3.
La carga de Pickett.
Esperamos
entre los árboles. Pickett, jefe de la división, viene a desearle suerte a
Armistead, el general de nuestro regimiento. Se les une un oficial con casaca
roja, fuman y ríen. El sargento nos susurra: “es un coronel inglés, lo ha
enviado su puñetero rey como observador”. El maestro añade: “es gracioso, hace
medio siglo estábamos matándonos con ellos y ahora nos envían a este repipi de
visita ¿sabrá que está charlando con el sobrino del Armistead que defendió
Baltimore frente a la armada inglesa?”.
Yo
sí que no lo sabía, claro.
Pickett
ha decidido que avancen dos brigadas en línea (Garnett y Kemper) y la nuestra
detrás como apoyo. Cuando en casa me pregunten sobre Pickett, lo más honesto
que puedo contar es que al primer vistazo no parece que pueda tener agallas. Su
aspecto es demasiado atildado -escuché por ahí esa palabra, y creo que lo
define-, con tanto bordado en el uniforme, el quepis azul en vez de sombrero
para lucir sus tirabuzones, el bigote y perilla tan bien cortaditos… y resulta
que en verdad es un auténtico león: ya de jovencito, junto a otros héroes que
están hoy aquí (y en el otro bando), asaltaron las murallas de Chapultepec en
la guerra con México.
Explotan
algunos proyectiles yanquis, los soldados más jóvenes bajan las cabezas y
encogen los hombros; parecen tortugas. Los tres oficiales siguen conversando como
si nada, incluido el casaca roja. Toda una lección de humildad para mí ¡y
pensar que desde niño creía que los ingleses eran una panda de afeminados!
Siento
como un mal presagio que la artillería enemiga aún responda. Utilizan balas
redondas macizas. Causan pocas bajas, pero es su forma de decirnos que siguen
ahí, esperándonos, a pesar de que durante dos horas les ha llovido tanto fuego
como el que Tú, Señor, arrojaste sobre Sodoma. Otro mal augurio es que al
general Garnett le coceó su alazán en la pierna y no puede caminar, así que
marchará junto al regimiento montado en el maldito bicho y será un blanco
perfecto. Parece que quiere suicidarse. Nadie ha podido convencerle de que ceda
el mando, y los superiores no han tenido fuerza moral para ordenárselo. Eso es
valentía. Gracias a hombres hechos de esa madera, seguro que venceremos.
Pickett
y el inglés se despiden de Armistead. Llegó el momento. Se da la orden de salir
del bosque y alinearnos. Aún no marchamos, aguantamos la posición hasta que
formen las tres divisiones. Insisten los cañones yanquis. Debemos de estar
reunidos justo en el límite de su artillería de largo alcance. Un borrón negro
se acerca, rebota en el suelo y le arranca la pierna a un soldado por debajo de
la rodilla. Se lo llevan. Seguimos firmes: ya no quedan cobardes ni desertores
y cargaríamos incluso sin oficial que nos guíe.
—¡Adelante!
¡Marchen! —grita Armistead. Cada oficial repite la orden en cada compañía, como
un eco. Redoblan los tambores. Nos damos ánimos, por todas partes aullamos
nuestro rebel yell. La distancia a salvar es larga, así que comenzamos
marchando despacio. Atravesamos nuestras baterías, ahora mudas; humea la hierba
frente a las bocas de los cañones. Sus servidores nos vitorean según pasamos
junto a ellos. Aún no despejó la bruma provocada por nuestro bombardeo. Me pica
la garganta y sabe a pólvora.
Distingo
la posición yanqui entre las volutas de humo. Frente a la arboleda central,
hombres azules y cañones se protegen con una barricada de piedra; la refuerzan
con lápidas y estatuas del cementerio cercano. De poco les servirá, deben estar
pasmados al ver cómo se les echan encima tres divisiones completas: una hilera
de milla y media de largo de uniformes grises, con el sol chispeando en las
bayonetas. Bueno, grises y de todos los colores posibles; lo que sobra de valor
nos falta en equipo, y algunos vamos descalzos y vestidos con andrajos. Tampoco
es raro encontrar a quien se arriesga a recibir un disparo por aprovechar
partes de uniformes yanquis para no ir en paños menores.
