lunes, 10 de octubre de 2016

THE REBEL YELL (3ª parte. Final)



 

3.

La carga de Pickett.
Esperamos entre los árboles. Pickett, jefe de la división, viene a desearle suerte a Armistead, el general de nuestro regimiento. Se les une un oficial con casaca roja, fuman y ríen. El sargento nos susurra: “es un coronel inglés, lo ha enviado su puñetero rey como observador”. El maestro añade: “es gracioso, hace medio siglo estábamos matándonos con ellos y ahora nos envían a este repipi de visita ¿sabrá que está charlando con el sobrino del Armistead que defendió Baltimore frente a la armada inglesa?”.
Yo sí que no lo sabía, claro.
Pickett ha decidido que avancen dos brigadas en línea (Garnett y Kemper) y la nuestra detrás como apoyo. Cuando en casa me pregunten sobre Pickett, lo más honesto que puedo contar es que al primer vistazo no parece que pueda tener agallas. Su aspecto es demasiado atildado -escuché por ahí esa palabra, y creo que lo define-, con tanto bordado en el uniforme, el quepis azul en vez de sombrero para lucir sus tirabuzones, el bigote y perilla tan bien cortaditos… y resulta que en verdad es un auténtico león: ya de jovencito, junto a otros héroes que están hoy aquí (y en el otro bando), asaltaron las murallas de Chapultepec en la guerra con México.
Explotan algunos proyectiles yanquis, los soldados más jóvenes bajan las cabezas y encogen los hombros; parecen tortugas. Los tres oficiales siguen conversando como si nada, incluido el casaca roja. Toda una lección de humildad para mí ¡y pensar que desde niño creía que los ingleses eran una panda de afeminados!
Siento como un mal presagio que la artillería enemiga aún responda. Utilizan balas redondas macizas. Causan pocas bajas, pero es su forma de decirnos que siguen ahí, esperándonos, a pesar de que durante dos horas les ha llovido tanto fuego como el que Tú, Señor, arrojaste sobre Sodoma. Otro mal augurio es que al general Garnett le coceó su alazán en la pierna y no puede caminar, así que marchará junto al regimiento montado en el maldito bicho y será un blanco perfecto. Parece que quiere suicidarse. Nadie ha podido convencerle de que ceda el mando, y los superiores no han tenido fuerza moral para ordenárselo. Eso es valentía. Gracias a hombres hechos de esa madera,  seguro que venceremos.
Pickett y el inglés se despiden de Armistead. Llegó el momento. Se da la orden de salir del bosque y alinearnos. Aún no marchamos, aguantamos la posición hasta que formen las tres divisiones. Insisten los cañones yanquis. Debemos de estar reunidos justo en el límite de su artillería de largo alcance. Un borrón negro se acerca, rebota en el suelo y le arranca la pierna a un soldado por debajo de la rodilla. Se lo llevan. Seguimos firmes: ya no quedan cobardes ni desertores y cargaríamos incluso sin oficial que nos guíe.
—¡Adelante! ¡Marchen! —grita Armistead. Cada oficial repite la orden en cada compañía, como un eco. Redoblan los tambores. Nos damos ánimos, por todas partes aullamos nuestro rebel yell. La distancia a salvar es larga, así que comenzamos marchando despacio. Atravesamos nuestras baterías, ahora mudas; humea la hierba frente a las bocas de los cañones. Sus servidores nos vitorean según pasamos junto a ellos. Aún no despejó la bruma provocada por nuestro bombardeo. Me pica la garganta y sabe a pólvora.
Distingo la posición yanqui entre las volutas de humo. Frente a la arboleda central, hombres azules y cañones se protegen con una barricada de piedra; la refuerzan con lápidas y estatuas del cementerio cercano. De poco les servirá, deben estar pasmados al ver cómo se les echan encima tres divisiones completas: una hilera de milla y media de largo de uniformes grises, con el sol chispeando en las bayonetas. Bueno, grises y de todos los colores posibles; lo que sobra de valor nos falta en equipo, y algunos vamos descalzos y vestidos con andrajos. Tampoco es raro encontrar a quien se arriesga a recibir un disparo por aprovechar partes de uniformes yanquis para no ir en paños menores.
