebollitas, rebuscó en la cámara del
capitán, por si guardaba en su escritorio –como si fuera
normal guardar cebollas entre la documentación del buque- y encontró un saquito
con unas pocas cebollitas, y las echó con el guiso, y quedaron muy sabrosas.
El capitán se
desmayó, y el primer oficial explicó al joven que acababa de servirles de cena
unos bulbos de tulipán que valían lo que el barco, y que por su culpa se había
quedado sin sueldo la tripulación y causado un quebranto irreparable a la
empresa de la familia. Decidieron encerrarlo en el calabozo del barco para
prevenir que los demás marinos lo estrangularan mientras seguían en el mar. El
capitán, en un acto de piedad, dejó que Leeghoofd saltase por la borda y ganase
a nado la costa mientras el barco entraba en el puerto; quizás la ventaja le
bastase para evitar morir linchado.
En cuanto el
barco atracó, la tripulación saltó a tierra y, sin saludar a los que los
esperaban desde hacía dos años, comenzaron a buscar al joven como si de una
cacería se tratase. La familia Griezeltje, presente en el desembarco, dejaron a
Leeghoofd por imposible y se desentendieron de su seguridad; bastante trabajo
les quedaba por delante con la escabechina económica causada por el aprendiz de
cocinero.
La noche de
Ámsterdam se iluminó con las antorchas de los marinos en busca de venganza. En
las fachadas de las casas se recortaban las sombras de hombres armados con
arcabuces, picas y hachas. El chico a duras penas los esquivaba, saltando de esquina a esquina como un gato. La ronda
nocturna, encargada de mantener el orden, recibió un soborno anónimo que les
retiró de la calle esa noche, pues debía cometerse un crimen sí o sí.
Leeghoofd
descubrió una panadería con un letrero de embargo de negocio por el banco.
Imaginó que nadie habitaba dentro y se coló por una ventana. Se acomodó entre
sacos de harina en el obrador y cerró los ojos. “Después de
dormir, amanecerá mejor el día” trató de engañarse a sí mismo. Una voz, y la luz de
una vela interrumpieron sus cavilaciones. Los antiguos propietarios, un
matrimonio mayor, aún vivían en el piso superior.
El panadero, sabedor de la historia, pues llegó a puerto antes del
barco, y conocedor de la fama del muchacho, se apiadó de él. Resultó que el
señor perdió su negocio especulando con tulipanes y se sintió hermanado en
desgracia con el fugitivo. La esposa, buena pero cauta, recelaba y no pudo
resistirse a preguntar:
─¿En serio me planteas que
cuidemos de este gafe?
─En efecto ─respondió
él─, pues lo que se dice de él es falso.
─Me dirás que trae suerte con esa
fama que acarrea ─insistió la mujer.
─Querida esposa: estoy convencido
de que este mozo sólo causa la desgracia de quienes lo quieren mal y, si
obtiene respeto y cariño, incluso atrae la fortuna. Y él no castiga ni premia,
sino el buen Dios, que toma nota de cómo tratan a esta su criatura.
─No entiendo nada ─dijo la
esposa.
─Ni yo ─añadió Leeghoofd.
─Lo discurrí esta tarde, cuando
los marineros se reunieron en el muelle antes de la cacería del chico. Se me
ocurrió contarlos, y eran cerca de doscientos; y es absolutamente imposible que
en un viaje como el que hizo el barco sobrevivan todos. Siempre pierden docenas
de hombres por enfermedades, los piratas o una mala mar, descubrí que todos
habían llegado sin un rasguño; pero estaban tan enfadados, que ni se dieron
cuenta de su suerte, ni de dónde les venía. ¿Y nuestro país? Bastó que el mozo
entrase en el ejército y tuvimos paz durante años.
A la esposa le
pareció otra locura de su marido, como la de especular con tulipanes, pero era
buena cristiana y convino en ayudar al inocente. Además se apellidaban Gezellig, que significa
acogedor y agradable, y sintió que, a pesar del futuro de penurias con el
negocio quebrado, a punto de emigrar a otra ciudad y con una boca más que
alimentar, afrontarán el futuro con paz en el corazón.
Leeghoofd adoptó el
apellido Gezellig y abandonó Ámsterdam con
la familia del panadero, su nueva familia. Se establecieron en Haarlem,
abrieron una tahona pastelería con un préstamo y el joven se convirtió en un
hijo más del matrimonio. Pronto confirmó la teoría de su protector. Se dejó el
pellejo como aprendiz de panadero y repostero y regaló a su nueva familia una
receta de su invención para teñir el azúcar de colores. Desde entonces, las
famosas bolas de anís recubiertas de azúcar llamadas Muisjes dejaron de ser
siempre blancas, y pasaron a ser rosas y azules, y así, a lo tonto, hasta
comenzaron a vender tostadas de pan untadas en manteca recubiertas de bolitas; y
prosperaron y fueron felices, porque, lectoras mías, muchas veces un cabeza
hueca es sólo una persona extraordinaria que aún no encontró su camino.
FIN
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