Ya
sabes, Padre, que estos primeros momentos son los más difíciles, cuando
necesito tirar de mí hasta entrar en la pelea. Luego lo recordaré todo como un
sueño. Lo normal es pensar que la bala le tocará a otro, siempre le toca a
otro, y no es por desear el mal ajeno, Padre, la idea sirve para que evitemos
hacer lo que todo ser vivo en sus cabales hace ante el peligro: correr en
dirección contraria. Menos mal que el capellán me enseñó el salmo veintitrés;
gracias, maldito borracho:
“Jehová
es mi pastor; nada me faltará. En lugares de delicados pastos me hará
descansar…”
Comenzamos
la marcha. Mil trescientas yardas hasta el enemigo.
“…Junto
a aguas de reposo me pastoreará. Confortará mi alma…”
Mil
doscientas yardas, disparan proyectiles que explotan al tocar el suelo y
escupen esquirlas metálicas. Se abren huecos en las primeras líneas que
rellenan al instante los hombres de las filas de atrás. Sorteamos los primeros
muertos y heridos. Olvido la muerte, de lo contrario perderé el control. Cuando
cae un compañero pienso: “lástima”, y continúo, luego tendré tiempo para
sentirlo.
“…me
guiará por sendas de justicia por amor de su nombre…”
Quedó
atrás la niebla de nuestros disparos. Mantenemos la formación, hombro con
hombro. Hay bastantes caídos. La hierba nos llega a los tobillos. A lo lejos,
los yanquis vuelven a sus defensas. Su infantería se cobija en el muro de piedra;
no es muy alto, pero detendrá las balas. Lo malo de verles ahora tan claramente
es que también nos ven ellos a nosotros. Cargaremos a la bayoneta cuando
estemos cerca. Una cosa es cargar, y otra llegar a chocar las líneas; lo normal
es que uno de los dos bandos esté tan castigado que huya.
—No
se diseminen, no se desperdiguen, mantengan la formación —gritan los oficiales.
Ochocientas
yardas. Explotan sobre nuestras cabezas balas con metralla, hieren a muchos.
Como diría nuestro capitán: “el fuego es cada vez más denso”. Grito a cara
quemada que a lo mejor no destruimos sus cañones. Responde: “Mejor, así los
capturamos, que tenemos muy pocos”. Yo río, pero sigo rezando:
“Aunque
ande en el valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estás conmigo…”
Llego
a tiro de piedra del cercado; alto como un hombre y muy robusto: difícil de
escalar o derribar. Al otro lado habrá que recomponer líneas. Los soldados
azules se levantan de su refugio y disparan a discreción con sus mosquetes. Por
todas partes caen soldados grises. Un cañonazo vuela un enorme listón de la
valla y arrastra un puñado de hombres, entre ellos yo. Me encuentro aturdido en
el suelo, mirando al cielo, veo pasar a los demás desde abajo. Cuida de mis
amigos, Dios, sobre todo del maestro y de cara quemada. Me levanto, compruebo
que no me falta ningún pedazo y me incorporo a la primera sección que pasa por
allí. En todas las líneas hay huecos que rellenar. Menuda matanza.
“Tu
vara y tu cayado me infundirán ánimo. Aderezas mesa delante de mí en presencia
de mis angustiadores…”
Alcanzan
al hombre de mi lado. Nos apretamos de nuevo. Otra explosión cercana, vuelvo a
caer y me vuelvo a levantar. En la cerca me topo con una docena de muchachos
paralizados, se han separado de los suyos y no se orientan, parece que piden
que los maten. Para hacerlos reaccionar se me ocurre devolver el fuego al
enemigo. No puedo engañarte, Señor, no soy el buen samaritano, ayudándolos
también distraigo el miedo que tengo yo. Llego hasta los chicos, los levanto y los
alineo. Mejor gritarles para que no piensen más de la cuenta, aunque no
existiese el estruendo de la batalla les chillaría igual: “¡Vamos, hijos de
zorra! ¿Y vosotros os llamáis hombres del sur?”. No lo son, todavía ni se
afeitan.