Ya sabes, Padre, que estos primeros momentos son los más difíciles, cuando necesito tirar de mí hasta entrar en la pelea. Luego lo recordaré todo como un sueño. Lo normal es pensar que la bala le tocará a otro, siempre le toca a otro, y no es por desear el mal ajeno, Padre, la idea sirve para que evitemos hacer lo que todo ser vivo en sus cabales hace ante el peligro: correr en dirección contraria. Menos mal que el capellán me enseñó el salmo veintitrés; gracias, maldito borracho:
“Jehová es mi pastor; nada me faltará. En lugares de delicados pastos me hará descansar…”
Comenzamos la marcha. Mil trescientas yardas hasta el enemigo.
“…Junto a aguas de reposo me pastoreará. Confortará mi alma…”
Mil doscientas yardas, disparan proyectiles que explotan al tocar el suelo y escupen esquirlas metálicas. Se abren huecos en las primeras líneas que rellenan al instante los hombres de las filas de atrás. Sorteamos los primeros muertos y heridos. Olvido la muerte, de lo contrario perderé el control. Cuando cae un compañero pienso: “lástima”, y continúo, luego tendré tiempo para sentirlo.
“…me guiará por sendas de justicia por amor de su nombre…”
Quedó atrás la niebla de nuestros disparos. Mantenemos la formación, hombro con hombro. Hay bastantes caídos. La hierba nos llega a los tobillos. A lo lejos, los yanquis vuelven a sus defensas. Su infantería se cobija en el muro de piedra; no es muy alto, pero detendrá las balas. Lo malo de verles ahora tan claramente es que también nos ven ellos a nosotros. Cargaremos a la bayoneta cuando estemos cerca. Una cosa es cargar, y otra llegar a chocar las líneas; lo normal es que uno de los dos bandos esté tan castigado que huya.
—No se diseminen, no se desperdiguen, mantengan la formación —gritan los oficiales.
Ochocientas yardas. Explotan sobre nuestras cabezas balas con metralla, hieren a muchos. Como diría nuestro capitán: “el fuego es cada vez más denso”. Grito a cara quemada que a lo mejor no destruimos sus cañones. Responde: “Mejor, así los capturamos, que tenemos muy pocos”. Yo río, pero sigo rezando:
“Aunque ande en el valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estás conmigo…”
Llego a tiro de piedra del cercado; alto como un hombre y muy robusto: difícil de escalar o derribar. Al otro lado habrá que recomponer líneas. Los soldados azules se levantan de su refugio y disparan a discreción con sus mosquetes. Por todas partes caen soldados grises. Un cañonazo vuela un enorme listón de la valla y arrastra un puñado de hombres, entre ellos yo. Me encuentro aturdido en el suelo, mirando al cielo, veo pasar a los demás desde abajo. Cuida de mis amigos, Dios, sobre todo del maestro y de cara quemada. Me levanto, compruebo que no me falta ningún pedazo y me incorporo a la primera sección que pasa por allí. En todas las líneas hay huecos que rellenar. Menuda matanza.
“Tu vara y tu cayado me infundirán ánimo. Aderezas mesa delante de mí en presencia de mis angustiadores…”
Alcanzan al hombre de mi lado. Nos apretamos de nuevo. Otra explosión cercana, vuelvo a caer y me vuelvo a levantar. En la cerca me topo con una docena de muchachos paralizados, se han separado de los suyos y no se orientan, parece que piden que los maten. Para hacerlos reaccionar se me ocurre devolver el fuego al enemigo. No puedo engañarte, Señor, no soy el buen samaritano, ayudándolos también distraigo el miedo que tengo yo. Llego hasta los chicos, los levanto y los alineo. Mejor gritarles para que no piensen más de la cuenta, aunque no existiese el estruendo de la batalla les chillaría igual: “¡Vamos, hijos de zorra! ¿Y vosotros os llamáis hombres del sur?”. No lo son, todavía ni se afeitan.
—Vamos a disparar una salva y a seguir avanzando —ordeno—. Lo haremos juntos, miradme a mí y a nada más, como en la instrucción: primero, coger el cartucho —lo hacen, menos mal— si os tiemblan las manos, romped el papel con los dientes, bien, echad la pólvora en el cañón, así, ahora meted la bala usando el papel vacío como taco, eso es…
Uno de los muchachos sale despedido hacia atrás; le han dado en la garganta y el pobre tiembla como un pez sacado del agua; intenta gritar y sólo le sale un horrible: ¡ggg, gggg! como la respiración de un tísico. Malicio que los chicos van a dejar caer las armas y a huir. Por suerte un sargento desconocido llega a tiempo y se coloca al otro lado del pelotón, les grita en mi lugar: “No lo miréis, ha muerto. Cubrid su hueco; ahora sacad la baqueta del encastre y empujad la bala hasta el fondo, así, guardar la baqueta en su sitio…” repara en mí y con una mirada nos lo decimos todo: él nota que ya puedo encargarme de ellos, le agradezco su ayuda con un asentimiento y vuelve con sus hombres, cosas de veteranos. Continúo con los críos:
—Ahora colocar el fulminante, y amartillar el arma, eso es, apoyar el mosquete en la cerca para apuntar ¿veis?, por fin sirve para algo bueno la condenada; a mi orden, ¡fuego! —Disparan—. Venga,  seguimos.
Subimos por el cercado usando sus cuatro travesaños como peldaños de una escalera.
Menos de doscientas yardas, los yanquis nos aguardan descansados y protegidos por su murete de piedra. Yo serví con Longstreet en Fredericksburg y allí nosotros también teníamos un muro. Pudimos mantener la posición después de rechazar catorce asaltos de los azules, catorce; fue una carnicería, perdieron veinte hombres por cada uno de los nuestros. Ese maldito muro… 
Ya nos cañonean con esos endemoniados botes de bolas de hierro. Entre el humo aparece Red eye, el caballo del brigadier general Garnett, con las crines y la silla manchados de sangre y tripas. Parece que lo ha cazado un impacto directo de artillería. Al menos el animal parece estar bien y galopa hacia nuestras líneas. Pasa entre los chicos y yo separándonos. Vuelvo a estar solo entre la marea de gente.
Armistead ha clavado su sombrero en el sable y lo usa como bandera, nos grita que le sigamos. Gracias por permitirme verlo, Señor del Cielo, es como la luz de un faro. Paso ligero hacia el enemigo. Paramos, formamos líneas y disparamos, ellos también. Sus cañones nos escupen doble carga de botes de metralla, caemos a docenas. Ya pisamos el muro; con sólo medio metro de alto nos ha causado un daño terrible. Sólo quedan guardándolo un puñado de yanquis que retroceden, el resto son cadáveres. Lo saltamos unos cien hombres. De repente, un artillero enemigo que parecía que abandonaba su cañón vuelve corriendo sobre sus pasos y dispara. Se ven volar cabezas y extremidades. Así de cerca estamos. Lo acribillamos por la espalda mientras huye.
 Alcanzamos la primera batería. Muertos los servidores, Armistead grita que giremos los cañones, pero acuden más y más enemigos a tapar la brecha. Son demasiados y llegamos pocos grises al cuerpo a cuerpo; apenas hay tiempo de recargar y la lucha será a cuchilladas. ¿Sabes, Señor? Cuando te enzarzas con alguien concreto, incluso con tanta gente alrededor, se vacía el campo y sólo eres tú y él. Me deshago a bayonetazos de un par de enemigos y busco a Armistead, lo han dado en el pecho y agoniza. Nuestras líneas flaquean y los hombres comienzan a retroceder, algunos disparando, otros corriendo, y los heridos ayudados por compañeros o usando el mosquete como muleta. Mejor volver si puedes caminar o podrías estar días tirado sin que te atienda un matasanos. Imposible seguir. Llegamos lejos, pero demasiado pocos.
Se presenta un nuevo regimiento para reforzarles ¡Señor, pero qué te he hecho yo hoy! Se alinean y disparan. Reconozco su bandera, es la del 72 de Pensilvania. Además de ser las mejores tropas que tienen, llegan frescos al combate y defienden su tierra: estamos apañados. Caigo en la cuenta de que les estábamos invadiendo. Reconquistan los cañones y los vuelven a emplazar.
Estoy agotado, imposible dar un paso más. Me sangran los pies. Llevo media guerra combatiendo descalzo. Río al comprobar que la sangre no es mía ¡Y pensar que fuimos a Gettysburg para requisar allí un cargamento botas! Cargo mi arma, disparo y acierto a un artillero en la boca, otro servidor de la pieza abre fuego hacia donde estamos.
—¡No! ¡N-!               

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