—Vamos
a disparar una salva y a seguir avanzando —ordeno—. Lo haremos juntos, miradme
a mí y a nada más, como en la instrucción: primero, coger el cartucho —lo
hacen, menos mal— si os tiemblan las manos, romped el papel con los dientes,
bien, echad la pólvora en el cañón, así, ahora meted la bala usando el papel
vacío como taco, eso es…
Uno
de los muchachos sale despedido hacia atrás; le han dado en la garganta y el
pobre tiembla como un pez sacado del agua; intenta gritar y sólo le sale un
horrible: ¡ggg, gggg! como la respiración
de un tísico. Malicio que los chicos van a dejar caer las armas y a huir. Por
suerte un sargento desconocido llega a tiempo y se coloca al otro lado del
pelotón, les grita en mi lugar: “No lo miréis, ha muerto. Cubrid su hueco;
ahora sacad la baqueta del encastre y empujad la bala hasta el fondo, así,
guardar la baqueta en su sitio…” repara en mí y con una mirada nos lo decimos
todo: él nota que ya puedo encargarme de ellos, le agradezco su ayuda con un
asentimiento y vuelve con sus hombres, cosas de veteranos. Continúo con los
críos:
—Ahora
colocar el fulminante, y amartillar el arma, eso es, apoyar el mosquete en la
cerca para apuntar ¿veis?, por fin sirve para algo bueno la condenada; a mi
orden, ¡fuego! —Disparan—. Venga,
seguimos.
Subimos
por el cercado usando sus cuatro travesaños como peldaños de una escalera.
Menos
de doscientas yardas, los yanquis nos aguardan descansados y protegidos por su
murete de piedra. Yo serví con Longstreet en Fredericksburg y allí nosotros
también teníamos un muro. Pudimos mantener la posición después de rechazar
catorce asaltos de los azules, catorce; fue una carnicería, perdieron veinte
hombres por cada uno de los nuestros. Ese maldito muro…
Ya
nos cañonean con esos endemoniados botes de bolas de hierro. Entre el humo
aparece Red eye, el caballo del brigadier general Garnett, con las crines y la
silla manchados de sangre y tripas. Parece que lo ha cazado un impacto directo
de artillería. Al menos el animal parece estar bien y galopa hacia nuestras líneas.
Pasa entre los chicos y yo separándonos. Vuelvo a estar solo entre la marea de
gente.
Armistead
ha clavado su sombrero en el sable y lo usa como bandera, nos grita que le
sigamos. Gracias por permitirme verlo, Señor del Cielo, es como la luz de un faro.
Paso ligero hacia el enemigo. Paramos, formamos líneas y disparamos, ellos
también. Sus cañones nos escupen doble carga de botes de metralla, caemos a
docenas. Ya pisamos el muro; con sólo medio metro de alto nos ha causado un
daño terrible. Sólo quedan guardándolo un puñado de yanquis que retroceden, el
resto son cadáveres. Lo saltamos unos cien hombres. De repente, un artillero
enemigo que parecía que abandonaba su cañón vuelve corriendo sobre sus pasos y
dispara. Se ven volar cabezas y extremidades. Así de cerca estamos. Lo
acribillamos por la espalda mientras huye.
Alcanzamos la primera batería. Muertos los
servidores, Armistead grita que giremos los cañones, pero acuden más y más
enemigos a tapar la brecha. Son demasiados y llegamos pocos grises al cuerpo a
cuerpo; apenas hay tiempo de recargar y la lucha será a cuchilladas. ¿Sabes,
Señor? Cuando te enzarzas con alguien concreto, incluso con tanta gente
alrededor, se vacía el campo y sólo eres tú y él. Me deshago a bayonetazos de
un par de enemigos y busco a Armistead, lo han dado en el pecho y agoniza.
Nuestras líneas flaquean y los hombres comienzan a retroceder, algunos
disparando, otros corriendo, y los heridos ayudados por compañeros o usando el
mosquete como muleta. Mejor volver si puedes caminar o podrías estar días
tirado sin que te atienda un matasanos. Imposible seguir. Llegamos lejos, pero
demasiado pocos.
Se
presenta un nuevo regimiento para reforzarles ¡Señor, pero qué te he hecho yo
hoy! Se alinean y disparan. Reconozco su bandera, es la del 72 de Pensilvania.
Además de ser las mejores tropas que tienen, llegan frescos al combate y
defienden su tierra: estamos apañados. Caigo en la cuenta de que les estábamos
invadiendo. Reconquistan los cañones y los vuelven a emplazar.
Estoy
agotado, imposible dar un paso más. Me sangran los pies. Llevo media guerra
combatiendo descalzo. Río al comprobar que la sangre no es mía ¡Y pensar que
fuimos a Gettysburg para requisar allí un cargamento botas! Cargo mi arma,
disparo y acierto a un artillero en la boca, otro servidor de la pieza abre
fuego hacia donde estamos.
—¡No!
¡N-!
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